NÚMERO
37



ENERO
JUNIO
2016

TEXTOS Y CONTEXTOS

Mujer asesinada... tanto qué comentar sobre una imagen de violencia

Murdered woman… so much to say about a picture of violence

Resumen

El propósito de este artículo es analizar una imagen publicada en 2010 en el desaparecido portal de nota roja Culiacanam.com. Llevaba por título Mujer asesinada en la colonia Estela Ortiz_3, y era parte de una secuencia fotográfica que pretendía contar la historia de un asesinato. Pese a no posicionarse entre la más visitadas del sitio web, dicha imagen contenía una serie de elementos que se encontraban de manera aislada en otras fotografías sobre violencia, y que parecían remitir a rasgos específicos de la cultura local como al escenario concreto del narcotráfico. Así, a contracorriente de lo planteado por Roland Barthes en torno al escaso valor de “la fotografía traumática”, se propone una lectura de las posibles connotaciones de esta “foto-impacto”.


Abstract

The purpose of this article is to analyze an image of violence. The image we´re interested in discussing was published in 2010 in the since-defunct sensationalist website Culiacanam.com. It was titled Murdered Woman in the Estela Ortiz_3 Neighborhood, and was part of a photographic sequence that pretended to tell the story of a murder. Despite not being among the most visited pages of the website, this image had a series of elements that also could be found in isolation among other photographs of violence, which seemed to refer to specific features of the local culture as well as the particular drug traffic scene. Thus, countering Roland Barthes’ affirmation about the little value of the “traumatic photograph”, this article proposes a reading of the possible connotations of this “shocking-photo”.

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LILIANA PLASCENCIA / HISTORIADORA
lplascencia@colmex.mx


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En septiembre de 2010 el periódico virtual Culiacanam.com[1] publicó una imagen que se titulaba Mujer asesinada en la colonia Estela Ortiz_3.[2] Formaba parte de una secuencia fotográfica que pretendía contar la historia de un homicidio. Dicha imagen, sin pie de foto, mostraba a una mujer joven que yacía a orillas de la calle, frente a un pequeño altar de color rosa. La occisa, que vestía short de colores, blusa negra estampada y sandalias blancas, no estaba sola, pues a escasos metros, contenido por una cinta perimetral, le hacía compañía un impasible grupo de curiosos.

Cabe advertir que Mujer asesinada… no era una fotografía sangrienta, ni figuraba en el top ten de las más visitadas del sitio. Con apenas 1 882 entradas, se encontraba a una diferencia abismal de las 28 104 visitas de Incendio en la tienda Coppel de Culiacán, imagen de la tragedia en que seis empleadas del establecimiento departamental murieron calcinadas, y que se posicionaba en el primer lugar de la lista. O, de las 19 672 visitas de la foto Mujeres asesinadas en el Quemadito y de las 17 613 de la publicidad Eróticas nuevas,las cuales ocupaban el segundo y tercer lugar, respectivamente. Incluso, dicha fotografía estaba a un amplio margen de distancia de la toma Erotika’z, que con 10 715 entradas se colocaba en el décimo lugar.  Por otra parte, Mujer asesinada… tampoco era la imagen más visitada de la serie fotográfica a la que pertenecía. Según sabemos, la superaban con 2 036 y 1 976 entradas dos fotografías más: una donde se mostraba el cuello ensangrentado de la occisa y otra, en la que el cuerpo inerte era observado por un grupo de hombres.

Así, pues, en un portal en el que las imágenes más apreciadas no eran exclusivamente las de violencia protagonizada por mujeres, sino también las de desnudos femeninos, Mujer asesinada… no parecía despertar el interés de los lectores. Si dicha foto no contaba con una significativa recepción del público, ¿para qué estudiarla? Es una imagen muy sugerente: contiene varios elementos que de forma aislada asoman en otras fotografías del sitio. Por ejemplo, los mirones, un altar, una fuerte seña de identidad y una importante lección sobre el espacio. De manera que, contrario a lo planteado por Roland Barthes en torno a la “fotografía traumática”, se puede asegurar que en esta “foto-impacto” están presentes algunos signos e indicios que —aún cinco años después— remiten a rasgos específicos de la cultura local y de la escena concreta del narcotráfico.[3]

 


Mujer asesinada en la colonia Estela Ortiz_3, Culiacanam.com, septiembre de 2010.

