NÚMERO
41



ENERO
JUNIO
2018

TEXTOS Y CONTEXTOS

Los prados asfódelos. Iconografía vegetal en la obra de Marina Núñez

The Asphodel Meadows. Vegetal Iconography in the Work of Marina Núñez

Resumen

Este ensayo analiza el uso de iconografía vegetal en el diseño de identidades no canónicas de la artista española Marina Núñez tomando como punto de partida el mito grecorromano de los prados asfódelos, una región del Hades en la que vagaban los muertos sin recuerdos. Núñez cuestiona la identidad monolítica moderna retomando metáforas asociadas tradicionalmente con las plantas: fusiones de carne y planta como memento mori que evocan las vanitas barrocas; mantos vegetales sobre ruinas, que cubren y borran la memoria cultural. Desde 2003 la angustia frente a la muerte como punto final, sin desaparecer de su obra, empieza a matizarse con otras opciones de disolución, en las que palpita la vida pero con otro tipo de conciencia.


Abstract

This essay analyzes the use of vegetal iconography in order to design non-canonical identities, in the work of Spanish artist Marina Núñez. The Asphodel Meadows frame this analysis, that region in classical Hades where the dead wander about with no memories. Núñez questions monolithic modern identity by using some of the traditional metaphors associated with plants: fusions of plant and flesh as Baroque memento mori; vegetation spreading over ruins, erasing cultural memory. Since 2003, the anxiety of death as the end of the line has been nuanced with the notion of other kinds of dissolution, where life still throbs but with a different kind of consciousness.



Ángela Sánchez de Vera / docente y académicA
angelasanchezdvera@gmail.com


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Admiro la obra de Marina Núñez (Palencia, España, 1966) desde que era estudiante de arte, pero seguramente no me hubiera preguntado por el papel que juega la iconografía vegetal en el diseño de sus criaturas si no me hubiera ido encontrando, en los lugares más insospechados, con ecos de esos mismos juegos. Una de esas lentas tomas de conciencia, por poner un ejemplo, empezó a gestarse en casa del diseñador belga Filiep Tacq, a donde me había acercado para entrevistarlo como editor de publicaciones de arte contemporáneo. Amablemente, me enseñó durante horas los libros y proyectos que había diseñado, pero con tanto material apenas hablamos del libro que estaba trabajando en ese momento, el catálogo Chronotopes & Dioramas de Dominique Gonzalez-Foerster. No volví a pensar en ese proyecto hasta que me encontré con esa misma publicación años más tarde, y en recuerdo de aquel día me la llevé a casa: mientras la hojeaba con calma pude leer que uno de los puntos de partida del proyecto era la novela Hello America (1981) de J. G. Ballard, uno de mis escritores favoritos a la hora de mezclar la carne con lo vegetal desde el bosque cristalizado de El mundo de cristal (1966), hasta la bella mutante del relato Prima Belladonna (1956), contenido en Vermilion Sands (1971). Con esta referencia pude matizar la lectura de los tres ecosistemas presentados por Dominique Gonzalez-Foerster en The Hispanic Society of America, tras cuyos cristales se pudre una cuidada selección bibliográfica. Quizás esos ambientes solitarios, aparentemente abandonados por el ser humano, aún no estén completamente deshumanizados. Sólo queda basura en forma de libros, pero esos objetos no son parte del paisaje sino de nuestro cuerpo. Esos libros desechados son prótesis orgánicas de la memoria, manufacturadas con elementos de origen vegetal (papel, cartón, hilo, cola), que como el resto del cuerpo, enferman y mueren. Las plantas no son los únicos elementos vivos de esos dioramas, sino los que han resistido esa degradación, absorbiendo poco a poco la presencia humana, que como una osamenta, aún es visible.


Marina Núñez, sin título (ciencia ficción), 2010, infografía sobre tela.

