JULIO
DICIEMBRE
2014
ANA GARDUÑO • EDITORA HUÉSPED |
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En México, la genealogía de los museos públicos, estatales y particulares está por escribirse. Las instituciones culturales, tengan o no como vocación principal la activación del patrimonio clasificado como de representatividad nacional, no han sido suficientemente historiadas en tanto dispositivos culturales adscritos a un sistema museístico. Institución decimonónica por excelencia, el museo ha obedecido a la necesidad de erigir templos-depósitos de bienes culturales categorizados como patrimonio nacional o global, recintos para la institucionalización de narrativas que condensan distintos modelos (de identidad, modernidad, contemporaneidad) además de sintetizar y resignificar nociones y prácticas que legitiman o cuestionan a la institución museal.
En términos históricos, fundar instituciones que sustentaran y legitimaran el proyecto independentista de nación fue una prioridad de la incipiente República Mexicana. De allí lo temprano de la instauración del Museo Nacional, en 1825, que señaló el inicio de la construcción de la memoria oficial, cultural y científica de México. Funcionó como museo-matrix del que se nutrió un alto porcentaje de recintos que en el país se especializan en resguardar aquello que hemos clasificado como patrimonio nacional. Poseer, usufructuar, conservar y exhibir los residuos matéricos de las diversas sociedades que han ocupado el territorio nacional equivale a controlar un pasado pretendidamente colectivo.
En el periodo posrevolucionario se instrumentaron políticas públicas encaminadas a unificar a los diversos grupos sociales mediante la reconfiguración de símbolos de identidad colectivos, y a propagar que de ese enfrentamiento había emergido un país moderno aunque apuntalado por sólidas bases histórico-comunitarias. El recién instaurado régimen definió que la pacificación del país y la consolidación del gobierno debían correr paralelas a la implementación de estrategias que tanto dotaran de identidad a la nueva administración como que redefinieran la identidad nacional. Todo nuevo sistema político modifica las bases ideológicas de una nación.
Se buscaba consolidar, en los imaginarios colectivos, ideologías de corte nacionalista, instrumentadas a través de políticas de dirigismo cultural que garantizaran el control estatal de los discursos y las imágenes, así como de los espacios de exhibición, históricos o artísticos. En consecuencia, y aunque a cuentagotas, empezó a implantarse una infraestructura cultural para enmarcar el sistema museal: Secretaría de Educación Pública (1921), Instituto Nacional de Antropología e Historia (1939), Instituto Nacional de Bellas Artes (1946) y, tardíamente, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (1988).
No obstante, durante el siglo XX los museos mexicanos crecieron sin planeación. De hecho, los acervos que con diferentes estrategias de apropiación se formaron no fueron resultado de un programa sistemático de adquisiciones/donaciones estructurado mediante metas a corto, mediano o largo plazo, ni obedecieron a un plan maestro para forjar un sistema de museos nacionales. En consecuencia, los espacios de exhibición permanente se han construido de manera aleatoria gracias a esporádicas intervenciones culturales segmentadas y hasta discordantes.
A pesar de ello, un proceso significativo para su renovación, que implicó la reordenación de colecciones y la creación de nuevos y especializados espacios, ocurrió entre 1960 y 1968. Se trató de la más ambiciosa renovación del sistema museístico federal, instrumentada sobre todo desde el gobierno de Adolfo López Mateos (1958-1964), razón por la que a esa coyuntura se le ha llamado el “sexenio de los museos”. El objetivo central fue la construcción del Museo Nacional de Antropología, inaugurado hace cincuenta años en el Bosque de Chapultepec (ciudad de México, 1964) y convertido en emblema de la vanguardia museística no sólo de México sino también de América Latina.
Empero, el monopolio estatal en museos —que fue prácticamente total hasta la segunda mitad del siglo XX— se resquebrajó con la inauguración de espacios de exhibición permanentes con colecciones, capital y administración privada. Fundación señera fue, sobre todo, la del Museo Anahuacalli (1964); la decisión del afamado pintor Diego Rivera de crear un fideicomiso con el Banco de México e instituir una fundación privada constituyó un parteaguas en el universo museístico mexicano. A partir de ello, las fundaciones privadas se incrementaron, generando espacios tan representativos como: Museo Franz Mayer (1986), Museo Amparo y Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (1991) o el Museo Soumaya (1995, refundado en 2011). Esto coincidió con que desde finales de los años ochenta del siglo pasado, a la fecha, se eliminaron progresivamente los asuntos culturales de la agenda de gobierno; así, el Estado se replegó y escatimó el cumplimiento de las obligaciones culturales que contrajo desde la posrevolución.
Ahora bien, las nuevas teorías museológicas cuestionan la rigidez de las vocaciones de los museos y proponen la ampliación de los objetivos fundacionales de cualquier recinto y, con ello, la justificada transgresión de límites temáticos, cronológicos y geo-espaciales. En paralelo, los criterios actuales ponen el acento en incrementar el potencial narrativo-documental de los acervos a fin de historiar procesos que establezcan vínculos y referencias entre sí, con base en explicitar ligas horizontales que permitan contextualizar movimientos político-económico-artísticos, de variable impacto sociocultural, y ya no sólo se limiten a la exhibición triunfal del patrimonio. Por supuesto, no se debe perder de vista que es desde el presente que percibimos y exponemos el pasado.
Redefinir, deslindar y, en su caso, ampliar o confirmar la vocación de cada museo es tarea sustancial de las políticas culturales, privadas y públicas. Más
aún, una política de estímulo de donaciones particulares, de patrocinios y mecenazgos hacia la sociedad civil y la iniciativa privada, debería ir aparejada
de un incremento periódico de los presupuestos destinados a los museos para que se garantice la realización de las indispensables labores de conservación e
investigación de lo que hasta hoy clasificamos como patrimonio. Estoy convencida que debemos buscar nuevos métodos para el desarrollo de un perfil
actualizado y contribuir a activar los circuitos museísticos del país. Es indudable que una revisión crítica al sistema de museos en el
territorio nacional les permitirá enfrentar de óptima forma sus responsabilidades presentes y futuras. Una reforma a los museos públicos en México es tarea
urgente.