 

El altar

El cuerpo sin vida de la joven yace frente a un pequeño altar. La sencilla construcción tiene una cruz de metal en la parte superior. Más que un altar, es un cenotafio, una tumba vacía, un recordatorio de la muerte.[4] Según el diccionario de la Real Academia Española, cenotafio es “un monumento funerario en el cual no está el cadáver del personaje a quien se dedica”.[5] Ahora bien, conviene mencionar que en 2010 este tipo de construcciones formaban parte del paisaje urbano de Culiacán. Por tanto, el altar de Mujer asesinada… no debe verse como un elemento excepcional dentro de la fotografía, sino como síntoma de una ciudad invadida por la violencia.

De acuerdo con estimaciones del cabildo de Culiacán, durante los primeros meses de 2009 se colocaron más de 200 cenotafios en la ciudad. Y todos, al parecer, en memoria de los caídos en la guerra contra el narcotráfico. Incluso, desde el incremento de la violencia en 2008, las cruces y los altares empezaron a asomar en cualquier sitio: “en las afueras de los centros comerciales, sobre las banquetas, en camellones”.[6] Pero también frente casas y escuelas, y en las principales vías de circulación. Por lo demás, esta proliferación de cenotafios originó un debate sobre sus posibles significados. En la opinión de algunos sinaloenses, proyectaban una imagen violenta de la ciudad y, por lo mismo, debían ser retirados de la vía pública antes de que Culiacán se convirtiera en una necrópolis o luciera como un cementerio.[7] Para otros, en cambio, eran una clara manifestación de la cultura del pueblo, y en ese sentido eliminarlos constituía un atentado contra las creencias y el sentimiento religioso.[8]  

Independientemente de que reflejaran una mala imagen de la ciudad o representaran la fe de las personas, lo cierto es que dichos monumentos eran colocados en lugares públicos sin permiso de la autoridad. En un afán por recordar a sus seres queridos, los culiacanenses  erigieron un sinnúmero de construcciones que semejaban casas, capillas y pequeñas fortalezas en el lugar preciso donde aquellos perdieron la vida. E igual que al cementerio, acudían ahí para honrarlos de manera ritual, con veladoras, flores y oraciones; invadiendo así el espacio público. Los altares —esos sepulcros honoríficos que simbolizaban el descanso imaginario de una persona, su doloroso tránsito hacia la muerte—, al tiempo que se apropiaron del paisaje urbano de la ciudad, se convirtieron en memoria pública de la violencia.

Por otra parte, como lugar de respeto, el altar también se vuelve proclive a la profanación. En el caso de Mujer asesinada… el crimen de la joven se revela como una especie de sacrilegio, de perpetuación de la violencia, pues ha sido consumado frente a un espacio sagrado y de ritualidad. Así, la frecuencia con que se repiten las imágenes de personas asesinadas cerca de este tipo de monumentos en Culiacanam.com no sólo confirma que —por su significado— el altar resulta ideal para el exceso y la intimidación, sino también que en los asesinos existe una evidente vocación de sacrilegio, una voluntad de transgredir dichos espacios, extendiendo a ellos el horror.[9]

 

La blusa

Tal como ocurre con el altar, la vestimenta de Mujer asesinada… tampoco es un caso aislado.El peculiar estampado de la blusa de la joven se repite en un sinfín de imágenes de Culiacanam.com, lo que lleva a pensar en un probable signo de identidad. En todo caso, ese pequeño guiño que la caracteriza ante los demás es un icono ampliamente conocido de la cultura sinaloense. Más aún, cabe advertir que el vistoso gesto que la identifica es un rasgo específico de la subcultura “buchona” local.