 

El título de este ensayo cita uno de los mitos grecorromanos que expresan inquietud ante la disolución de la identidad: los prados asfódelos, que hacen referencia a una de las regiones del Hades, descrita como una gran llanura alfombrada de flores amarillas, el alimento de los muertos. Se trataba de un simple lugar de paso, en donde los difuntos debían esperar si no traían un óbolo para cruzar la laguna Estigia, y a donde regresaban si los jueces dictaminaban que su vida había sido mediocre. Cuando la sed vencía a las sombras que habitaban esas praderas, bebían del río Leteo, y al hacerlo olvidaban completamente quiénes eran. Algunos dicen que ese olvido era necesario para empezar una nueva vida, pero generalmente esta situación era vista como un castigo: se temía perder los recuerdos, la memoria, y con ellas, la identidad.

Cuando la ciencia ficción cuestiona la identidad monolítica del sujeto moderno, heredada de aquella cultura mediterránea y modelada lentamente a lo largo de siglos, está removiendo esos mismos temores. Al escoger este mito de partida estoy presentando mis respetos a la historiadora Pilar Pedraza, quien ha rastreado la pervivencia de viejos mitos en las representaciones modernas, analizando los matices que se van perdiendo y los que se ganan con cada nueva representación. Me gustaría, por lo tanto, dejar de fondo la imagen de este paisaje mítico, y apoyarme brevemente en la escritura de Paulette Jonguitud y en las teorías de Katherine Hayles para revisar el modo en que Marina Núñez cuestiona la noción esencialista de identidad, retomando y revitalizando iconografías y metáforas vegetales.


Diseño teratológico

La imagen, de una nitidez hiriente, nos muestra a una mujer acurrucada, desnuda, cubierta de árboles. La luz clínica que la baña, algo grisácea, nos permite ver que se ha producido un cambio de escala: la mujer tiene un tamaño excesivo, es una giganta acostada sobre un campo agostado. Es posible que su simple presencia queme la vegetación, porque los únicos árboles que crecen son las encinas que brotan de su cadera y torso, arrugando su piel como si las raíces chuparan la carne con ansia. Esta imagen, que forma parte de una serie de tres infografías identificadas lacónicamente como sin título (ciencia ficción), 2010, sólo es una muestra del tipo de monstruos que nos vamos a encontrar cuando revisemos la obra de Marina Núñez.

Como ella misma explica en varias entrevistas, ha dedicado su obra a la “representación de cuerpos e identidades no canónicas”.[1] No las busca en la calle sino que las extrae de su mente, las diseña como un entomólogo vivisecciona insectos, pendiente obsesivamente de cada detalle, alcanzando tal grado de abstracción que a menudo me pregunto si no las diseñará en un laboratorio esterilizado. Más que inquietar, esos monstruos arañan nuestras tripas cuando nos cruzamos con su mirada. Pero estas construcciones no están diseñadas para revolvernos el cuerpo, sino que exigen una lectura micropolítica, en el sentido foucaultiano de proporcionarnos una conciencia que nos permita manejar pequeñas resistencias en nuestra vida cotidiana. Núñez comenzó analizando críticamente los modelos hegemónicos de subjetividad impuestos sobre la mujer para dar testimonio de cómo lo monstruoso no es más que un cambio de escala: todos tenemos pequeños detalles extraños, tanto corporales como psíquicos, que no crean problemas siempre que estén contenidos. El monstruo, el diferente, simplemente no puede controlar alguna de esas anomalías, lo que lo convierte bajo la mirada popular en un chivo expiatorio, alguien en quien se ha encarnado el mal. Al destruirlo o aislarlo, la sociedad encuentra un alivio espurio que no erradica los males que la acosan, mucho más difusos y difíciles de definir.[2]


Marina Núñez, La selva (detalle), 2004, acrílico y pintura fluorescente sobre lienzo.


