ENERO
JUNIO
2019
We are Still Learning from Ayotzinapa
Resumen
El proceso de movilización social en exigencia por la aparición de los 43 normalistas de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa ha detonado múltiples formas de movilización y protesta. Este breve escrito busca identificar cuáles han sido las enseñanzas aprendidas a partir de los acontecimientos ocurridos en Iguala, Guerrero, en 2014, así como los efectos en lo organizativo, lo discursivo, los modos de enunciación y los compromisos asumidos desde el territorio de la danza solidaria en resistencia.
Abstract
The process of social mobilization demanding the return of the 43 students of the Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos in Ayotzinapa has triggered countless forms of mobilization and protest. This brief paper aims at identifying the lessons learned from the events in Iguala, Guerrero, in 2014, as well as their effects in terms of the organization, discourse, enunciation modes and commitments made from the territory of dance of solidarity and resistance.
Rebeca Mundo Peralta
bailarina, coreógrafa e
investigadora
rebegato@msn.com
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Vientos del pueblo me llaman, vientos del pueblo me llevan,
me esparcen el corazón y me aventan la garganta.
Así cantará el poeta mientras el alma me suene
por los caminos del pueblo desde ahora y para siempre.
Miguel Hernández, poema musicalizado por Víctor Jara
El 26 de septiembre de 2014, fueron desaparecidos por el Estado43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero. El ataque cobarde desde los tres niveles de gobierno dejó, además, 17 heridos y nueve personas asesinadas. Si bien las embestidas contra las escuelas normales no son nuevas —como nos muestran la represión a la Normal Rural de Tiripetío, Michoacán, en noviembre de 2008, o contra la misma Raúl Isidro Burgos, en diciembre de 2011, y las agresiones posteriores a 2014—, Ayotzinapa nos sacudió al hacer patente el horror que el Estado es capaz de infringir; nos escupió a la cara la realidad de la desaparición forzada y la tortura. La desaparición de los 43 normalistas removió el anquilosado tejido social y emocional de nuestro país, y acentuó la crisis política ya existente. El digno ejemplo de madres y padres, así como la de los jóvenes de las diversas escuelas normales y de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), nos han enseñado y nos siguen enseñando acerca del valor, de la lucha comprometida, de no arredrarse ante la injusticia.
Ayotzinapa nos despertó al mostrarnos la posibilidad de recomposición de nuestro país a través de la capacidad organizativa, como deja ver la enorme y significativa lista de grupos, colectivos y sectores que se han solidarizado con los estudiantes normalistas y sus padres y madres. A casi cuatro años, 48 meses, e innumerables acciones, aún se marcha por ellos y por la conciencia de que en México casi todos somos agraviados y cada vez nos dejan menos salidas. Las movilizaciones constataron la validez de la indignación, la solidaridad y la búsqueda de justicia como detonadores de la conciencia de clase, la resistencia, la lucha y la movilización. Asimismo, nos permitieron vislumbrar la posibilidad de la unidad del movimiento popular después de un periodo profundo de pasividad e indulgencia colectiva. Y es que del reconocimiento de las carencias, las heridas y la indignación está hecho el barro con el que se construye la organización de este pueblo.
La indignación como razón efectiva para mirar el rostro de las y los otros, se volvió motor para caminar a su lado y acompañar, para desplazarnos del dolor a la acción y para sabernos merecedores de otros mundos, no del que nos ha sido impuesto. Nos permitió también prefigurar otros planos posibles, a los que nos comprometemos mediante nuestra presencia activa y desde nuestras distintas trincheras; los sujetos dancísticos nos hemos sumado a partir de la efervescencia urgente de la indignación social ante la que la inmovilización o el silencio no eran opciones válidas. Vale recordar lo que Zibechi nos dice alrededor de la reterritorialización de la lucha social y la emergencia de nuevas subjetividades en ella:
Las experiencias del movimiento social enseñan cómo transitar de las organizaciones como espacios de lucha y resistencia, de socialización política incluso, hasta la territorialización de nuestras luchas, pasando por la ocupación del espacio público y su conversión en espacios de lucha y resistencia… La observación del surgimiento de una nueva subjetividad, de la posibilidad multidimensional del espacio social, de las dinámicas de comunicación, intercomunicación y expresión en los que se cimentan nuevas matrices discursivas.[1]
Desde la danza resulta significativo que a partir de las movilizaciones por Ayotzinapa se hicieron visibles tanto los diversos sujetos de esa danza-resistencia activa que suelen acompañar al movimiento social como otros sujetos de la danza que salieron por primera vez a las calles a mostrar su apoyo mediante diversas propuestas escénicas. Es esperanzadora la presencia de los más jóvenes, los alumnos de las escuelas de arte en general, y las de danza en particular: la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea, la Escuela Nacional de Folklore, la Escuela Nacional de Danza Nellie y Gloria Campobello, el Centro Cultural Ollin Yoliztli, el Centro de Investigación Coreográfica y la Academia de la Danza Mexicana, así como los centros de educación artística, centros de iniciación artística y las escuelas de bellas artes dentro y alrededor de la Ciudad de México. No podemos decir lo mismo de los profesores de danza, cuya labor no debería reducirse a lo dancístico sino incluir la formación humana y social, pues una fuente de influencia primaria directa para los sujetos, además de la familia, son los maestros y formadores.