Al parecer los “buchones” son muy comunes en Culiacán. Son una especie de outsiders cuya conducta desviada es resultado de su interacción con el otro y de su particular forma de ver la vida.[10] Y por lo general, esta forma de ver la vida se vincula con un conjunto de valores, signos y gestos que provienen de la actividad ilícita del narcotráfico. Ello no significa necesariamente que el “buchón” sea un narco, pero sí comparte y reconoce como válidas su ética y estética. Por ejemplo, si desde el punto de vista gubernamental —que es el que crea la producción de sentido dominante y legítimo acerca del  tráfico de drogas y de los traficantes—, un narco es un delincuente, un criminal que vive fuera de la norma; para éstos y sus seguidores —los llamados “buchones” —, ser narcotraficante sólo es una forma de vida, una elección, una segunda naturaleza.[11] Así, el “buchón” que es partidario del estilo y la visión del mundo del narcotraficante, quiere parecer uno vistiéndose y hablando como él, escuchando la misma música…

Como señala Luis Astorga, el poder y las ganancias inmediatas que proporciona el narcotráfico son codiciados y reconocidos por los jóvenes como una forma rápida de ascender socialmente. En la actualidad, joyas, casas, autos de lujo, mujeres, armas, guardaespaldas, Buchanan´s al por mayor y ropa de marca se han convertido en signos exteriores de reconocimiento ante los otros, en emblemas y modelos dignos de imitación.[12] En un lugar como Sinaloa el impacto del narcotráfico ha sido tan grande que ha afectado las formas de ver y de sentir de las nuevas generaciones. De ahí el surgimiento de un grupo social como el de los “buchones”.

Si bien no hay estudios académicos sobre el origen del término “buchón”, se sabe que en un principio dicha expresión era utilizada para referirse a los habitantes de la sierra de Sinaloa; específicamente a aquellos que padecían la enfermedad del bocio. Según parece, el agua de la zona serrana contenía una serie de minerales que provocaba en los pobladores un crecimiento exagerado del cuello —el buchi o buche, como se dice en términos coloquiales. Fue de esta manera que la palabra “buchón” surgió como estigma, una marca física, un signo corporal que exhibía algo malo, en este caso una deformación. Sin embargo la historia no termina ahí. Como dato adicional se debe agregar que la región serrana también era famosa por la producción de goma de opio y mariguana, situación que confirió al término “buchón” un nuevo sentido.[13]

El “buchón” que tenía una singular forma de vestir, de hablar, de comportarse, cuando emigró a la ciudad llevó consigo una ética y una estética que si bien al inicio fueron motivo de escarnio y marginación, con el paso del tiempo se convirtieron en objeto de imitación. En este traslado, lo más lastimoso con lo que el traficante serrano cargó fue su actitud ante la vida, “una forma de cultura donde el culto a la violencia dirigida hacia todos aquellos considerados como impedimento para la realización de sus fines ocupa[ba] un lugar destacado en la jerarquía de sus valores”.[14] Por el aspecto y su forma de comportarse, en la ciudad rápidamente se pensaba que estos individuos no podían ser otra cosa que criminales, narcos o “buchones”.  

De manera que con el “buchón” quedó establecida una especie de arquetipo del mal, reproduciéndose en varios espacios de la sociedad la connotación peyorativa del término. Sin embargo, decir esto sería muy poco, sería ignorar la evolución de la palabra, así como su multiplicación lexicológica. ¿Qué queremos decir con esto? Primero, que en la actualidad la expresión ya no es utilizada exclusivamente para referirse a los traficantes sierreños. También se usa para definir a jóvenes y adultos urbanos que se visten y actúan al estilo del narco. Segundo, si bien el término sigue teniendo connotaciones negativas, sobre todo en sectores que no comparten dichas visiones y valores, de ser estigma se ha convertido en un emblema.[15] Así, lo que para unos sinaloenses es condenable, para otros es un atributo que se aprecia positivamente.

En una ciudad como Culiacán —pero también en el resto del estado—, ser “buchón” es una marca, una señal de distinción frente a los otros, un signo que puede ser bien visto o provocar miedo y respeto. En ese sentido, el narco, el “buchón”, no es percibido sólo como un delincuente, sino como un sujeto audaz, un héroe que se atreve a vivir en el peligro hasta las últimas consecuencias.