El cuerpo puede traicionarnos con deformidades y enfermedades, pero la artista se pregunta por qué hay cuerpos más monstruosos que otros: la mujer, la enferma, la vieja, la extranjera, y todo aquel que se sale una categoría asignada. La sociedad impone normas basadas en las costumbres que nos indican cómo debemos comportarnos según nuestro cuerpo. Pero las imágenes de Marina Núñez recuerdan que esa construcción social no es más que un mecanismo de control: los humanos no nacemos con una identidad fija, sino que ésta se va modelando con las interacciones cotidianas. La identidad es cultural, procesual, y no termina nunca de formarse: no es esencial, sino performativa. No podemos evitar que nuestra subjetividad se forme miméticamente: necesitamos modelos de referencia. De modo que, tras analizar críticamente el abanico que nos ofrecen, Núñez comenzó a diseñar una nueva gama de identidades ejemplares, para que no sean “tan pocas, ni tan mezquinas”.[3]

A principios de la década de 1990 empezó a construir monstruos centrándose en el cuerpo de las mujeres (paradigma de lo otro en la tradición occidental), interviniendo iconografía de la historia del arte, y agradeciendo al feminismo de la década de 1970 que le abriera los ojos a un tipo de lectura no neutral ni universal, sino mediada por intereses de poder, en este caso patriarcales.[4] De ese modo empezó dibujando locas, monstruas, y subrayó aún más su otredad incluyendo muertas. Finalmente, el ciborg absorbió su interés, pues pone en evidencia su naturaleza artificial y construida desde el principio, y es capaz de fundirse con todo tipo de elementos e ir más allá de las barreras de género.

Por otro lado, y eso es algo que se puede ver claramente en su técnica, Marina Núñez estudia la extrañeza desde una óptica tremendamente tradicional. Empezó pintando y dibujando en la tradición académica, para después evolucionar naturalmente hacia el diseño digital y el uso de nuevas tecnologías audiovisuales para fundir sus obras con el espacio expositivo. Aun así, cada imagen sigue siendo el retrato barroco de un monstruo. Incluso los videos son pinturas animadas durante uno, dos minutos, para que veamos cómo brota lo inconcebible. Barrocas, por el uso limitado de elementos que potencian lo poco que vemos: apenas un cuerpo de nitidez fotográfica, en una gama de color restringida a grisallas, carne o rojo, sobre un fondo neutro, generalmente negro. Esas imágenes silenciosas y minerales están bañadas por una luz muy potente, que muestra y oculta de forma tajante. Borrar el contexto en que presenta cada monstruo le permite fundir la pieza con la sala de exposición. Este diálogo con el lugar se ha ido haciendo más y más importante, hasta el punto de que sus obras se agrupan como instalaciones sencillas de proyecciones de luz. Su iconografía es, por lo tanto, paradójica: conservadora, controlada, seca y cada vez más inmaterial. Núñez tiene una gran capacidad para sintetizar y categorizar la representación de sus monstruos, hace fotografías nítidas de algo que no puede existir, utilizando con maestría las cualidades hegemónicas de la sociedad que critica.




Marina Núñez, sin título (siniestro), 1992, óleo sobre fotografía.

 

La artista emplea tres categorías de cuerpos en su obra: desnudos de amigos, sobre todo mujeres delgadas, entre las que predomina su hermana Carmen. Un segundo grupo de prototipos genéricos asociados a los programas de diseño (asimilables también a los modelos de madera académicos), sin rostro ni pelo, y un tercer grupo que incluye estructuras y fragmentos corporales con vida propia, entre los que destacan los ojos. Mientras que el segundo tipo tiende a deteriorarse como una ruina industrial, el primer y tercer grupos son líquidos y porosos. Estas tres categorías anatómicas son la base para fundir el cuerpo humano con lo mineral, lo vegetal, lo tecnológico, lo cósmico y otros flujos de energía (curiosamente, no he encontrado fusiones con otros animales, ni siquiera insectos). Entre todas esas fusiones, me centraré en el binomio humano-vegetal, un tipo de unión poco frecuente en su iconografía.


Identidades vegetales

Marina Núñez ensaya las primeras fusiones entre carne y vegetal al comienzo de su carrera: flores que brotan de unos labios besados en sin título (siniestro), 1992.

