NÚMERO
35



ENERO
JUNIO
2015

TEXTOS Y CONTEXTOS

La crítica de arte en México a través de los salones y bienales nacionales de escultura del Instituto Nacional de Bellas Artes

Art Criticism in Mexico: Salons and Biennials Organized by the National Institute of Fine Arts

Resumen

Durante la década de 1960 en México, el Instituto Nacional de Bellas Artes, a través del Departamento de Artes Visuales, organizó una serie de bienales nacionales de escultura (1962, 1964, 1967 y 1969) con el objetivo de promover este campo artístico. Estos concursos significaron una oportunidad para que los artistas mostraran su trabajo, así como para subrayar la importancia de la crítica de arte al apoyar o rechazar el surgimiento de nuevos lenguajes escultóricos. En este artículo se presenta un análisis de las ideas y conceptos expresados por diversos críticos en aquellos años en los periódicos y revistas de mayor circulación.


Abstract

In Mexico, during the 1960’s, the National Institute of Fine Arts, through its Visual Arts Department, organized a series of National Sculpture Biennials (1962, 1964, 1967 & 1969), aimed at the promotion of this field. These competitions offered the opportunity for artists to show their works, as well as to underline the relevance of art criticism in supporting or rejecting the emergence of new languages in the field of sculpture. This article offers an analysis of the ideas and concepts expressed by several art critics in those years, as published in the major newspapers and magazines of the time.



MARÍA TERESA FAVELA FIERRO / HISTORIADORA DEL ARTE
terefavela1@hotmail.com


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Con el propósito de dar un impulso a la escultura mexicana, el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) organizó una serie de concursos en las décadas de 1950 y 1960. Primero fueron los salones anuales de escultura en el Salón de la Plástica Mexicana y, años más tarde, las bienales nacionales de escultura (1962, 1964, 1967 y 1969).[1]

Los años sesenta del siglo XX enmarcaron la apertura de la escultura mexicana hacia la gran variedad de discursos expresivos, así como la “desacralización” de los materiales tradicionales; fue una etapa en la cual los creadores aprovecharon las bienales para imponer el nuevo rostro de esta expresión artística. Mientras los escultores investigaban lenguajes plásticos y los desarrollaban en sus obras, los críticos intentaban darles alcance y pretendían valorarlos. Entonces comenzaron a acuñar denominaciones para las nuevas propuestas estéticas y, a finales de la década, las autoridades del INBA los instituyeron como responsables del desarrollo del arte a través de sus sugerencias y propuestas.

Para historiar el desenvolvimiento de la escultura, es preciso señalar que su situación era diferente a la de la pintura, ya que no se le había dado la misma importancia y valor que tenían la obra de caballete y el muralismo. El movimiento escultórico mexicano del siglo XX tuvo que enfrentar grandes y diversos inconvenientes, como el impedimento para narrar los sucesos de la ideología revolucionaria de 1910 y sus cambios sociales, o al menos llevarlos al relieve. Hubo de ceñirse sobre todo a representar héroes y benefactores de la patria y a la revalorización del arte prehispánico. En contraparte, su separación de la arquitectura le dio con los años libertad y valor plástico; tiempo después se revalorizó el trabajo de la escultura integrada a la arquitectura. Con un camino mucho más arduo y lento en comparación con la pintura, los escultores tuvieron que repetir y prolongar las soluciones de la estatuaria prehispánica, o bien llevar a la práctica una obra diferente del contexto nacionalista.

La década de 1950 fue testigo de una acelerada crisis de la llamada Escuela Mexicana y el muralismo; incapaces de renovarse, finalizó el periodo de su verdadera efervescencia. Los artistas se repetían constantemente, con escasa innovación en sus contenidos formales y temáticos; su fundamento se volvió autoritario y no permitió el acceso a nuevos postulados estéticos; ya no existía correspondencia entre la ideología de dichas expresiones y la sociedad receptora. El Estado les había ofrecido absoluta protección, transformando estos movimientos en una especie de academia, y la escultura no fue la excepción.

