JULIO
DICIEMBRE
2020
Leticia Torres / historiadora
del arte
INVESTIGADORa DEL CENIDIAP
letatc@prodigy.net.mx
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La escritura ante la muerte no es nunca deliberada; sobreviene. Esta aparición intempestiva, exacerbada, enturbia un pudor degradado. Es preciso habitar esa excrecencia, esa locuacidad indecente. La palabra irrumpe desde una oquedad. Pero arrancada del tiempo, es también ajena a la memoria. No obstante, es una palabra que se encubre en la nostalgia para sellar el vacío, para ocultarlo. La nostalgia en la escritura de la muerte no se ofrece sino como un consuelo ante la impotencia de la memoria, es la derrota de la palabra ante lo inasible de la desaparición.
Raimundo Mier
Tercera Bienal de Cerámica Utilitaria, Museo Franz Mayer, 2007.
Hablar de Alicia Sánchez Mejorada desde esa palabra vacía de presencia es escribir sobre la colega, compañera, amiga y sobre todo la hermana a través de un recuerdo vago, desdibujado por el tiempo, pero aferrado a la memoria y por la memoria. Alicia nos dejó mucho en el corto tiempo que estuvo entre nosotros, supo mezclar el conocimiento con el afecto, la creación con la amistad y la amistad con la vida. Bajo esa ecuación su escritura se fue transformando y sus imágenes y formas se impregnaron de sentido. Sus investigaciones estrechamente vinculadas a la esencia humana construyen y relatan historias entretejidas por y desde la creatividad, la memoria y el sello personal de sus personajes; Alicia es una cazadora de apasionamientos y aficiones, de ambientes, procesos e inferencias. Su ágil e inteligente pluma, extensión de sus manos creativas, camina junto a sus temas construyendo biografías, cediendo la voz a sus protagonistas, dando vida a sus obras y recreando mundos simbólicos: Alicia habla de sí al hablar del otro.
Conocí a Alicia en la universidad. Ambas ingresamos a Historia del Arte en el mismo año; ella venía de Ingeniería Electrónica, carrera a la que había entrado con la ilusión de utilizar la computadora para hacer arte a la manera de Manuel Felguérez, quien integró esa nueva tecnología a su quehacer artístico desde la década de 1970. No obstante, la aridez y frialdad de la ingeniería, así como lo poco amigable de las ciencias exactas a las que se enfrentó, la hizo declinar a sus aspiraciones, pero no a su pasión por el arte. Así fue como se incorporó a la aventura que la Historia del Arte le brindaba, ese viaje fabuloso por el mundo y el tiempo; por el pensamiento y la creación, disciplina que la animó a tomar la escritura como herramienta de expresión y a la investigación como afición de vida; dos virtudes familiares que Alicia reviviría: la de su padre, Hernando Sánchez Mejorada, extraordinario científico e investigador de cactáceas, y la de su tía abuela, Antonieta Rivas Mercado, a la que le heredó la fina y sutil escritura.
Recuerdo que poco tiempo antes de terminar la carrera llegó, como siempre, un poco tarde, con un brillo especial en su mirada y con esa sonrisa de niña traviesa que busca un cómplice para su próxima hazaña. Con gran emoción me comentó que en el sur de la ciudad había encontrado un lugar donde se impartían clases de cerámica, eran los talleres del Seguro Social ubicados en Unidad Independencia, ahí Nemesio Estrada, ceramista de larga trayectoria, transmitía sus saberes. Su interés por la cerámica había nacido en Puerto Rico, en el taller Casa Candina de Toni Hambleton, donde por primera vez había palpado al barro y descubierto la gran nobleza y versatilidad que ofrecía para la expresión artística. En esa época fue cuando, parafraseando a Toni, “sintió que el barro se le iba metiendo por los poros de las manos y después no se lo pudo sacar jamás”. A partir de esos inolvidables tiempos Alicia se subió a la barca de la experimentación y de la alquimia y navegó por los océanos de la arcilla y el fuego.