En ese primer momento, se apropia y recombina rostros femeninos de la historia del arte, así como flores y frutas procedentes de bodegones clásicos. Al fundir carne y planta, adjetiva a esas mujeres como un elemento decorativo más entre lo bello putrefacto: lo más atractivo de la vida se enlaza con la conciencia de que pronto morirá sin dejar más que un rescoldo amargo, en el sentido tradicional de las vanitas. Lo vegetal es un memento mori, en esos ejercicios de lo siniestro doméstico, entre los que se desliza algún destello de lo que está por venir, como el racimo de uvas-ojo del cuadro sin título (siniestro), 1993. 

Después de este breve uso en la línea tradicional de las vanitas, la iconografía vegetal desaparece durante años y regresa en 2003 de manera más sofisticada. En aquellos primeros cuadros, la identidad se veía amenazada al enfrentarse a la materialidad del cuerpo y su temporalidad. Esta angustia no se abandona, pero la certeza de la muerte como punto final va siendo sustituida por otras opciones de disolución, en las que sigue palpitando la vida pero con otro tipo de conciencia. A partir de ahora, y sin seguir un orden cronológico, Marina Núñez ensaya, vuelve atrás y reformula varias propuestas de disgregación.




Marina Núñez, sin título (siniestro), 1993, óleo sobre mantel de lino.

 


1. El lugar donde se unen la carne y la planta

Un temor bastante razonable es el miedo a perder la forma. La alteración del color o la pérdida de la tersura de la piel, la aparición de un bulto o la variación de la simetría suelen indicar que algo nos infecta desde fuera o nos devora por dentro. Pero ¿en qué momento se puede decir que la enfermedad está tocando una zona clave?, ¿cuánto de nuestro cuerpo define nuestra identidad?, ¿qué órganos tienen que modificarse para que se produzca el punto de no retorno que cambiará nuestro carácter? Cuando Núñez vuelve a mezclar la carne con las plantas, lo hace teniendo en cuenta la localización de la infección.

En la trilogía de 2010 que cité anteriormente, las gigantas reposan mientras una docena de árboles áridos se comen su carne, aflojando el pellejo en pliegues y terrazas. Pero ellas no dan muestras de sentir dolor. No sólo no se sienten amenazadas, sino que nos miran desafiantes. Esas fusiones se dan en la periferia del cuerpo sin que parezca afectarlas, de igual modo que en el cuadro sin título (ciencia ficción) de 2003 la mujer que acomoda la planta de interior deja el horror para quien la mira —ella no es consciente del cambio. Ese no querer ver, en el que no se pierde la percepción ni la memoria, sino que se falsea como un mecanismo de defensa, ha sido descrito magistralmente por Paulette Jonguitud (Ciudad de México, 1978) en su breve novela Moho (2010). En ella, una mujer de mediana edad descubre, el día anterior a la boda de su hija, una mancha verde cerca de la ingle, un moho similar al que crece en las baldosas del baño, que va cubriéndola mientras pasea sola por la casa vacía rememorando sucesos familiares que no terminan de ajustarse a las diferentes versiones que da de los hechos. El moho termina absorbiendo un cuerpo previamente carcomido por los remordimientos, por pensamientos tan enrevesados como lianas.



Marina Núñez, sin título (ciencia ficción), 2003, óleo sobre lienzo.


La invasión silenciosa desde la periferia del cuerpo no parece amenazar la identidad hasta que se acerca a la cabeza. La artista tiene fijación por centrar en la cabeza, y en concreto en el rostro, sus deformaciones, ataques y fusiones. A menudo borra las caras con enfermedades, células o configuraciones cósmicas que remiten tanto a lo macro como a lo micro. Si bien en el video Conexión, de 2006, en el que unas cerezas o semillas son absorbidas por el rostro de una mujer, nos encontramos con la misma mirada desafiante o despreocupada, en las nueve variaciones tituladas Seísmos, 2016, presenta otras tantas caras ajardinadas que han perdido cualquier atisbo de singularidad, y cuya constante fluidez ha sido detenida, temporalmente quizá, por las raíces de los árboles que sujetan sus protuberancias.



Marina Núñez, Conexión, 2006, video.