Ayotzinapa hizo emerger, en las muestras de indignación ocurridas en el país y en el extranjero, un universo de sujetos dancísticos que reivindicaron las consignas de justicia que anteriormente sólo externaba una minoría. Ayotzinapa nos ha dejado y nos seguirá dejando múltiples tareas como sujetos de la danza; pendientes por los que se precisa asumir con congruencia el papel que queremos desempeñar ante nuestro momento histórico desde la praxis estética comprometida. Resistir desde la danza, desde el cuerpo, no se reduce a un eslogan, una coyuntura o la convocatoria generalizada de conmemoración de un hecho histórico. Si algo hemos aprendido a partir de Ayotzinapa es que los cuerpos que resistimos desde la danza, la danza-resistencia, tenemos la capacidad de expresarnos con nuestros haceres y saberes como una fuerza más frente a la crisis sistemática.
Hemos confirmado que fisurar los conceptos residuales acerca de la danza y sus espacios de presentación, así como los múltiples estereotipos alrededor de la politización de la estética dancística, son ejercicios necesarios para participar políticamente desde nuestros cuerpos. Que asumir que la construcción de una poética congruente es también una acción de lucha y libertad, un intento de construcción ética de la casa, del mundo pendiente por habitar, y que podemos pensar en la danza que ejercemos como una acción autoafirmativa y de acción directa[2] en su dimensión más creativa; una expresión del sentir colectivo, disidente, de carácter antagónico, pacífica y asumida desde el cuerpo. En la manifestación de la violencia estructural no es necesario sujetarse a una forma específica de acción, a una práctica ética-política.
Ayotzinapa ha detonado también un universo de obras desde los cuerpos danzarios. Obras germinadas por la indignación para volverse un acto de conciencia solidario. En las acciones y dispositivos de Argelia Guerrero, Diana Betanzos, Anadel Lynton, Banshee Danza Contemporánea, PROYECTO XXI, Colectivo Johana Segura Danza en Resistencia, DANZARIEGA folklore experimental, ARTE ACCIÓN CERO DOCE, la Brigada de Acción Mitotera y las de diversos alumnas y alumnos de danza de las escuelas de bellas artes se visibiliza la conmoción que el despojo, la injusticia, la violencia y el desdén provenientes del sistema y los gobiernos provocan en los sujetos del territorio de la danza. Ayotzinapa nos restituyó la posibilidad de enunciar la palabra desde el cuerpo, y desde la formulación de una constelación amplia de dispositivos dancísticos en los que la conmoción se ha gritado y transformado en abrazo. Hemos asumido que construir una obra es una forma de decir y de decirnos, de tender puentes, de resolver lo expresivo durante el proceso para nutrirlo, de irnos descifrando y comprometiendo, de admitir que la danza puede ser un territorio que permite muchos mundos posibles y, sobre todo, que nuestros cuerpos pueden ser también armas para luchar contra la desmemoria, la indiferencia y el olvido. En los dispositivos escénicos construidos desde la danza se confirma la alianza tácita emergente con el movimiento social y se constata que se pueden emitir demandas sociales y compartir exigencias de justicia desde el terreno de la estética.[3] Desde la danza hemos confirmado que en la demanda por la justicia nadie sobra, que los creadores dancísticos somos útiles desde nuestro hacer y saberes porque también estamos abonando una voz al movimiento.