Al salir de la universidad se aplicó a conseguir trabajo. Por fortuna del destino entró a un pequeño y recién creado centro de investigación del Instituto Nacional de Bellas Artes nombrado CCAAM (Centro de Conservación del Archivo del Arte Mexicano), gran proyecto de Francisco Reyes Palma que tenía por objetivo reunir, primero, la memoria histórica de las artes plásticas en México durante el siglo que transcurría, para luego reflexionar sobre ella y generar la construcción de una historia reflexiva en distintos niveles y campos del saber. El centro se ubicaba en el sótano del museo Carrillo Gil y compartía el espacio con el Centro de Investigación Artística. En pocos meses Alicia había realizado trabajo hemerográfico, formado el Fondo Santos Balmori, elaborado las secciones Gilberto Bosques y Manuel Gómez Morín e iniciaba la organización del Fondo Carlos Mérida. Con esa pasión que la caracterizaba, platicaba de sus hallazgos en los documentos inéditos que le revelaban proyectos, sueños, logros y fracasos: aquellas tensiones que construyen la historia; de aquellas imágenes insólitas que impregnaban su imaginación y de sus tardes charlando, entre café, papeles y fotografías, con Balmori y su esposa la bailarina y coreógrafa Helena Jordana, de los eventuales encuentros con Carlos Mérida en su estudio y de lo extraordinario que era conocer y dialogar con personas artífices de la cultura del país.
Me integré a las filas del CCAAM y tras terminar la cuota en la hemeroteca me uní al equipo que trabajaba el fondo Carlos Mérida —Alicia y Xavier Guzmán. Me vienen a la memoria esos grandes momentos que pasamos los tres, entre cajas, papeles dispersos, cartas, fotos, escritos inéditos y todas aquellas sorpresas que suelen contener los archivos personales. Nos situaron en un pequeño cuarto junto al estudio del pintor que se ubicaba en la Galería Almer, que en aquellos tiempos seguía funcionando pese a la partida del artista. En aquella habitación pareciera haber nacido una profunda relación de camaradería. Fueron años muy productivos, al tiempo que acabábamos de microfilmar los documentos de la galería, iniciábamos la recuperación del Archivo Histórico del INBAL, empezábamos a escribir lacronología de la antología Escritos de Carlos Mérida sobre arte; el muralismo, compilación de nuestra autoría publicada en 1987, y nos preparábamos para la siguiente aventura. El centro se había cambiado a la casa estudio de Diego Rivera, en San Ángel, y se iniciaba un proceso institucional de homologación de los investigadores y la fusión de nueve centros en cuatro. Esto implicó el cambio de nombre, ahora éramos el Cenidiap y teníamos un hermano en la colonia Nápoles. Algunos compañeros como Julio Gulco y Cristina Mendosa fueron reubicados y otros se integraron, como Armando Torres Michúa, Ana Rodríguez y Patricia González. Nuestro paso por la casa azul era eventual, puesto que Francisco había gestionado tres nuevos proyectos: los fondos Gabriel Fernández Ledesma, Isabel Villaseñor y su biblioteca. Alicia se encargaría del pintor, Francisco Hernández de la biblioteca y yo de Isabel. La ubicación de los fondos era la Villa de Guadalupe, en la Calzada de los Misterios en la antigua casona hogar de Fernández Ledesma, de gruesos muros de adobe, ventanas alargadas, portón de manera con picaporte de manita y revestida con cuadros de los artistas, muebles de época, objetos, fotografías y un patio que conservaban algunas cactáceas que trasmitían con nostalgia las vivencias de otros tiempos y que fueron inspiración de las últimas obras de Isabel. Ahí trabajamos por poco más de seis meses. Ahora que lo pienso, la amiga además de ordenar los documentos de la Villa se internaba en el mundo de Antonio y Antonieta Rivas Mercado, de la columna de la Independencia, de los Contemporáneos, de Manuel Rodríguez Lozano; escuchaba más atenta que nunca los recuerdos y las historias que le narraba su abuela Alicia, hurgaba en la memoria familiar.
Repartíamos el trabajo entre el Cenidiap y la casa de la Villa, detallábamos la antología de Mérida con la ayuda de Armando Torres Michúa e iniciábamos la catalogación del Archivo Histórico del INBAL. En una ocasión Francisco envió al equipo de la Villa a visitar a Kati Horna, quien había realizado un convenio para donar su extenso archivo fotográfico. Como lo describe la propia Alicia:
La casa de Kati era mágica. Tenía una puerta que dividía su estudio-biblioteca del comedor, donde había empotrado canicas de colores. Eran como su universo particular. Si prendía la luz del cuarto vecino, el vidrio de las canicas relucía como planetas. Retazos y botones le llamaban por igual la atención para recrear su universo personal. No veía televisión, ni escuchaba música, pero su casa era de imágenes y sonidos. En ella colgaban collages, objetos y conchas que cantaban con el viento y siempre tenía una historia que contar. Toda su casa poseía vida interna, y si sabía que ibas a verla te ofrecía un banquete: pan de centeno, pepinos, aguacate, mantequilla, queso y mermelada, fajitas de pollo con paprika, etcétera, platillos que acompañaba con vino blanco o las combinaciones de té de distintos sabores.