Por último, se debe señalar que el término “buchón” se ha multiplicado hasta el cansancio. Hay “buchones”, pero al mismo tiempo hay música, ropa, zapatos, accesorios, camionetas, bares y eventos de “buchones”… En fin, toda una serie de cosas que sirven para describir y hacer alusión al mundo del “buchón”. Al parecer, en Sinaloa “el incremento del número de traficantes y de las ganancias del tráfico de drogas, combinado con un cierto estilo de consumo ostentoso […] conformaron un grupo social con intenciones evidentes de no pasar desapercibido”.[16]

Efectivamente, el “buchón” no pasa inadvertido. Su atuendo, sus alhajas, sus gorras, sus camionetas suntuosas, su música estridente, su prepotencia y su colorido lenguaje —donde  “levantar”, “viejón”, “pariente”, “verga” y “fierro” son las palabras básicas de su léxico—, nos advierten no sólo sobre su megalomanía sino también del descubrimiento de su identidad emblemática. Es decir, tal como los narcotraficantes, los “buchones” son conscientes de sí y se aprovechan de ello, de ahí su actitud agresiva y todopoderosa. Saben que “la utilización del poder milagroso del dinero” les ha permitido ver los límites reales entre lo legítimo y lo ilegítimo, o sopesar la solidez moral de los diferentes grupos de la sociedad convencional. Y más aún, construir un “yo” cuyas necesidades simbólicas están basadas en la fascinación por el poder, el lujo y la violencia.[17]

En suma, los gustos del “buchón” son parte de su identidad, con los que se pone en juego socialmente. Así pues, la blusa de la joven mujer asesinada es un signo que la revela, una señal que puede orientar la mirada del otro, o bien que le permite ser clasificada, tal vez sin que ella lo quiera, bajo determinada etiqueta moral o social.[18] Su apariencia, como una suerte de desafío, difunde una información sobre sí misma.[19] Ella, si no es “buchona”, al menos puede parecerlo.[20]

 

La cinta perimetral

La violencia ha generado una nueva reconfiguración del espacio público, no sólo por la invasión arquitectónica y visual de numerosos símbolos mortuorios en el paisaje urbano, sino también por los nuevos límites que los hechos violentos establecen, que se van fijando periódicamente en la ciudad. En el caso de Mujer asesinada… hay una representación del espacio muy clara. Se visualiza la participación de un grupo de personas en un ceremonial, un ritual colectivo llevado a cabo en un territorio público que se ha vuelto privado. El asesinato ocurre en plena calle, y aun así los mirones son contenidos por una banda perimetral que pone límite a sus deseos. “Para mirar, atrás de la raya”, parece anunciar la autoridad.

La calle, uso de todos, se vuelve objeto de apropiación particular, deja de estar abierta en beneficio de los habitantes de este barrio. Ante la intromisión de la multitud, lo privado se muestra netamente contenido en un espacio protegido, como algo vedado, una fortaleza sitiada. Así, la violencia convierte lo público en un dominio acotado por límites precisos cuya función consiste en obstaculizar cualquier tentativa de intrusión.[21]. Queda de manifiesto que hay una función del espacio que es privativa del poder público. Es posible advertir que “hay tiempos, lugares, maneras de obrar que dependen de la autoridad pública”, la cual define y muestra su poder mediante signos ostensibles. Como sugiere Georges Duby, “puesto que el dominio de lo privado es precisamente aquel que constituye el objeto de la apropiación particular, los signos que lo designan y lo ponen a la vista expresan ante todo un derecho de posesión”.[22] En este caso, el perímetro es la señal que define y marca la propiedad, la barrera que establece las separaciones. Al cerrar la calle y clausurarla, el espacio queda así delimitado, regido por un derecho diferente.

Asimismo, esta cinta amarilla reconfigura el barrio como ámbito de sociabilidad. Debido a la violencia, deja de ser una zona de todos para ser regido por nuevas reglas. De hecho, al acotarse el libre tránsito, el barrio ya no es la habitual escena pública o el espacio normal de convivencia.[23] Esto no quiere decir que la calle o la colonia dejen de ser el centro de reunión, sino que a partir de la irrupción de un hecho violento las políticas de interacción cambian. Sin lugar a dudas, la muerte define de otro modo la coexistencia entre los vecinos.