Tras tantear la periferia del cuerpo y la cabeza-rostro, Núñez da un paso más disgregando la anatomía humana en fragmentos sueltos pero autónomos. Cada uno de esos pequeños trozos palpitantes parece tener conciencia (al reaccionar ante los estímulos), presentándose como los últimos reductos de la identidad. Quizás el fragmento que mejor lo ejemplifique sea el ojo, un elemento obsesivamente recurrente en la obra de Núñez: ese ojo cárnico, una bola viscosa que gravita como un pecho, es una de las unidades mínimas preferidas para personificar las metamorfosis; un ojo que mira y nos obliga a suponer que hay una conciencia o un sistema de procesamiento que lo guía en sus movimientos erráticos.



Marina Núñez, Seísmos, 2016, impresión digital.

 


De este modo, el ojo es una frontera entre el pensamiento introspectivo y los estímulos externos, una barrera que separa lo de dentro de lo de fuera, y al mismo tiempo puede conectarlos en diálogo. Finalmente, el ojo es una unidad mínima que puede unirse a otros muchos ojos, creando sistemas complejos como colmenas.

Intentaré describir una de sus representaciones: El fuego de la visión, 2015,es un conjunto de nueve videos, nueve variaciones sobre el mismo tema: gracias a una abertura estelar vemos un ojo que parpadea sobresaltado, como si acabara de despertarse. Todos los ojos de la serie son azules, quizá porque pertenecen a ese prototipo humano genérico e ideal impuesto socialmente (ojo caucásico), o tal vez porque esos ojos están muertos, o pertenecen a un muerto: la opacidad glauca es lo primero que muestra la putrefacción de un cadáver. Aunque esos ojos no son opacos sino nítidos hasta el último detalle del iris, el sobresalto que los despierta y la grisalla del resto del párpado, asimilable a la carne muerta, me inclinan hacia esta última lectura.

 



Marina Núñez, El fuego de la visión, 2015, video.

El ojo se mueve en su otra vida, pero posiblemente sólo sea una marioneta accionada por el humor negro que rompe la membrana de la retina, y fluye. El sonido del video nos proporciona otra capa de sentido, identificando esa ruptura con la apertura del obturador de una cámara. Ese líquido, un alma amorfa como el petróleo, sigue mutando, solidificándose en una bola porosa, no sé bien si de carne o terracota, que adopta formas imprecisas, caras, máscaras y sexos, que se cubren de pelo y raíces. En unos minutos se condensa un proceso milenario de formación de vida, que empieza con la muerte y termina en masas coaguladas, similares a terrones extraídos de una excavación arqueológica, donde las huellas de cualquier forma o conciencia humana se van borrando por la erosión y la cobertura de suave césped. El resultado final es un objeto, pero los objetos no son inertes, sino que oponen resistencia. Y de esa resistencia, como comenta Katherine Hayles, se puede aprender mucho.[5]


2. Bosques conectados por procesos cognitivos no conscientes

Núñez trabaja con otro grupo de referencias vegetales que no se fusionan con el cuerpo humano, sino que se organizan en bosques y arquitecturas. Donde antes había retratos, ahora se introducen cuestiones ambientales. Relacionales, más bien, entre las que se dejan caer preguntas sobre la formación e interacción de sistemas complejos.



Marina Núñez, sin título (ciencia ficción), 2008, infografía en caja de luz.

 

De nuevo, el primer uso metafórico de la iconografía vegetal en este contexto espacializado bebe de la tradición pictórica clásica: la ruina. Marina Núñez puebla sus paisajes distópicos de cuerpos genéricos que son carcomidos por el óxido, y finalmente cubiertos por las plantas. La vegetación, una vez más, cubre y borra la memoria de las identidades culturales abandonadas. En el paisaje de 2008, sin título (ciencia ficción), podemos ver una serie ordenada de probetas en el suelo, depósitos de alguna civilización que produce identidades industrialmente, absorbiendo energía de la naturaleza. Pero lo que se quita a la naturaleza acabavolviendo a ella, y en Oasis (2012), el aire corre entre el follaje, hojas quizá de laurel o eucalipto, en el interior de lo que finalmente se descubre como la torre antropomorfa de una ciudad abandonada.


Marina Núñez, Oasis, 2012, video.