Desde esa primera visita Francisco y yo entendimos que Kati, su espacio, sus objetos, mundos e historias formarían parte esencial en la vida afectuosa e intelectual de Alicia; creo que esas almas viejas en algún momento de la existencia humana se conocieron y compartieron aventuras y sueños que resonaban en el presente.
Con Kati, Alicia se sumergió en mundo del surrealismo, de los migrantes europeos que habían adoptado a México como segunda patria: Leonora Carrington, Remedios Varo, Edward James, Benjamín Péret… Y conoció, a través de las vivencias y del ojo de la fotógrafa la cultura de las décadas de 1960 y 1970, sus protagonistas y la sinrazón de los tiempos: Juan GarcíaPonce, Alejandro Jodorowsky y el teatro: La ópera del orden y Penélope cuyo guión y escenografía fueron de Leonora Carrington; la revista S.Nob, la generación de la ruptura, la revista Mujeres y sus personajes, el mundo del espectáculo, La penitenciaría, La Castañera y los mundos olvidados…
Ceramistas del Tajín, Veracruz.
Nuestra estancia en la casa estudio de Diego Rivera fue corta puesto que se había planteado hacer del espacio un museo. Nos mudamos a la casa de junto, obra también del arquitecto Juan O’Gorman, que había sido habitada por Frida Kahlo. El centro estaba cambiando, crecía, habían ingresado nuevos investigadores: Carmen Gómez del Campo, Alma Lilia Roura, Antonio Graham y Claudia Ovando. De las últimas comisiones que Francisco nos encargó, puesto que su gestión como director del centro llegaba a su fin, fue la organización y microfilmación del fondo Carlos Mérida que guardaban los dueños de la Galería Arvil en la cerrada de Florencia de la Zona Rosa; ahí encontramos material indispensable para completar una extensa cronología del artista que redactábamos en aquel entonces. Con el cambio de dirección se concluiría toda una fértil época de trabajo y se iniciaría el desmantelamiento paulatino de un gran proyecto; la fórmula de reunir memoria para deliberar sobre ella y generar la construcción de una historia reflexiva para ser divulgada de Reyes Palma sería abandonada. Pocos archivos fueron integrados desde el cambio y los proyectos, presupuestos como también las publicaciones disminuyeron cuantiosamente y se realizaron de manera discrecional; la política cultural de la institución también había cambiado y dejaba a la deriva a los investigadores: teníamos que aprender a navegar solos. Sin embargo, Alicia consiguió publicar, en 1992, el libro de la columna de la Independencia a través de la editorial Jilguero.
Iniciábamos la década de 1990 con encargos institucionales, algunosasignados, otros buscados, como la exposición Homenaje a Carlos Mérida, donde nuestra colaboración cubrió todos los frentes: auxiliares de la curaduría, escritoras de ensayos para el catálogo, buscadoras de obras e imágenes tanto para la exposición como para la elaboración de un audiovisual que hicimos en las oficinas de IBM y concluimos la vasta cronología del artista, más de cien cuartillas, la cual no se publicó. También participamos en el libro México en el mundo de las colecciones de arte, de la editorial Azabache y junto con la doctora Esther Acevedo realizamos los tres tomos de la antología Diego Rivera. Obras para el Colegio Nacional. Por su parte, Alicia curó y elaboró el estudio preliminar para el catálogo de la exposición La medicina y el arte; redactó la conferencia “Antonieta Rivas mercado: mecenazgo y actuación entre 1927 y 1928” para el XX Coloquio Internacional de Historia del Arte del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM; escribió Viejos recuerdos. Nuevas memorias, para la Asociación Mexicana de Alzheimer y Enfermedades Similares (AMAES), Poesía concreta y antecedentes del arte correo para el catálogo de la exposición Los ecos de Mathias Goeritz de 1997.