Por otra parte, resulta pertinente observar cómo a causa de la violencia se ha logrado pasar “de un tipo de sociabilidad en la que lo privado y lo público se confunden, a una sociabilidad en la que lo privado se halla separado de lo público o incluso lo absorbe o reduce su extensión”[24]. Dicha situación resulta clara en Mujer asesinada… donde el espacio público se organiza como un sitio casi cerrado; donde la autoridad pública define la esfera de lo privado buscando sustraer un hecho de la invasión de los demás (aunque no de su mirada). Y, a su vez, donde lo público se define como la distribución de las actividades humanas cuya relación “entre lo permitido y lo lícito, lo manifiesto y lo oculto, lo público y lo íntimo se enraíza en el dominio más o menos fuerte, más o menos coercitivo, que el Estado ejerce sobre la sociedad”.[25]

En este apartado hay una última cuestión que nos interesa destacar, y es lo concerniente a los espacios del crimen, a las zonas del desperdicio de las que habla Carlos Monsiváis cuando se refiere al tema del narcotráfico: “en los centros urbanos en perpetua expansión se consolida y amplía un espacio: el del desperdicio humano. Cada ciudad con 800 mil o un millón de habitantes, genera su propia zona prescindible, compuesta por esa ‘gente sin oficio ni beneficio’, en el filo de la navaja entre la sobrevivencia y el delito”. Sobra decir que de esta zona prescindible de la sociedad son elegidas las víctimas del narcotráfico.[26]

De acuerdo con lo anterior, cabría preguntarnos si el barrio popular de Mujer asesinada... es una de estas zonas prescindibles. ¿Es la joven muerta una de las “desconocidas-de-siempre”, de las tantas que han sido presas del “narcotráfico y sus legiones”? ¿Forma parte del “material gastable de la delincuencia”, de los “desechables”, de los miles de jóvenes que seducidos por el narcotráfico se encuentran destinados a las prisiones o a los cementerios clandestinos? ¿Sera ella una de los tantos “nacidos-para-perder”, de esos que al entrar al mundo del narco terminan por aceptar “que la falta de porvenir se neutraliza intensificando el valor del presente”?[27]

Eso no lo sabemos. Lo que sí podemos asegurar es que en un lugar como Sinaloa el contagio de la violencia se produce por el abatimiento del valor de la vida humana que el narcotráfico genera.[28] Ahí están las cifras que lo comprueban: en el sexenio de Jesús Aguilar Padilla entre el 1 de enero de 2005 y diciembre de 2010, se sumaron 6 648 asesinatos, más del doble que en el sexenio de su antecesor Juan S. Millán (1999-2004), que registró 3 163 homicidios.[29] Solamente en 2010, año de la publicación de Mujer asesinada…, se cometieron 2 245 asesinatos, es decir, casi siete asesinatos diarios, contra 1.67 que hubo en 2005.[30]

Si comparamos las estadísticas por año, se puede observar que a partir de 2008 se produjo un aumento desorbitado de la violencia a causa de la “guerra contra el crimen organizado”, impulsada por el entonces presidente Felipe Calderón. En el caso de Sinaloa, de 630 asesinatos que se registraron en 2005, 602 en 2006 y 746 en 2007, se pasó a 1 185 en 2008, 1 240 en 2009 y 2 245 en 2010.[31] Sobra decir que la mayoría de los crímenes se cometieron en la ciudad de Culiacán. De acuerdo con la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Conavim), en Sinaloa los homicidios contra personas del sexo femenino aumentaron 200 % durante la guerra contra el narcotráfico.[32] Sólo en 2010 se presentaron 111 casos de mujeres asesinadas contra 300 que ocurrieron entre 1999 y 2007 en todo el estado.[33] Ahora bien, de ninguna manera es nuestra intención sugerir que en Sinaloa los asesinatos de mujeres se vinculan exclusivamente con el fenómeno del narcotráfico. Conscientes de que la violencia excesiva contra las mujeres puede obedecer a otros motivos —por ejemplo, a razones de género—, simplemente tratamos de enmarcar nuestra fotografía dentro del panorama general de violencia que se vivía en la entidad durante el año de su publicación.