La adhesión a las movilizaciones por Ayotzinapa ha colectivizado la conciencia sobre las posibilidades de la danza como dispositivo poético-político para jugar con el cuerpo y sus signos e interpretaciones posibles, que se subvierten y se ponen a disposición del movimiento social. Los cuerpos que se permiten la exposición posibilitan que el otro, los otros, cuestionen su propia corporalidad. Mirarnos como cuerpos vulnerables, como territorios en transformación, fragmenta lo aprendido en las instituciones académicas: los criterios residuales hegemónicos que consideran panfletaria a la danza política; los lugares donde uno debe bailar; lo que deben o no deben, y pueden o no pueden hacer un coreógrafo, un bailarín o una agrupación dancística; los modos de componer, las poéticas y las retóricas impuestas por los grupos de poder o las personalidades prestigiosas de la danza cercana al centro.
Emerge, en cambio, una danza que va tejiendo lazos de interacción y afectos entrañables, que se permite construir significados, producir experiencias de incertidumbre y compartirlas y fortalecer los lazos con la lucha social a pesar de las diferencias referenciales. De ahí su potencial cohesionador y libertario. De ahí que la danza forme parte del territorio político del deseo individual y colectivo y pugne por su derecho para construir devenires, desde lo justo y lo correcto, en discursos que se portan en los cuerpos. Los sujetos-singularidades danzarios hemos ido constatando la fuerza disrruptora de la provocación que late en nuestros cuerpos.
La apuesta de reterritorialización atraviesa lo simbólico y también la dimensión del espacio de tránsito cotidiano. Esto es significativo si pensamos la calle como eje articulador de los movimientos y las formas de expresión y protesta, sobre todo en la Ciudad México, centro político y estratégico de muchas de las expresiones sociales de este país. Visto de esa manera, el espacio-calle posee dos elementos conformadores: uno temporal y otro espacial, y dos dimensionalidades: una material y otra simbólica, cuyos significados se constatan en los significados e interacciones que contiene. La importancia del espacio-calle está vertida en el tejido de representaciones simbólicas, imaginarios implícitos y experiencias diversas que la alimentan, así como en los modos de percibirla, transitarla y habitarla y en los deseos que la atraviesan.[4] Cuando en la calle se despliegan las subjetividades y singularidades del movimiento social, el espacio se dinamiza y puede transformarse en una estructura dinámica, multiforme y sujeta a las sutilezas y características específicas de interacción social de los participantes. Si bien empeños danzarios históricos como los ejercidos por las agrupaciones dancísticas surgidas a partir de los sismos de 1985, como los encuentros de danza callejera de la DAMAC (Danza Mexicana A. C.), tomaron la calle, la danza en las últimas dos décadas se había mantenido en los espacios tradicionales de certidumbre. Ayotzinapa nos hizo volver a la calle.
Henri Lefevre ya había subrayado la importancia del espacio-calle como lugar donde se reproducen las relaciones sociales, se encarnan las contradicciones, se construyen relaciones sociales emergentes y se crean nuevas territorialidades. Atravesarlo de forma masiva le ha permitido a la danza, desde 2014, ejercer un desplazamiento real y simbólico para colocar al cuerpo expresivo en flujo y circulación entre territorios. “Las clases sociales se constituyen en las y por las luchas que los protagonistas traban en situaciones concretas, y que conforman los lugares que, de este modo, no sólo ocupan sino constituyen”. De ahí que “el movimiento social es, rigurosamente, cambio de lugar social”, punto en el que confluyen la sociología y la geografía.[5] Así, los ejercicios de flujo, circulación, desplazamiento y habitación de nuevos espacios por parte de la danza en resistencia son indicios de un proceso emergente de construcción de la conciencia de clase de sus sujetos-singularidades.
La danza tomó la calle como espacio colectivo en la que se dieron los primeros encuentros de la danza-resistencia con el movimiento social. En la calle surgió la certeza de acompañar, de ser compañeros. Al ocuparla como escenario y hablar desde los cuerpos nos hicimos presentes, visibilizamos nuestro hacer y confirmamos nuestra solidaridad, mirándonos autónomos.
Salir a la calle implicó también el ejercicio de entenderla como un diferenciador donde se gesta la política y las formas de acción de la política de abajo, como espacio lejano de las instituciones y centros de tomas de decisión de los de arriba; un espacio cercano y de certeza que los sujetos-singularidades de la danza hemos habitado y transitado por decisión propia. La vimos entonces como escenario de la danza de abajo.