El “grupo” de artistas que asumió el relevo, esencialmente pintores, conocidos como la generación de Ruptura[2] —más por convicción estética que por edad—, se formó en la lucha contra el movimiento nacionalista y buscó desesperadamente respiraderos en el exterior. Ya no eran los herederos de la ideología de la Revolución, y cada uno obtuvo información e inspiración en otros derroteros estéticos; los unía una actitud de enfrentamiento contra aquella expresión, conocida como “la batalla entre el realismo social y el abstraccionismo”. De hecho, se trataba de diferentes formas estilísticas que en ocasiones no tenían nada que ver con el arte abstracto.

El INBA y sus funcionarios —directores y jefes del Departamento de Artes Plásticas— no fueron los únicos involucrados en el proceso, sino también los críticos de arte —quienes escribieron sobre estos concursos—, los miembros del jurado y, por supuesto, los artistas de la tercera dimensión.

Para reconstruir los hechos durante aquellos años me pareció esencial llevar a cabo una recopilación exhaustiva de las críticas y reseñas de los concursos, y sobre el arte mexicano en general, en los diferentes diarios y revistas de la época.[3] En general, los críticos no perdonaban los saltos inexplicables en el desarrollo de la obra, la falta de definición estilística y que los artistas no encontraran su propia personalidad. Hubo escultores que no eran exactamente incompetentes, sino que buscaban provocar al medio cultural y a las autoridades, cosa que lograron; ¿de qué otra forma hubieran podido imponerse con sus nuevos lenguajes? Esta situación la comprendían los funcionarios, aunque no lo externaban totalmente.

Para llevar a cabo el resumen de la fortuna de los críticos de arte que escribieron para los diferentes salones y bienales de escultura se consultaron y analizaron los trabajos de Jorge J. Crespo de la Serna, Ceferino Palencia, Justino Fernández, Margarita Nelken, Pablo Fernández Márquez, Antonio Rodríguez, Paul Westheim, Justino Fernández, Juan García Ponce (Ventura Gómez Dávila), Berta Taracena, Alfonso de Neuvillate, Adrián Villagómez, Rodolfo Rojas Zea, Salvador Pinocelly, Jorge Olvera, Josafat Pichardo, Julio González Tejada, Luis Islas García y Alaide Foppa. Sin duda había muchos críticos para la época, pero no todos tenían las bases y el conocimiento para emitir una valoración acertada de las obras.

La tarea del crítico, de acuerdo con Adolfo Sánchez Vázquez, es mediar “entre la obra y el público, o entre su producción y consumo, es ayudar a descubrir y conocer ese código”.[4] De esta manera, con su auxilio, el espectador logra penetrar y entender el símbolo o estilo de la obras; el especialista aporta por una parte ―con sus explicaciones y valoraciones― al consumo adecuado por el público, y coadyuva, por otra, a que el artista ―como productor― tome conciencia de las necesidades y fines, ya sean estéticos, sociales o ideológicos. Para Juan Acha, el texto crítico es público cuando aparece divulgado en diarios o revistas para ser leído por el público aficionado, además, cuando

cualifica las singularidades de las obras, de su autor y de su tendencia, así como los planos semióticos en que aquéllas operan (el semántico, el sintáctico y el pragmático) y sus efectos: estéticos, artísticos y no-artísticos-ni estéticos. Por último, lo más importante es argumentar, pues sin argumentaciones no habrá crítica propiamente dicha sino meras opiniones de un periodista cualquiera.[5]

 

Los críticos
Jorge J. Crespo de la Serna, como crítico y jurado en las bienales de escultura, guardó una postura conciliadora entre las expresiones de la Escuela Mexicana y las nuevas corrientes plásticas. Sus textos tuvieron una importante recepción entre 1957 y 1969; en casi todos destacaba la monumentalidad, el bloque sólido y arquitectónico, y la simplificación y simbolismo formal de las esculturas como atributo del arte prehispánico, más que las imitaciones; además de una plástica basada en el barroco y derivaciones del arte popular, sin tratarse de ningún nacionalismo, sino de actualizar esas obras. Ponía en relieve el realismo etnológico, que era para él la estilización del mexicanismo sin exageraciones. No valoraba los experimentos a ultranza que resultaban fríos, decorativos y poco saludables para la fisonomía de la estatuaria y que redundaban en una ausencia de espiritualidad y humanismo.

