NÚMERO
44



JULIO
DICIEMBRE
2019

PRESENTACIÓN • ARTE URBANO: POR EL DERECHO A LA CIUDAD

 

guillermina guadarrama peña • EDITORa HUÉSPED

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Tomar las calles como escenario para la obra artística, tanto en las zonas privilegiadas como en las marginales, es una forma de apropiarse de la ciudad arrebatada por el capital industrial, comercial e inmobiliario. Esta acción que los creadores artísticos han asumido en toda su amplitud inició pintando bardas de manera invasiva e ilegal, actos que se consideraban y siguen siendo una rebelión contra el statu quo, sin embargo cuando el Estado decidió autorizar y reglamentar su uso “quebró” esa postura, aunque no de manera total.


A partir de la legalidad “conquistada” estas producciones se han normalizado en tanto que la mancha urbana generada por la mafia inmobiliaria grande y pequeña continúa su expansión. Aun así, las acciones artísticas urbanas legales son impensables en las zonas chicdonde se centrifican las actividades comerciales y financieras, lo que muestra claramente que también forma parte de una lucha de clases.


Para los creadores, alejados o no del mainstream de las galerías, la calle es un espacio donde todos caben, un gran aparador donde se pueden mostrar sus producciones simbólicas a públicos más amplios y populares sin pagar derecho de piso. Aunque no siempre generan ganancias para sus autores, los visibiliza ante ese mercado del arte que anhelan se vuelva a verlos y los elija; cabe aclarar que esto sólo lo hacen con algunos, los que son evaluados y calificados como talentosos y así renueven al sistema.


Las formas de “tomar la calle” han sido tan diversas como sus objetivos. Algunos lo hacen contra el arte establecido o para visibilizar problemáticas, otros por el placer de pintar o de expresarse por diversos medios.


El arte callejero inició con el grafiti, que en los primeros años era impopular e ilegal, una producción que llegó del norte del continente hacia finales de la década de 1990 como un neocolonialismo underground. Esta acción se hacía para sentir la adrenalina debido a lo clandestino y los mostraba como rebeldes ante la autoridad. Sus creadores, en la mayoría de los casos sin formación académica, fueron inicialmente rechazados por la sociedad porque sin permiso rayaban, taggeaban, escribían de manera ilegible sobre muros, puertas, bardas de casas, comercios, espacios públicos, principalmente en barrios populares de las periferias, zonas llamadas económicamente deprimidas, para marcar su territorio. Se decía que se trataba de una expresión de los marginados.


Poco a poco se fueron desplazando hacia áreas residenciales, lugares antes no pensados para representaciones de ese tipo, lo que causó que esas prácticas fueran tachadas de vandálicas. Su invasividad determinó que las zonas taggeadas fueran consideradas peligrosas, percepción que aumentaba en barrios populares, razón por la cual se empezó a perseguir a sus autores e incluso a encarcelarlos. Ante el incremento de este fenómeno los gobiernos decidieron buscar otras soluciones.


La más adecuada fue generar imágenes en lugar de grafiti o letras, lo que dio paso a grafitis-imagen o letras bien diseñadas y con color, así como murales de nueva generación. De esta forma ya no fue considerado vandálico y paradójicamente empezó a ser promocionado por diversas entidades de gobierno con excepción de algunas instituciones culturales con la meta de “regenerar” los mismos espacios donde antes se criminalizaba el tagg y la letra bomba. Esto no significó que se le calificara como arte debido a su condición callejera y popular. La norma era que sólo se concebía la ubicación de ese tipo de producciones en museos, espacios de gobierno o escuelas, no en sitios populares, por lo que esas expresiones no le interesaban al mercado del arte y la academia ni se volvía a verlas.


Con el tiempo, el crecimiento de estas producciones motivó que se desarrollaran estudios y teorías, dentro de las cuales la categoría arte se volvió movediza y rompió la línea entre el llamado arte culto y la producción “popular”; así, el arte desbordó sus márgenes y se convirtió en un medio para fomentar la participación y cohesión social.


Las prácticas urbanas se han expandido, son diversas, complejas y glocales[1] abarcan expresiones musicales, escénicas y performáticas, entre otras; la diversificación en las prácticas visuales es mayor, tienen más “narrativa” y son menos efímeras. Entre las más conocidas están el “grafiti”-imagen ya mencionado, el mural y lo que llaman arte urbano, que es una mezcla de ambos. Si bien para la mayoría su soporte es el muro, los medios y los procesos creativos son diferentes; las imágenes urbanas también surgen de otros materiales como el esténcil o plantillas, o se plasman sobre papel como en los carteles, que al ser similares a productos de la publicidad no son considerados vandálicos ni invasivos. También se usa ese material para el collage o papel encolado, los carteles silueteados y las siluetas recortadas, piezas tipo papel picado, obras cuyos procesos inician en los talleres de los autores para hacer más rápida su labor al ser trasladadas al muro que desean intervenir, ya sea pegadas o pintadas. En ocasiones tienen mayor trabajo gráfico y se realizan de manera individual o colectiva. Esos medios y herramientas permiten que por su misma constitución material la imagen pueda ser repetida en diversos espacios.