Si bien los procesos de la danza tradicional son la enunciación, la adhesión y la construcción desde la primera persona, para los cuerpos que resisten estos procesos buscan el encuentro, el diálogo y la posibilidad de compartir de manera horizontal. Estos rasgos son perceptibles en los procesos grupales dancísticos detonados a partir de la exigencia de aparición de los compañeros normalistas. Nos dice Zibechi sobre la cultura que se produce en los grupos en resistencia: “En los espacios y tiempos de esta sociedad diferente vive un mundo otro: femenino, de valores de uso, comunitario, autocentrado, espontáneo en el sentido profundo del término, o sea natural y autodirigido. Este mundo está siendo capaz de producir y re-producir la vida de las personas que participan en él mientras se autoproduce circularmente (por autopoiesis)…”.[6]
El proceso autopoiético de las agrupaciones dancísticas autoconvocadas que se han pronunciado a partir de Ayotzinapa abreva en el entendimiento y percepción del arte como un proceso colectivo persistente gracias a la solidaridad. Esto permitió, por un lado, el paso de las acciones de la solidaridad personal a las de solidaridad política, y por otro, que el carácter de estas acciones conformara dispositivos poéticos y éticos, tanto por las retóricas comportamentales que detonó como por sus redes sígnicas; a su vez, incentivó un entramado de acciones continuas aunque los grados de visibilidad de los diversos sujetos-singularidades sean diversos.
La dinámica germinal del movimiento social y el de la danza coinciden en el plano del deseo productivo como motor de transformación social. Así, la participación e interacción mediadas por las obras-dispositivos se alejó de la lógica de la relación ortodoxa y distante del público que acude a un teatro, observa, recibe, interpreta y se va. La economía del deseo permeó en la formulación identitaria, en la recepción de las obras y en las formas de interpretar los signos y mensajes inmersos en los cuerpos. No estamos hablando de sujetos homogéneos, ni de una dinámica de interacción que quepa en una categoría preestablecida; para la danza solidaria las relaciones diversas, las acciones, los modos expresivos, los propósitos podrían sobrepasar al dispositivo dancístico. La danza, entonces, se amolda, se ajusta, se transforma al entrar en contacto con la dimensión política. El ejercicio de conciencia a partir de Ayotzinapa nos dejó ver que tanto el movimiento social como el arte buscan en sus respectivos territorios el nacimiento de lo nuevo expresado en categorías, formas de significación y modos de interacción en las que la fuerza de la colectividad desplaza a la de los individuos. Nos dejó ver también que el encuentro implica poner en juego nuestra constelación de estereotipos y preconcepciones como sujetos danzarios para posibilitar las fisuras, la irrupción de lo imprevisible en lo político y en lo estético. De esta forma, las obras-dispositivos produjeron singularización y subjetividad colectiva y permitieron reterritorializar la escena y sus posibilidades, resignificar las nociones de agrupación y proceso e incluso de las obras mismas como dispositivos expresivos poéticos, pero también políticos; pudimos vislumbrar el potencial de los signos dancísticos y coreográficos en expansión y escape de las formas de categorización hegemónicas académicas.
El proceso detonado por Ayotzinapa nos ha permitido problematizar las dimensiones diversas de nuestro ejercicio danzario y mirarlo también como práctica pedagógica. Este es un producto importante si pensamos en las y los compañeros de la danza que a partir de 2014 emprendieron como una práctica regular el “tallereo” en espacios comunitarios, tanto en la capital como en otros estados. En estos procesos de compartir los saberes están inmersos marcos valorales respetuosos y experiencias corporales generosas y éticas. La característica compartida en las y los creadores es la naturaleza de los procesos formativos emprendidos y el marco axiológico por el que se conducen. Resulta luminoso mirar la práctica pedagógica danzaria como forma de lucha y eje de autoenunciación, pues si al sistema y el poder le benefician las visiones sobre lo humano que ponderan la homogeneidad, la sujeción de los individuos, las prácticas de sumisión, obediencia y de no cuestionamiento, la danza-resistencia produce contra-normas que incitan a compartir los saberes, la reflexión y la acción.