 

Reflexiones finales

En Mujer asesinada… aparecen varias personas observando a la joven muerta. Son mirones, espectadores, testigos que forman parte del paisaje. Están ahí, alrededor de ella, casi posando para la foto, casi apartándose para mirar al fotógrafo y enseñarle a la víctima.[34] En las fotografías de hechos violentos de Culiacanam.com la presencia de estos curiosos es una constante. En todo caso están ahí porque la intención del reportero gráfico es incluirlos en la foto. Quizá quiera mostrarlos como protagonistas habituales del panorama de violencia que se vive en la ciudad. En ese sentido, no debemos olvidar que las imágenes policiales son documentos subjetivos de percepción personal, en ellos participa tanto el fotógrafo como el espectador; se encuentran influidas por las circunstancias sociales y culturales en que han sido creadas.[35]

Con ello queremos decir que en Mujer asesinada… hay una clara intervención del fotógrafo, quien al encuadrar buscaba, tal vez, hacer una especie de denuncia. Al exhibir a las personas —sobre todo a menores de edad—, como testigos de un suceso violento, la imagen parece comunicar: “Miren, esto es lo que pasa en Culiacán. El hecho de que asesinen a un ser humano se ha vuelto parte de la vida misma, del paisaje cotidiano de la ciudad, y eso a nadie le sorprende”. De acuerdo con lo anterior, cabría preguntarnos por qué estas personas están ahí. ¿De dónde surge su necesidad de ver, de ser partícipes de tales rituales de muerte?

En Mujer asesinada… los curiosos miran fijamente, casi en silencio, el cuerpo sin vida. Como en la historia de Bataille, su falta de diálogo no obstaculiza sino facilita la complicidad que los une en ese instante decisivo.[36] Pareciera que su intención es ver a través del cuerpo del otro; en su confrontación con la muerte no se sonrojan. En más de un sentido el cuerpo muerto ha pasado a ser un extraño.[37] Aquí carece de total aplicación la fórmula enunciada por Susan Sontag de “cuanto más remoto o exótico el lugar, tanto más estamos expuestos a ver frontal y plenamente a los muertos y moribundos”.[38] Por lo contrario, en Mujer asesinada… advertimos cómo sin ningún pudor, frontalmente, se puede ver al sujeto —que se ha convertido en objeto— en el mismo lugar del crimen. Ahora bien, la atracción que provoca un asesinato, como acto y como espectáculo, no es algo nuevo.[39] La fascinación por el cadáver, la necesidad de satisfacer los instintos y la obsesión de mirar, es un tema que ha recorrido la historia de la humanidad. Basta recordar el emblemático pasaje de La República de Platón donde el colérico Leoncio reprende a sus ojos por la impudicia de querer ver los cuerpos mutilados que yacen en la colina.[40]

Para concluir, quizá podríamos preguntarnos qué tan pertinente es actuar, en la actualidad, como Leoncio. Es decir, ¿deberíamos censurarnos a nosotros mismos —y a los demás— el deseo de mirar? Al respecto, algunos autores se han preguntado si es moralmente reprobable interesarse en un hecho de violencia, y si es posible hablar de dichos temas sin que eso suene mal. Según ellos, aunque en ciertas personas el interés por mirar se vincula con una simple fascinación u obsesión, y en otras constituye un deseo macabro o depravado, definitivamente no hay nada malo en este tipo de prácticas.[41]

En todo caso, a veces miramos por simple curiosidad, o para reiterar y comprobar algo que ya sabemos. O quizá, como sugiere Sontag, para conocer (y solidarizarnos) con el dolor de los demás. Sin embargo, en otras ocasiones también miramos, como explica el escritor Sergio González Ramírez, para oponernos a la ideología de lo indecible o inenarrable. Y porque pensamos que se requiere exponer e imaginar la barbarie para contrarrestarla.[42] Esa debería de ser la forma de actuar también ante la fotografía, sobre todo ante una imagen de violencia como Mujer asesinada en la colonia Estela Ortiz_3.

 

Bibliografía complementaria

Aries, Philippe y Georges Duby, Historia de la vida privada. El proceso de cambio en la sociedad del siglo XVI a la sociedad del siglo XVIII, tomo 5, Madrid, Taurus, 1987.

Lerner, Jesse, El impacto de la modernidad. Fotografía criminalística en México, México, Turner, 2007.

Fuentes electrónicas

Noroeste, <http://www.noroeste.com.mx/publicaciones.php?id=632560>. Consulta: 12 de octubre, 2010. <http://www.noroeste.com.mx/publicaciones.php?id=260949>. Consulta: 26 de agosto, 2015.  