Otras prácticas son menos ostentosas pero igual de discursivas como las calcomanias, pegatinas o stickers, que por su tamaño pueden ir en cualquier espacio e incluso pegarse muchas a la vez para abarcar una mayor área, en todos los casos “arrebatando” —en cierto sentido— el uso meramente comercial del espacio público.


Los artistas productores del arte urbano toman la “ciudad como lienzo” y sus paredes como altavoz para recuperar el derecho a la ciudad. Su intención es crear un nuevo paisaje urbano desde sus creaciones, explorar su cotidianidad o plasmar símbolos para la reflexión. Sin embargo los impulsores o “mecenas” tienen otra mirada, para ellos se trata de “regenerar” espacios, de “contribuir en la mejora del entorno” sobre todo en zonas económicamente deprimidas, en otras palabras, que luzcan “bonitas” y sólo eso. Así lo anota Christopher Vargas en “La participación del Mujam y del arte urbano en el proceso de regeneración de la colonia de los Doctores” cuando refiere el papel de ese museo en la “promoción” del arte urbano, un patrocinio sin mecenazgo real que intenta “revitalizar” su contexto convirtiendo a la colonia Doctores en una galería urbana, un museo al aire libre con curaduría incluida, con la posibilidad de ser un atractivo turístico y de alguna manera generar valor económico.


Ese mismo sentido tienen las instalaciones callejeras, como escribe Johanna Pérez Daza en “El arte urbano como exploración de la cotidianidad. Consideraciones a partir de la obra de Rafael Montilla”.La autora anota que situar piezas de arte en la calle es una forma de toma de ciudad que busca sorprender y asombrar al espectador, peatón o automovilista. Son más vistosas porque en muchos casos son tridimensionales e intervienen la ciudad más como entorno que como lienzo, lo que vuelve esos espacios urbanos en una galería. Los materiales para instalaciones en la calle son variados: plásticos industriales, para construcción, madera, tejidos de estambre para cubrir cualquier objeto tridimensional, pintura sobre pavimento, mosaicos pegados directamente al muro; construyen así diferentes prototipos que permiten al espectador reflexionar sobre lo que ve o al menos disfrutar esa expresión visual. ¿Buscan cuestionar su entorno? Tal vez.


Otro integrante del arte urbano es el adbusting, la contrapublicidad o antipublicidad. Los artistas urbanos que trabajan sobre esta línea van contra la propaganda comercial que se apropia del espacio público para fomentar el consumismo; los adbusters cuestionan “quién tiene derecho a comunicar en las calles o plazas de las ciudades”.[2] Sus acciones consisten en interferir los mensajes y logos comerciales que se encuentran en vallas y carteles con el objetivo de alterarlos, distorsionarlos, editarlos, parodiarlos y de esta forma lanzar un nuevo mensaje con la misma tipografía pero cambiando la intención. Una forma de contrarrestar a una “sociedad, que adora controlar las mentes de las personas y privarlas de verdadera libertad” dice C 215. Sobre este tema escribe Pamela Xochiquetzal Ruiz Gutiérrez en “Destroy the media. La reapropiación de la imagen pública”, artículo que hace referencia a The Billboard Liberation Front de San Francisco, un colectivo que trabaja en Estados Unidos y Canadá organizando campañas como Buy Nothing Day (día de no comprar) o TV Turnoff Week (semana sin TV) e interviene anuncios publicitarios in situ y por medio del hacking para criticar de forma incisiva la producción de imágenes dentro de la cultura de masas. “El límite entre el tablón de anuncios público y la inversión inmobiliaria privada se desvanece mediante un gesto tan insignificante como una firma con rotulador”.[3] DR D, uno de los colectivos adbuster tiene como slogan “Sal y cambia algo en el mundo real”. En sus creaciones mezclan grafiti, arte moderno, bricolaje punky y el espíritu bromista, según apunta Naomi Klein.