Ante la posibilidad de hacer u omitir, la danza eligió la acción a pesar de que el silencio ha sido una práctica corriente en el territorio de esta práctica artística. Esta construcción no es únicamente abstracta ni nominal, sino que ha estado atravesada por la presencia constante en el escenario del movimiento social como una elección existencial. No se trata solamente de un ejercicio de pasar del espacio alternativo a la calle como consigna de composición coreográfica. No es una mudanza espacial destinada a cambiar el lugar que se cita en el programa de mano o a alimentar el currículo. Existe una danza que se desplaza hacia los otros, y con ellos camina. El cambio de espacio corresponde, entonces, a un desplazamiento afectivo, ético y político, pues el desplazamiento espacial corresponde al cambio del lugar desde donde se enuncia, y del lugar social que se decide ocupar. Ello implica observarse desde otro lugar, el de las relaciones históricas que posibilitan la transformación de los sujetos. Es un proceso de conciencia de clase desde la danza.
Entre las tareas asumidas a partir de Ayotzinapa está reivindicar que la danza no sólo se remite a la estética de los cuerpos en espacios de presentación a los que sólo algunos tienen acceso, sino que puede transformarse en un dispositivo de acción ética y política capaz de producir discursos y posicionamientos tan válidos como el discurso político tradicional, y que en la formulación como praxis estética los cuerpos pueden asumir las apuestas colectivas no únicamente en la creación dancística, sino en un compromiso que se amplíe y atraviese la existencia.
En la lucha hay muchos caminos, hay muchas formas de hacer la revolución , decía Nacho del Valle en un foro de solidaridad con los compañeros normalistas. La danza está construyendo su propia forma, sus modos específicos de participar en la lucha respondiendo a su manera a las acciones del Estado, a las injusticias del sistema, e intentar no replicar las respuestas tradicionales del territorio dancístico.
Cierto es que seguimos aprendiendo de las preguntas que nos ha lanzado Ayotzinapa. Hemos aprendido a mirar nuestros cuerpos y nuestras prácticas desde otra perspectiva, a desplazarnos. Hemos constatado que los cuerpos de la danza no estamos obligados, ni dispuestos, a asumir los mandatos, representaciones, propósitos o atribuciones que otros han producido. Cierto es también que a Ayotzinapa no se le nombra en pasado sino desde el presente progresivo que nos sigue enseñando, interpelando. Aquí continúan, pues, nuestros cuerpos y nuestra danza dispuestos.
A manera de colofón, las siguientes notas dispersas desde la calle tomada.
A propósito de Marcusse, Híjar y la 46 acción global por Ayotzinapa
Bailamos marchando, y aquí estamos. Aquí los rostros de los normalistas, aquí los pasos y aquí El derecho de vivir en paz de Víctor Jara desde las voces de los compañeros de la Brigada de Acción Mitotera mientras avanzamos. Aquí es donde las letras en las páginas de los libros toman significado. Mientras avanzamos son los cuerpos lo que las enviste de poder. Es la carne lo que las vitaliza, son los cuerpos donde se comprueban las palabras y las teorías. ¿Qué alcance tiene el eros que late en los cuerpos que les irrita a los señores de la muerte que saquean este país? ¿Cuántas formas diversas de escribir la memoria elabora la carne?
¿Quiénes tienen derecho a las experiencias del eros o de la belleza? ¿En qué formas diversas se constata el derecho a la experiencia del arte o la belleza en la lucha? Aquí todos danzamos y cantamos aunque no acudamos a una escuela o a un teatro que nos muestre cómo hacerlo. ¿Quién o qué define —en qué dispositivos— el reparto de lo sensible y de las voces enunciativas? Aquí no hay partitura, trigrama o boceto que delinee el sentido de la música o la danza. La Brigada Mitotera y el recuerdo de un texto del maestro Alberto Híjar acompañan nuestro avance denso en los 29 grados centígrados sobre Paseo de la Reforma.
¿Vale decir que la expresión del nosotrxs en la certeza de la calle estalla en breves acontecimientos que articulan actos de amor, ternura o arte demandando justicia? Justicia… después de gritarla tantas veces, cada vez significa algo distinto.
¿Qué formas diversas podemos seguir produciendo para no olvidar a esos 43, a esos miles de cuerpos desaparecidos, a esas muchas hermanas asesinadas?
Nuestros cuerpos gritan. Construyen y se construyen al ponerse a disposición. Que la transformación fluya, se replique y se multiplique y esté atravesada por una intención histórica, social y práctica. Que las diversas formas de poesía y sus voces se tornen poiesis y después, praxis.
La alegría es también revolucionaria. El deseo, nuestros cuerpos y nuestros sueños —y el sueño— son milagro y nos pertenecen. Nuestros rituales para ahuyentarlos o descifrarlos, también.