Crespo hacía hincapié en que los estilos eran los actores de la escena, pero que estaban mal desarrollados, como en el caso del arte abstracto, porque no era mesurado, y el cinético, ingenioso pero sin ninguna tradición. Señalaba que el florecimiento de la escultura sólo se reducía a unos cuantos ejemplos debido a que, por querer desarrollar nuevos lenguajes, lo único que se obtenían eran intenciones y raros hallazgos. No se trataba de que a partir de un “muestrario” de opciones o ejemplos los artistas desarrollaran un arte de avanzada sin tener en cuenta que no existían antecedentes mexicanos. Por último, subrayaba que la claridad de lo que se quería expresar sobre la buena utilización del material empleado y las aspiraciones estéticas eran elementos de valía que debía tener una obra escultórica.

Ceferino Palencia practicó una crítica conservadora hacia la Escuela Mexicana. Puso acento en que debía de interpretarse y renovar el tema vernáculo o nacional con una influencia extranjera, siempre y cuando no fuera una inspiración en lo racial sino en lo contemporáneo.

El trabajo de Margarita Nelken, crítica, escritora y política española, resulta contradictorio, ya que en ocasiones se inclinaba por la Escuela Mexicana para desvalorizar a los nuevos lenguajes, y en otras apoyaba abiertamente a la “joven pintura”. Aunque resaltaba las influencias de Henry Moore y Jacques Lipchitz, para ella la escultura mexicana era más auténticamente nacional que la pintura, pues tenía el antecedente del arte precortesiano; también destacaba la tendencia moderna en algunas realizaciones y reprobaba la escultura con tintes políticos o patrioteros. Estimaba que había una escuela escultórica —lo cual no lo tenemos por cierto—, y que la ausencia de una expresión localista y nacionalista en la Bienal Nacional de Escultura de 1960 reflejó el éxito del concurso. En cuanto al arte abstracto, que no era de su agrado, consideraba que era mejor, en todo caso, desprenderse de formas concretas, porque las cualidades de una escultura, ya fuera figurativa o abstracta, se caracterizaban con formas sintetizadas o analizadas. 



Herbert Hofmann-Ysenbourg, Dualidad, eterno juego de la vida, s/f, hierro, 450 x 190 x 45 cm. Premio Xipe-Totec en la Primera Bienal Nacional de Escultura, 1962.

Para Pablo Fernández Márquez, historiador del arte y crítico madrileño, la búsqueda e innovación eran valores de la escultura y en ocasiones, por defenderlos a ultranza, se olvidaba del propósito “de acento vernáculo”. En la última Bienal aceptó la participación de piezas que iban más allá de la forma y el espacio, pero no había nada que lo sedujera o le provocara algún tipo de sensación extraordinaria.

Antonio Rodríguez, de postura reaccionaria, tomó partido por la Escuela Mexicana de Pintura, pero cuando se trató de la escultura su inclinación fue por la creación modernista; no estaba de acuerdo con aquellas piezas que eran copias apegadas al aspecto formal de la escultura prehispánica, ya que resultaban obras sin personalidad y para gustos arqueológicos, y se refería a apariencias compactas y sin huecos, como la de Carlos Bracho. Consideraba como poco halagadora la situación de la escultura, ya que para él los artistas no estaban haciendo cambios radicales, aunque en algunos artículos sí reconoció avances. Para este crítico, comparativamente con las del resto del mundo, las obras mexicanas aparecían tímidas y balbucientes.