Adriana Dávalos en “De Electronic Billboards a pantallas urbanas para la Ciudad de México” da un giro en ese rubro y propone que se legisle en contra del uso abusivo de pantallas electrónicas de publicidad para el consumo porque ahogan avenidas y transporte público de la capital mexicana. Propone que estos dispositivos no se destinen únicamente al uso comercial sino también al ciudadano, es decir, que se haga difusión artística en esas pantallas proyectando obras de manera cotidiana —esto incluye el videomapping— sin que los autores tengan que pagar por ello. Esto se hace, dice la autora, pero sólo de manera eventual en algunos festivales como el Festival Internacional de las Luces (FILUX) o el Visual Art Week (VAW). La autora apuesta por la posibilidad de coexistencia “entre pantallas digitales comerciales y la exhibición de arte en ellas”.


Para cerrar el número se presenta el texto “Bansky: catalizador del arte contemporáneo” de Antonio Pedro Molero Sañudo. El autor toma como referente la obra mordaz de este artista de polémicas creaciones y acciones urbanas, que reta al establishment de los museos y galerías y al mismo tiempo aparenta ser parte del maistream con acciones igual de subversivas, como en su más reciente acción en la famosa galería Sotheby’s que obliga a reflexionar sobre el concepto actual de arte contemporáneo y sus paradojas.


No puedo dejar de mencionar otras intervenciones en el espacio público, no tratadas en este número pero que se están produciendo. Su característica es que debido a los materiales usados sólo destacan al anochecer. Una es el montaje de luces led sobre las señalizaciones viales y peatonales, y otra las gigantografías luminosas llamadas grafitis que sólo se pueden observar de noche en toda su magnitud por el tipo de pintura empleada. Tampoco se puede omitir hacer referencia al grafiti inverso, es decir, el que produce imágenes limpiando. Fue iniciado por Alexandre Órion en Brasil en un túnel para automóviles lleno de hollín dibujando a mano alzada con trapos húmedos calaveras tipo tzompantli, inspirado justamente “en los yacimientos arqueológicos y los muros mexicanos de calaveras”.[4] Tenemos también la pichação que invade Brasil, un paralelo del grafti que da a las letras del alfabeto un estilo vertical.


La vida urbana es un gigantesco laboratorio de la historia, dice Marx,[5] y el arte que se produce en las ciudades en sus diferentes modalidades forma parte de él. Los artistas que intervienen los espacios urbanos generan narrativas múltiples. Sus objetivos son diversos: expresarse, hacerlos “amables” a la vista, “embellecerlos”, interactuar con la comunidad, recuperar el espacio público usurpado por la publicidad comercial, exhibir cotidianidades, necesidades, luchas, desafiar la mirada indiferente, construir territorio e identidad, visibilizar a los invisibles, o que los invisibles vean a su paso las imágenes artísticas, lúdicas y/o cuestionadoras que otros les presentan.


En la mayoría de la producción estética de los espacios públicos los creadores ponen en crisis “la urbanidad sumisa y reproductora del orden establecido, cuyos símbolos nos salen al paso en cada esquina”, dice Alfredo Gurza en “Amor de lejos... De arte urbano y otras distopías”, ensayo que abre este número de Discurso Visual. El autor propone la necesidad de problematizar el arte urbano contemporáneo “como primer paso hacia una crítica materialista e histórica de las ideologías artísticas que permitan [...] imaginar en sus prácticas estéticas, un más allá de la artisticidad burguesa y sus instituciones, a partir en las sensaciones, las percepciones, los sentimientos, la imaginación y las ideas”.

En la calle todos somos anónimos; las mayorías se mueve en lugares que elegantemente llamamos espacio público, en el que convivimos o simplemente cruzamos observando imágenes que no siempre retan la mirada, a veces sólo subyugan porque son más lúdicas y porque es la manera que la gobernanza capitalista consiente como legal y permisible. Ser contestario lleva a otra dimensión, por lo que las estéticas de la calle, en ocasiones “se reducen a la estetización de las contradicciones”, nos dice Gurza.


 

 

 

[1]  Término acuñado por Roland Robertson como una crítica a las perspectivas heterogeneizadoras y homogeneizadoras, tomado aquí en el sentido de hibridación, mezcla y sincretismo entre elementos culturales locales y transcontinentales que se plasman en las producciones artísticas.

[2]  “Todo mundo debería tener su propia valla publicitaria”, entrevista a Jack Napier en Street Art, recetario de técnicas y materiales del arte urbano, Barcelona, Gustavo Gili, 2013, pp. 34 y 35.

[3] “Las paredes urbanas como altavoz público”, entrevista con Swoon en ibidem, p. 26.

[4]  “No te fies de las recetas: experimenta”, entrevista con Alexandre Orión en ibid., p. 94.

[5] Henri Lefebvre, El derecho a la ciudad, Barcelona, Ediciones Península, 1976, p. 6.