Danzando se acompaña a Ayotzinapa y se acompaña a los profes, danzando se exige la libertad de los presos y la autonomía de los pueblos, que no se nos olvide que danzando también se llega a Chiapas, a Cherán, a Oaxaca o a Atenco.
Los cuerpos tienen derecho a la sonrisa. Tenemos derecho al mundo, a la vida digna y a la justicia.
¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!
¡Fue el Estado!
¡Ayotzi vive, la lucha sigue!
Semblanza de la autora
Rebeca Mundo Peralta. Bailarina, coreógrafa, maestra e investigadora del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de la Danza José Limón. Maestra en Investigación de la Danza por la misma institución. Licenciada en Educación Dancística con especialidad en Danza Contemporánea por la Escuela Nacional de Danza Nellie y Gloria Campobello del INBA, en Psicología Social por la Universidad Autónoma Metropolitana y en Coreografía por la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea. Desde 2003 dirige EL MILAGRO, danza-resistencia para la que ha montado más de veinte coreografías para espacios escénicos tanto tradicionales como alternativos y en resistencia. Actualmente estudia el doctorado en Artes Visuales, Escénicas e Interdisciplina en el INBAL.
Recibido: 21 de septiembre de 2018.
Aceptado: 22 de octubre de 2018.
Palabras clave
Ayotzinapa, danza-resistencia, movilización, protesta,
solidaridad.
Keywords
Ayotzinapa, resist-dance, mobilization, protest,
solidarity.
[1] Raúl Zibechi, Genealogía de la revuelta, México, Publicaciones Espejo, Frente Zapatista de Liberación Nacional, 2004, p. 181.
[2] “La acción directa es una expresión de la acción colectiva, caracterizada por una forma política de activismo que va desde acciones individuales o en masa, de carácter pacífico o radicalizado, contra la violencia ejercida por el Estado, el capitalismo o la clase dirigente. Se trata, pues, de un método y una táctica de confrontación muchas veces con carácter antagónico. Estas acciones varían según el grupo o movimiento que las practique, y pueden consistir en movilizaciones, instalación de barricadas, huelgas, paro cívico, retención de funcionarios, toma de instalaciones, cierre de carreteras, pintas urbanas, ocupación de edificios, ataque o destrucción de símbolos o negocios corporativos capitalistas, movilización nacional, acciones de sabotaje, hackeo, autodefensa, combate callejero contra la fuerza pública, entre muchas”. Damián Camacho, México encabronado. Métodos, tácticas y estrategias del pueblo en la contradicción , México, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, 2015, p. 115.
[3] “Hasta tal punto es verdad que no se puede vivir ni actuar fuera de toda alianza. Quien piense que esto es posible, debe recordar lo ocurrido recientemente a ciertos movimientos sociales que han perseguido exclusivamente la transgresión, la ruptura, la insolidaridad; el resultado ha sido la desorientación de tales movimientos, la dispersión de las ideas, la disgregación de las personas”. Sergei Moscovici, Psicología de las minorías activas, España, Morata, 1996, p. 281.
[4] “En la calle podemos identificar dos niveles de construcción social: a) el individual basado en representaciones, siempre sociales a la forma de Moscovici, y b) el colectivo, que se construye cuando las interpretaciones individuales logran encontrarse para confluir hacia el imaginario colectivo que integra las diferentes construcciones individuales”. Daniel Hiernaux, “Los centros históricos: ¿espacios posmodernos? (de choques de imaginarios y otros conflictos)”, en Lugares e imaginarios en la metrópoli, Barcelona, Anthropos, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2007, p. 30.
[5] Raúl Zibechi, Autonomías y emancipaciones. América Latina en movimiento, Perú, Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales, Unidad de Posgrado, UNMSM, 2007, p. 198.
[6] Raúl Zibechi, Genealogía de la revuelta..., op. cit., p. 246.
[7] “En la calle podemos identificar dos niveles de construcción social: a) el individual basado en representaciones, siempre sociales a la forma de Moscovici. b) el colectivo, que se construye cuando las interpretaciones individuales logran encontrarse para confluir hacia el imaginario colectivo que integra las diferentes construcciones individuales”. Daniel Hiernaux, “Los centros históricos: ¿espacios posmodernos? (de choques de imaginarios y otros conflictos)”, en Lugares e imaginarios en la metrópoli, Barcelona, Anthropos, Universaidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2007, p. 30.