Universidad Asia Pacífico, <http://www.asiapacifico.edu.mx/index.php?option=com_ content&view=article&id=352: feminicidios-en-sinalo&catid=27:la-montana>.


Semblanza de la autora

Liliana Plascencia. Licenciada y maestra en Historia por la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), doctorado en Historia en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Entre 2004 y 2007 fue editora de cultura del semanario Ríodoce, y en 2008 obtuvo el Premio de Ensayo Histórico, Social y Cultural de Sinaloa por su trabajo Hazañas de un desencanto. Los primeros Erasmos y su paso por la Revolución. Actualmente escribe su tesis doctoral En el sur de Sinaloa. Reforma agraria, violencia y micropolítica, 1935-1945. Es profesora en la Facultad de Estudios Internacionales y Políticas Públicas de la UAS.



Recibido: 1 de septiembre de 2015.
Aceptado: 30 de noviembre de 2015.

Palabras clave
fotografía, violencia, buchón, Culiacán, mujer.

Keywords
photography, violence, buchon, Culiacán, woman.

 
[1] Culiacanam.com nació en la ciudad de Culiacán, Sinaloa, en 2008 y desapareció cinco años después. Aunque sus secciones eran las mismas que las de un periódico impreso, privilegiaba la publicación de hechos violentos. En la opinión de su director, el fotoperiodista Javier López, la mayoría de los lectores de Culiacanam.com ingresaba al sitio “para ver crímenes, ejecutados y sangre, material con cierta carga de morbosidad que normalmente no encontraban en la prensa escrita”. Entrevista con Javier López, Culiacán, Sinaloa, 8 de octubre de 2010.

[2] En adelante Mujer asesinada…

[3] Según Roland Barthes, “la fotografía traumática es algo sobre lo que no hay nada que comentar; la foto-impacto es insignificante en su estructura: ningún valor, ningún saber, en último término, ninguna categorización verbal pueden hacer presa en el proceso institucional de la significación. Hasta podríamos imaginar una especie de ley: cuanto más directo el trauma, más difícil resulta la connotación, más aún el efecto mitológico de una fotografía es inversamente proporcional a su efecto traumático”. Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, Barcelona, Paidós, 1986, p. 26.

[4] En este artículo se continuará utilizando el término altar, por ser el más empleado entre los habitantes de la ciudad.

[5] Diccionario de la lengua española. <http://lema.rae.es/drae/?val=cenotafio>. Consulta: 2 de octubre, 2010.

[6] Diego Enrique Osorno, “La ciudad de los cenotafios”, Historias de Nadie, Milenio, 2 de marzo de 2009, <http://www.milenio.com/node/176696>. Consulta: 5 de octubre, 2010.

[7] Idem.

[8] Silber Meza, “Son altares: fe y recuerdo”, Noroeste, Culiacán, 21 de diciembre de 2008, <http://www.noroeste.com.mx/publicaciones .php?id=435740>. Consulta: 7 de octubre, 2010.

[9] Sobre el tema véase Sergio González Rodríguez, El hombre sin cabeza, México, Anagrama, 2009.

[10] Para estos planteamientos me apoyo en Howard Becker, Outsiders. Studies in the sociology of deviance, New York, The Free Press, 1966, p. 20.

[11] Luis Astorga, Mitología del “narcotraficante” en México, México, Plaza y Valdés, 1995, pp. 35-38.

[12] Ibidem, pp. 76-80.

[13] Sobre el nacimiento del narcotráfico véase Luis Astorga, El siglo de las drogas, México, Espasa Calpe, 1996.

[14] Luis Astorga, Mitología del “narcotraficante” en México, op. cit., pp. 40 y 41.

[15] Según Luis Astorga, en el caso de los narcotraficantes “la transmutación del estigma en emblema es un proceso que comenzó de manera práctica en el terreno económico, y de cierta manera en el social”. Ibidem, p. 144.

[16] Ibid., p. 149.

[17] Ibid., pp. 149 y 150.

[18] Quizá valga la pena señalar que este tipo de vestimenta que en Sinaloa ha pasado a formar parte de la estética “buchona”, en Estados Unidos es un símbolo de la subcultura biker. Siguiendo los planteamientos de García Canclini, podríamos sugerir que “al pasar de un sistema cultural a otro, al insertarse en nuevas relaciones sociales y simbólicas”, dicha vestimenta cambió de significado. Néstor García Canclini, Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de interculturalidad, Barcelona, Gedisa, 2004, p. 34.