Aunque Paul Westheim, ensayista historicista, crítico e historiador del arte alemán, no escribió artículos sobre las bienales como sus compañeros de profesión, externó que era importante en una obra la dinámica y el movimiento rítmico de las formas. Pero nunca hizo mención con respecto al desarrollo y aportes de la escultura mexicana.

Justino Fernández, historiador del arte, inclinado más hacia las manifestaciones de la Escuela Mexicana, no estaba de acuerdo con que las exposiciones se llenaran de obras abstractas. De hecho, no escribió crítica alguna sobre estos certámenes de escultura, sin embargo, resulta interesante su apreciación sobre los críticos y el arte de la época:

La escultura en el sentido clásico del término, como es la de los grandes escultores... (Brancusi, Arp, Hepworth y Moore) y la de otros, es desdeñada hoy día por algunos artistas porque se han lanzado en otras direcciones muy legítimas como afán de creación con nuevos conceptos, técnicas y materiales, produciendo obras que no pueden ser denominadas fácilmente, en su sentido general, aunque se les sigue llamando “esculturas”.

Algunos críticos van más allá y consideran como esculturas las obras de ingeniería, las fábricas, los puentes, las máquinas. Se comprenderá que se hace del término un uso extensivo totalmente inadecuado, y aplicado a obras cuya construcción no ha tenido finalidades estéticas sino meramente funcionales.

Que las nuevas creaciones artísticas construidas con diversos materiales y conceptos diferentes, tienen valores estéticos que emanan de su autenticidad como obras de arte, nadie podría negarlo, pero son otro arte, innominado todavía.[6]

Fernández subrayaba que existían y convivían varias corrientes en la crítica de arte, y éstas eran, entre otras, la informativa diaria que se expresaba erudita, literaria o impresionista [sic] (de primera impresión), y que era ejercida tanto por intelectuales, artistas y profesionales como por aficionados y aun por espontáneos.

Juan García Ponce, literato, representante de la nueva oleada de la crítica mexicana, descalificaba las obras que fueran meramente nacionalistas y criticaba en la Bienal de Escultura de 1962 la radical pobreza de los trabajos, porque el artista, decía, tenía un mundo determinado por expresar y no lo estaba logrando. No obstante, dos años más tarde argüía la diversidad de tendencias y estilos con sentido innovador, puesto que en esa bienal seis de los ocho premios fueron para artistas extranjeros, por lo que calificó al jurado como capaz, abierto y comprensivo. Cuando firmaba como Ventura Gómez Dávila, su postura crítica fue desconcertante y poca alentadora y sus valoraciones se hacían más acrimoniosas. En tono exagerado afirmaba que la escultura no había tenido un desarrollo desde Jesús Contreras, destacando positivamente, como era de esperarse, la obra de Juan Soriano, Pedro Coronel, Armando Ortega, Herbert Hofmann-Ysenbourg, Rodrigo Arenas Betancourt y Francisco Zúñiga, entre otros.



Waldemar Sjölander, Rascándose, 1957, bronce. 58 x 13 x 17 cm. Premio Chac-Mool en la Primera Bienal Nacional de Escultura, 1962.

Berta Taracena, historiadora, apoyó la política cultural del INBA en el periodo que José Luis Martínez fue director del instituto (1965-1970). A petición expresa del literato y funcionario, destacó la importancia y trascendencia de las bienales. Para ella era importante la proporción de monumentalidad de las obras como símbolo y síntesis de la gran escultura mexicana. Asimismo, aceptaba que los escultores estaban desorientados porque no tenían pleno conocimiento de lo que pasaba en el resto del mundo, ya que se habían desbordado en formas y materiales, pero empobrecido en valores espirituales. Con referencia al concurso de 1969, comentaba que gracias al cubismo, constructivismo, surrealismo, síntesis de la naturaleza y últimamente el arte cinético, se había dado libertad a nuestra escultura ante sus tradiciones, pero al mismo tiempo, y contradiciéndose, decía que la importancia del certamen no eran ciertos estilos asimilados en las obras, sino “el sentido de todo”, es decir, el desarrollo de la estatuaria mexicana.