Los bosques de Núñez son muy abstractos. Empezaron siendo oscuros, nocturnos, invernales, sin hojas. Toda la vegetación, generada con programas de animación 3D, parece seca: chaparrales, espinos, monte bajo mediterráneo. Se trata de una vegetación inhóspita, poco acogedora, que hiere la carne humana. Pero es justamente en esos bosques donde empezamos a adivinar una conciencia que conecta las plantas, sin que sepamos de dónde viene. El aire atraviesa un bosque abonado de cadáveres (La selva, 2004), pisamos esferas conectadas mediante raíces en las baldosas instaladas en el museo de arqueología de Zamora (sin título (ciencia ficción), 2002), hasta que finalmente, en el video Huida (2006) se proyecta claramente la conciencia humana sobre lo inanimado. Una mujer roja huye por un bosque nocturno: de sí misma, acabamos comprendiendo. Los árboles están horadados para proyectar flujos de luz, pero ese elemento persecutorio está alimentado por la paranoia de la mujer. Es su percepción la que activa la luz, planteando un diálogo entre la conciencia tradicional y sus temores a través de una red vegetal interconectada.


Marina Núñez, La selva (detalle), 2004, acrílico y pintura fluorescente sobre lienzo.



La profesora N. Katherine Hayles nos recuerda que en la década de 1990 los biólogos empezaron a estudiar los procesos cognitivos de las plantas: no tienen cerebro, no pueden pensar tal y como lo hacemos los humanos, pero sí pueden ejecutar procesos complejos.[6] Hayles define ese tipo de operatividad con el nombre de cognición no consciente, y no lo circunscribe a la biología, sino que lo estudia especialmente en la tecnología y en la lógica computacional, considerando que este nuevo tipo de cognición es un reto para la identidad humana, centrada tradicionalmenteen la conciencia. En sus dos últimos libros, How We Think: Digital Media and Contemporary Technogenesis (2012) y Unthought: The Power of the Cognitive Nonconscious (2017), analiza este tipo de cognición, y examina su repercusión en las humanidades.



Marina Núñez, sin título (ciencia ficción), 2002, infografía sobre suelo de PVC.

 

Hayles afirma que la cognición no consciente se encuentra en nuestro propio cuerpo: agrupa los procesos neuronales que operan por debajo del nivel de la consciencia, a los que no tenemos acceso aunque sean vitales para el pensamiento consciente: los automatismos que regulan el organismo, la recolección de datos externos y su filtro, que impide que la conciencia se sobrecargue. La conciencia es la gran ordenadora, la que da sentido a ese flujo, inventando y suturando discontinuidades si hace falta. Ese falseamiento inconsciente de la percepción hace que la conciencia sea una máquina de generar prejuicios y presuposiciones: la realidad no es como nos dice que es, ella simplemente nos ofrece una solución operativa. Un dato interesante derivado de este estudio es la certeza de que no pensamos sólo con nuestro cerebro, sino con todo nuestro cuerpo (últimamente se está hablando de los intestinos como de un segundo cerebro, gracias a las bacterias que tenemos alojadas como un miembro más de nuestro cuerpo): somos un órgano de percepción que reúne datos a nivel no consciente de forma constante, en diálogo con nuestro entorno.[7]

Pero esa cognición no se da sólo en el interior del cuerpo humano, sino en cualquier elemento simple capaz de conectarse con otro en una red. Partiendo del ejemplo de un termitero, analiza el modo en que unidades simples pueden llegar a desarrollar operaciones complejas de las que no son conscientes. De ese modo, la conciencia estaría atrapada entre los procesos cognitivos internos del cuerpo, y los que crea la interacción de ese mismo cuerpo en sociedad y con el ecosistema. Esos sistemas complejos, generados por procesos cognitivos sencillos, son lo que permiten a las plantas, sin necesidad de cerebro, comunicarse químicamente, influir en el clima o defenderse de los depredadores.



Marina Núñez, Huida, 2006, video.