[19] Sobre el tema del cuerpo y la apariencia véase David Le Breton, La sociología del cuerpo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2002, p. 81.

[20] Se debe aclarar que el “buchón” es un personaje que goza de poder adquisitivo y por lo mismo tiene acceso a una vida privilegiada de lujos y excesos. No obstante, eso no quiere decir que entre los grupos menos favorecidos de la sociedad sinaloense no existan “buchones”, o bien, jóvenes que imiten las actitudes y conductas “buchonas”. En todo caso, en el estado y en el país ha surgido un amplio mercado que ofrece ropa, gorras, tenis y otros artículos de marcas de imitación con el propósito de satisfacer la demanda (y los deseos) de dichos jóvenes.

[21] En el tema del espacio sigo los planteamientos de Georges Duby, en Philippe Aries y Georges Duby, Historia de la vida privada. Poder privado y poder público en la Europa feudal, tomo 3, Madrid, Taurus, 1988, pp. 19-30.

[22] Ibidem, p. 26.

[23] Estas ideas las retomo Philippe Aries y Georges Duby, Historia de la vida privada. De la primera guerra mundial a nuestros días, tomo 5, Madrid, Taurus, 1989, pp. 116-121.

[24] Idem.

[25] Esta recreación la debo a Philippe Aries y Georges Duby, ibidem, pp. 23 y 24.

[26] Carlos Monsiváis, Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja, México, Alianza Editorial, 1994, p. 90.

[27] Carlos Monsiváis, “El narcotráfico y sus legiones”, en Viento rojo. Diez historias del narco en México, México, Plaza y Janés, 2004, p. 30.

[28] Idem.

[30] Cifras disponibles en <http://www.noroeste.com.mx/publicaciones. php?id=632560>. Consulta: 12 de octubre, 2010.

[31] Por su parte, en 2011 la cifra de muertos bajó a 1 915 y más aún en 2012, año en que hubo 1 287 asesinatos. Estadísticas disponibles en <http://www.debate.com.mx/eldebate /multimedia/reportajes/homicidiossinaloa/ default.asp?IdCat=17594>. Consulta: 14 de octubre, 2010.

[32] Según la Conavim este porcentaje de homicidios de mujeres fue el mismo en el caso de Baja California, Baja California Sur y Sonora. <http://laparednoticias.com/aumentan-200-por-ciento-feminicidios-en-sinaloa-desde-2008>. Consulta: 14 de febrero, 2013.

[33] Óscar Loza Ochoa, “Feminicidios en Sinaloa”. <http://www.asiapacifico.edu.mx/index.php? option=com_content&view=article&id=352: feminicidios-en-sinalo&catid=27:la-montana>. Consulta: 20 de agosto, 2015. Ionsa, “Se han cometido en Sinaloa más de 300 feminicidios”, Noroeste, 10 de abril de 2007. <http://www.noroeste.com.mx/publicaciones. php?id=260949>. Consulta: 26 de agosto, 2015

[34] Sobre este tema véase Renato González Mello, “Los pinceles del siglo XX. Arqueología del régimen”, en Los pinceles de la historia: la arqueología del régimen: 1910-1955, México, Patronato del Museo Nacional del Arte/Instituto Nacional de Bellas Artes, 2003.

[35] Police Pictures. The Photograph as Evidence, San Francisco, SFMOMA, 1997.

[36] Georges Bataille, Historia del ojo, México, Tusquets,1997.

[37] Sobre el tema véase Giovanni de Luna, Il corpo del nemico ucciso. Violenza e norte nella guerra contemporánea, Turín, Giulio Einaudi editore, 2006, p. 5.

[38] Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, México, Alfaguara, 2004, p. 84.

[39] Wendy Lesser, Pictures at an Execution. An Inquiry into the Subject of Murder, Cambrigde, Harvard University Press, 1993, p. 3.

[40] Platón, La República, México, UNAM, 1983, pp. 145 y 146.

[41] Wendy Lesser, op. cit., p. 3.

[42] Sergio González Rodríguez, op. cit., p.154.