Alfonso de Neuvillate, historiador y crítico, opinaba, al igual que Horacio Flores-Sánchez, que el concurso de 1962 era una muestra de la importante producción escultórica nacional. Señalaba como valores plásticos a la esencia e interpretación de la pureza indígena que redundaba en lo nacional pero con la personalidad del artista. De igual modo, resaltaba como cualidades la destreza técnica, imaginación, composición monumental y expresiva y valor de la materia.

Adrián Villagómez, profesor de historia del arte y funcionario del INBA, evaluaba que desde el decenio de 1950 hasta 1962 había surgido una generación que comenzaba en ese momento a marcar un camino en la escultura: Zúñiga, De la Vega, Arenas Betancourt, Chávez Morado, González Camarena, y junto a ellos Tosia, Gurría, Catlett y Geles Cabrera; destacaba asimismo el contenido humano de las obras, como en Anastasio Téllez.

Con este último concepto, Salvador Pinoncelly, pintor y arquitecto, señalaba que la bienal de 1962 fue positiva porque participaron los artistas con trayectoria y los que comenzaban a valorarse; aquellos que trabajaban con ideas precisas sobre un arte y los que estaban en plena madurez.

Para Josafat Pichardo, abogado y pedagogo, el arte cinético de Lorraine Pinto mostrado en esa bienal tenía calor humano, daba un mensaje y era profundamente contemporáneo; sinceramente, no observamos esas supuestas cualidades en la pieza, aunque sí era actual.

Luis Islas García, escritor e historiador; Rodolfo Rojas Zea, reportero de El Día, y Julio González Tejada, comentarista de divulgación, compartieron en 1962 casi los mismos criterios. Islas señalaba que las obras eran espontáneas como los niños; no había creatividad y sí copismo, y sólo algunas piezas se salvaban de la vulgaridad de la hojalatería. Mientras tanto, Rojas Zea aceptaba que la bienal resultaba interesante por la variedad de los trabajos, pero sólo sobresalían diez piezas que transmitían vida y experiencia. González Tejada observaba que la muestra era poco aceptable, que eran escasas las obras buenas y resaltaba la capacidad de síntesis y abstracción de Hofmann-Ysenbourg. Por lo que notamos, estos autores esperaban una congregación de esculturas maestras y excelsas, sin atender a la situación por la que había pasado esta especialidad de las artes plásticas. Finalmente, en un tono descriptivo y poético, Jorge Olvera pensaba que el conjunto de obras en 1960 era en general monumental y los materiales “simbólicos”, como el hierro, un signo de progreso técnico.

En general y salvo honrosas excepciones, casi ningún crítico manifestó y analizó a fondo las obras, en el sentido de las asimilaciones, avances y contribuciones de los artistas a la escultura mexicana, ya fuera por negligencia, ignorancia, o dar por asentado que el público atendía esos aspectos. La crítica perdió el horizonte de esa época confusa y contradictoria, y se ubicó en el gusto por el simbolismo, monumentalidad, rasgo racial, acento vernáculo, síntesis, pureza indígena, pero sin caer en un copismo o exageración del arte prehispánico; utilización de madera y piedra y no la “vulgaridad” de la hojalata.

En cuanto al arte internacional, no se aceptó la experimentación a ultranza porque resultaba fría, decorativa, y denotaba ausencia de espiritualidad y humanismo. Renovar el tema nacional con influencias extranjeras, rechazo al arte abstracto, últimos alaridos de la moda, afán por la búsqueda e innovación olvidándose del acento vernáculo, no a lo compacto y sin huecos que se traducía en un arte para arqueólogos. El artista estaba desorientado porque no comprendía el modo de vida y las inquietudes del mexicano. La libertad de la escultura consistía en incluir el constructivismo, surrealismo, síntesis de la naturaleza y el arte cinético. La obra debía tener claridad, buena utilización del material, aspiraciones estéticas y, por otra parte, una fuerte inclinación hacia lo vernáculo.