Para los primeros años de la década había terminado la organización y catalogación del Fondo Kati Horna y tenía en mente la metodología a seguir para la elaboración de un libro, publicación que por la mezquindad académica e institucional le fue arrebatado. En 1995 editaron el Cenidiap, el Centro de la Imagen y el Fonca un pequeño libro rojo sobre Kati, la autora: Emma Cecilia García Krinsky… Alicia era un ser con una claridad sorprendente, ese evento, como algunos otros que giraron alrededor de la obrera del arte —como Horna se nombraba—, en vez de desmotivarla la conminaron a internarse más en su mundo. Quizás Alicia sabía que necesitaba tiempo para depurar sus reflexiones, para absorber la sensibilidad y la personalidad de Kati, para afinar su escritura; siguió inteligentemente la consigna de esa sabia mujer: “la materia dicta al tiempo”, es decir, en palabras de Alicia, “la creación necesita un proceso determinado para realizarse y no es el tiempo ni la premura lo que produce una obra resuelta, sino la dedicación y la creatividad personal”.
Para el libro rojo escribó un artículo; especie de crónica de los trabajos por encargo y reportajes que Horna realizó para diversas publicaciones durante más de cincuenta años. En esta travesía escogió imágenes-insignias que para ella contenían huellas, hilos conductores que hablaban de los procesos creativos de la fotógrafa, y las recubrió de palabras; nos compartió su lectura que les daba otro sentido al simple reflejo de fragmentos de la realidad que mostraban. Con este texto iniciaba un fecundo esfuerzo por aprehender a Kati. Publicó, que yo recuerde, un artículo para la revista Cuartoscuro en 2000, año que la fotógrafa escogió para abandonar el mundo; también ese año escribió para la revista Alquimia el ensayo “La fuerza evocadora de La Castañeda”, y para 2004 se subió a la página electrónica del Cenidiap el libro Kati Horna y su manera cotidiana de captar la realidad, el cual, junto con El encanto de Kati Horna, pequeño texto publicado en la colección del Cenidiap Abrevian Ensayos, 2005, se han convertido en material de referencia para aquellos que han escrito sobre Horna.
La última aventura que Alicia compartió con Kati fue un íntimo homenaje que le preparó en 2012, año del centenario de su nacimiento. En esa ocasión no recurrió ni a la pluma ni al papel, sino a la creatividad y a su veta artística que ya había desarrollado por años en el quehacer cerámico. Llevó a cabo durante meses un proyecto que compartía con la artista, un trabajo al alimón que Kati hubiera disfrutado: intervino varias de sus fotografías, las que para Alicia tenían un significado muy especial, el cual nunca le pregunté. Aquella inolvidable muestra expuesta en la Galería Machado incluyó también obras-homenaje de Yani Pecanins y Elsa Chabaud. En la nota sobre la exposición publicada en el diario La Jornada, Fabiola Palapa comenta que: “Para Alicia Sánchez, la muestra convoca esa fugacidad de tiempos traslapados, de momentos robados, capturados por la cámara de Horna”, y cita un pensamiento de Alicia que sintetiza lo que Kati le reflejaba “por su encantadora presencia, por su inagotable conversación, que se pierde pero que al mismo tiempo persiste en la memoria, genera en el espectador la presencia de lo maravilloso”.
Hoy me doy cuenta que Alicia no cerraba ciclos sino más bien realizaba una especie de desplazamiento, una peculiar fórmula de digerir esencias. En su último escrito de Abrevian Ensayos atrapa y teje sutilmente la naturaleza de los procesos creativos de la fotógrafa, naturaleza que asimiló y que compartió con Kati como el culto y la pasión por la vida. Alicia expresaba esa pasión en la cotidianeidad, en su generosidad, en los mundos mágicos que recreó a través de su cerámica, en su casa como centro de reunión, en sus últimas investigaciones, en la manera de enfrentar su enfermedad.