 

Hayles sostiene que ese tipo de cognición aparece también en la tecnología que creamos, ya que al fin y al cabo no es más que una prótesis humana: cuando la conectamos a Internet empieza a organizarse en un sistema mayor, cada vez más complejo, que opera con una lógica que aún no comprendemos bien.[8]

Los monstruos de Marina Núñez se acercan cada vez más a este tipo de cognición no consciente. Esos monstruos, inicialmente antropocéntricos, empezaron a ser planteados desde la definición moderna de identidad, basada en la conciencia. En las vanitas, las ruinas y los ensayos fronterizos entre carne y vegetal, las plantas aparecen relacionadas con el olvido, y son utilizadas para cubrir y borrar la memoria. En sus últimas imágenes, la presencia de las plantas ayuda a definir otro tipo de conciencia, aquella que surge espontáneamente en los sistemas conectados. Ésta no sólo plantea la necesidad de otro tipo de identidad, sino la posibilidad de establecer conexiones reales con todo lo que nos rodea. Los prados asfódelos eran considerados el único sitio del Hades en que se podía hablar con los muertos. Las humildes asfódelos de los campos griegos, hundiendo sus raíces bajo tierra, eran los únicos caminos que permitían comunicarse con las sombras. Si es cierto que las plantas son vías de conexión, solo quedaría empezar a aprender su lenguaje.



Referencias bibliográficas

BALLARD, J. G., Hello America, Nueva York, Liveright, 2013.

__________, El mundo de cristal, Barcelona, RBA, 2000.

__________, Vermilion Sands, Nueva York, Carroll & Graf Publishers, 1988.

GONZALEZ-FOERSTER, Dominique y Lynne Cooke, Chronotopes & Dioramas, Nueva York, Dia Art Foundation, 2010.

HAYLES, Katherine, How We Think: Digital Media and Contemporary Technogenesis, Chicago, The University of Chicago Press, 2012.

__________, Unthought: The Power Of The Cognitive Nonconscious, Chicago, The University of Chicago Press, 2017.

JONGUITUD, Paulette, Moho, México, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010.



Páginas web


Consulta: 13 de julio, 2017.
<http://www.marinanunez.net/>. 




Semblanza de la autora
Ángela Sánchez de Vera. Madrid, 1977. Doctora en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia. Ha impartido clases en la licenciatura de Bellas Artes de la Universidad Politécnica de Valencia, en el Posgrado en Artes y Diseño FAD-UNAM y actualmente es profesora titular de tiempo completo en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Ha publicado dosmonografías, La puesta en escena del libro (2009) y Un jardín de invierno (2008), artículos y ponencias sobre la obra de Shelley Jackson, Eugenia Parry, Edward Gorey, Rodney Graham, Ulrike Ottinger y Peter Greenaway.





Recibido: 17 de julio de 2017.
Aceptado: 24 de octubre de 2017.

Palabras clave
Marina Núñez, diseño teratológico, iconografía vegetal, Paulette Jonguitud, Katherine Hayles.

Keywords
Marina Núñez, teratological design, vegetal iconography, Paulette Jonguitud, Katherine Hayles.

[1] Marina Núñez, Más de Marina de Es Baluard, 29 de enero de 2016, <https://vimeo.com/153470773>. Consulta: 13 de julio, 2017.

[2]  Marina Núñez, Metrópolis, 14 de diciembre de 2005, <http://www.rtve.es/alacarta
/videos/metropolis/metropolis-marina-nunez/208432/>. Consulta: 13 de julio, 2017.

[3] Marina Núñez, Más de Marina de Es Baluard, op. cit.

[4] Marina Núñez, Metrópolis, op. cit.

[5]  N. Katherine Hayles Interview with Todd Gannon, 11 de diciembre de 2015, <https://www.youtube.com/watch?v=sTjzTgRsOYU>. Consulta: 13 de julio, 2017.

[6]  Katherine Hayles, Unthought: The Power Of The Cognitive Nonconscious, Chicago, The University of Chicago Press, 2017.

[7] Idem.

[8] Katherine Hayles, How We Think: Digital Media and Contemporary Technogenesis, Chicago, The University of Chicago Press, 2012.