En ocasiones los críticos sólo reseñaron las muestras para cubrir el evento. Igualmente, varios comentaristas del arte aprovecharon la ocasión para dar a conocer sus escritos y, por lo tanto, no aportaron gran cosa.

Una parte de la crítica funcionó con actitudes ambivalentes, ya que en ciertas circunstancias apoyaron determinada expresión y en otras la refutaron. Por el deseo de parecer modernos, se inclinaron por los nuevos vocabularios plásticos escultóricos, pero sin tener un conocimiento suficiente para llevar a cabo una crítica seria.


Semblanza de la autora

María Teresa Favela Fierro. Mexicana. Egresada de la carrera de Historia del Arte por la Universidad Iberoamericana. Maestría y doctorado en Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Diplomado en Recepción Artística y Consumo Cultural en el Insituto Nacional de Bellas Artes. Es investigadora del Cenidiap, donde ha ocupado diversos puestos directivos. Entre sus libros destacan Jorge González Camarena. Universo plástico; Francisco Goitia, pintor del alma del pueblo mexicano; Waldemar Sjölander. El gran lenguaje del color y Tosia Malamud. La materia tras la forma. Ha curado múltiples exhibiciones sobre artistas y temas mexicanos contemporáneos del siglo XX. Ocupó el puesto de presidenta de la Sección Mexicana de la Asociación Internacional de Críticos de Arte.



Recibido: 11 de noviembre de 2014.
Aceptado: 17 de diciembre de 2014.

Palabras clave
escultura, crítica, salones, bienales, INBA.

Keywords
sculpture, criticism, salons, biennales, INBA.

 

[1] Las bienales nacionales de escultura de los años sesenta representan un medio importante para el conocimiento de la forma en que se impusieron los nuevos lenguajes en el ámbito plástico y sus aportaciones para el desarrollo de la escultura mexicana, ya que en ellas se pudo conjuntar la política cultural del Estado, los funcionarios del INBA, los jurados, los críticos y las obras de los escultores, lo que dio una perspectiva amplia de los sucesos culturales de ese periodo confrontativo y polémico. La investigación titulada Política cultural del INBA, 1950-1970. Concursos y bienales de escultura fue tema de tesis de doctorado y actualmente se encuentra en proceso de publicación.

[2] “La ruptura significó un abrir ventanas hacia todos rumbos, donde cada quien tomó lo que a su juicio necesitaba para construir su obra, sin que hubiera ni manifiestos ni poéticas comunes”, Jorge Alberto Manrique, “Artistas en tránsito: México 1980-1995”, suplemento cultural de La Jornada, México, D. F., 14 de abril de 1996.

[3] Se consultaron y analizaron las críticas de arte publicadas en diarios y revistas como Excélsior y su suplemento Diorama de la Cultura; Jueves de Excélsior; Novedades y su suplemento México en la Cultura; El Día y su suplemento El Gallo Ilustrado; Hoy; El Nacional y sus suplemento Revista Mexicana de Cultura; El Universal y su suplemento Revista de la Semana; Siempre! y su suplemento La Cultura en México; Plural; Política; Tiempo, y Sucesos para todos.

[4] Adolfo Sánchez Vázquez, Cuestiones estéticas y artísticas contemporáneas, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 210.

[5] Juan Acha, El consumo artístico y sus efectos, México, Editorial Trillas, 1988, pp. 270-71.

[6] Justino Fernández, Pedro Coronel. Pintor y escultor, México, Dirección General de Publicaciones, Universidad Nacional Autónoma de México, 1971, pp. 35-36.