Para Alicia los días corrían más despacio, alargaba las horas, había tiempo para todo; investigaba, escribía, asistía a seminarios, dictaba conferencias, visitaba todas las exposiciones que se presentaban en la ciudad; acudía a las juntas de Consejo Académico del Cenidiap —fue miembro en varios periodos— y colaboraba con entusiasmo cuando la llamaban a participar como jurado del comité de selección del Fonca, para ella era todo un evento. Fue convocada en varias ocasiones, le ilusionaba evaluar los proyectos, los analizaba, investigaba a fondo las propuestas, su viabilidad y aporte; era un trabajo que gozaba, como también disfrutaba cuando la convocaban para ser parte del jurado de los premios de excelencia y desempeño académico del INBAL. Además de leer nuestros escritos, sus aportaciones y comentarios que siempre se le agradecían, tenía una capacidad muy especial para la escritura y la organización de ideas.
Como extendía las horas, acortaba las distancias; para Alicia no existían caminos largos que le impidieran llegar a sus pasiones. No existían los imposibles. Desde que eligió la cerámica como su medio de expresión artística buscó talleres y ceramistas que le enseñaran los secretos de la tierra y el fuego. Como buena investigadora escuchó atentamente las narraciones de los protagonistas de un joven movimiento artístico desconocido y olvidado por la historia del arte de México, y así nació su inquietud por investigar y documentar su trayectoria; vio a la cerámica como sujeto generador de saberes: Alicia quedó atrapada por el universo del barro.
Conforme se especializaba en la técnica tomando diversos cursos, creaba imágenes y formas que en poco tiempo se convirtieron en un sello inconfundible de su obra. Una de sus obsesiones fue la naturaleza, hojas y árboles, sus diferentes colores y texturas, que reproducía constantemente y que respondían a un llamado del pasado. Alguna vez comentó su gusto por el paisaje natural que le recordaba su infancia, cuando salía con su padre en búsqueda de cactáceas, o simplemente a disfrutar y sentir la naturaleza. Recuerdo que en los viajes que hicimos observaba las texturas de cada árbol y planta que se nos cruzaba en el camino, y con su teléfono constantemente los retrataba. Tenía un ojo maravilloso, una forma mágica de encontrar objetos en lugares extraños: juego de composiciones que sólo ella veía, de alguna manera les descubría su secreta armonía. En su incansable andar tejía recuerdos y recreaba historias, construía seres marinos y terrestres que parecen haber habitado en otros tiempos; su cerámica y libros visuales son las resonancias de las rutas que caminó.
Para la década de 1990 Alicia ya había entrado con su obra y su presencia al gremio de ceramistas. Había tomado cursos en el Centro Cultural MOA, en Toluca, con Wakana Higuchi; contactó a Ruth Beltrán y Claudio López: conoció a Graziella Díaz de León, Hugo Velázquez y Aurora Suárez, y se integró al taller de Magda Alazraky. Asistió, en 1999, al primer Encuentro Nacional de Ceramistas, donde constató que su intuición sobre documentar el mundo de la cerámica no sólo era necesario sino de suma importancia para los estudios del arte del país. Ya empezaba a recopilar datos, a indagar entre las narrativas que escuchaba, a formularse preguntas. Alicia conocía parte de aquella historia; en la década de 1980 se integró al Taller de Crítica de Arte de la UNAM, impartido por Armando Torres Michúa, quien era un entusiasta seguidor de los resultados estéticos de la cerámica artística que se producía en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) de la universidad. Él fue testigo de la inauguración del taller de escultura en cerámica por la artista austriaca Gerda Gruber en 1967. Armando, desde las páginas de la revista Artes Plásticas de la ENAP, que dirigió, difundió las obras de los alumnos del taller y publicó algunos artículos sobre el tema. Sin embargo, Alicia sabía de la otra historia que se desarrollaba paralelamente, afuera de las aulas de la Academia. De su primer mapeo escribió una conferencia, en la cual realiza una especie de cartografía que recorre: “Las particularidades legendarias y contemporáneas que revisten a la cerámica mexicana [y que] permiten entenderla como un valioso medio de expresión artística“. En el texto ubicaba a los actores y a los puntos de la República, polos de producción y difusión de la cerámica donde gestaba con más fuerza este movimiento y planteaba ciertas problemáticas alrededor del quehacer cerámico como el mismo título de su conferencia lo revela: La cerámica ¿es arte?
Gloria Carrasco, Gordon Ross y Alicia Sánchez
Mejorada.
Alicia, como se suele decir, entró de lleno al mundo de la cerámica. En 2003 fue nombrada asesora de las Bienales de Cerámica Utilitaria convocadas por el museo Franz Mayer, y jurado de la misma por dos ocasiones; ganó el premio de adquisición Nuevo León 2007 de la Bienal de Arte en Cerámica con su obra Migrantes y su taller fue el lugar donde compartió sus conocimientos, pero también se convirtió en centro de reunión de colegas y amistades. Recuerdo cuando un grupo de amigos nos reunimos en ese espacio para hacer algunas “figuras” que planeábamos repartir, como muestra de solidaridad, entre las personas que asistieron al evento-bienvenida de Javier Sicilia y la caravana del movimiento por la paz con justicia y dignidad, organizado en Ciudad Universitaria
Durante los tiempos más obscuros que ha atravesado el Cenidiap, entre 2000 y 2004, Alicia nos platicaba con gran emoción a Carmen Gómez del Campo, Ana Rodríguez y a mí sobre el gremio de los ceramistas, las obras que se estaban creando y sobre las historias del desarrollo de esa disciplina artística. Nos planteó su proyecto y nos invitó a participar en su aventura, invitación que aceptamos. El primer paso que dimos, además de realizar el protocolo, fue redactar una pequeña conferencia que planteaba ciertas líneas conceptuales como propuesta metodológica para la formación del Fondo de Cerámica Contemporánea en México; este texto tenía como finalidad, además, ser nuestra carta de presentación frente al gremio de ceramistas y convocarlos a colaborar con nuestra empresa. El lugar elegido fue el segundo Encuentro Nacional de Ceramistas en Monterrey; Alicia había conseguido un espacio entre las conferencias previstas por los organizadores. Ese viaje fue el primero de varios que realizamos en busca de historias, imágenes y documentos que nutrieran nuestro fondo. El camino a seguir ya lo había trazado Alicia.
En 2004 hubo cambio de director en el Centro. Carlos-Blas Galindo tomó el timón y le dio oxígeno al agonizante Cenidiap. Su mayor acierto fue incluir entre sus filas a Eréndira Meléndez como subdirectora de Investigación, colega de gran inventiva, máquina generadora de proyectos y una bala para conseguir su viabilidad. Su meta fue difundir nuestro trabajo, su mecanismo: generar espacios; su interés: proyectar la riqueza que generaba la comunidad del Centro, dar a conocer todas esas investigaciones guardadas en el cajón, activar la producción académica. Durante su gestión se rediseñó la revista Discurso Visual otorgándole una cara más digna y profesional; diseñó la colección Abrevian Ensayos, que hasta hace poco consistía en la publicación de series de diez breves escritos que giraban sobre un tema determinado, basado en los lineamientos de investigación; creó Abrevian Videos, y para la primera colección de doce entabló convenios con Canal 23 para su elaboración y con Canal 22 y Tv UNAM para su transmisión. Consiguió difundir nuestro trabajo en el interior del país a través de los centros de las artes de los estados, donde asistimos varios de los investigadores a dictar conferencias sobre nuestros temas. En fin, echó andar al Centro. Como Alicia, muchos de nosotros aprovechamos los espacios que se abrían. Para la primera colección de videos realizamos el guión, hicimos entrevistas, recopilamos imágenes seleccionamos música yparticipamos en el montaje del video Una mirada a la cerámica contemporánea en México, el cual se presentó en varios foros como en el primer Encuentro de Investigación y Documentación del Cenidiap, 2005, en el Simposio Internacional de Cerámica Escultórica Monumental, 2007, Xalapa, Veracruz, en la tercera Bienal de Cerámica Utilitaria del museo Franz Mayer y en la Escuela de Artes Visuales de la Universidad Laval de Québec, Canadá, entre otros. En Abrevian Ensayos y en la revista publicó sus ensayos sobre Kati Horna, anteriormente comentados, y varios otros que giran en torno al barro.
Alicia supo cómo conjugar sus pasiones, unas heredadas, otras adquiridas y aquellas que emanaban de su interior. En cada investigación o cada creación imprimía esbozos de sus afectos. De Antonieta Rivas Mercado: el teatro, trabajó a Celestino Gorostiza y recuperó a Leonora Carrington, con Kati Horna se internó en las resonancias del surrealismo, igual que en La Castañeda, en Xilitla; y de su quehacer artístico transfirió el barro a la escritura a través de Javier del Cueto y el gesto de las manos, de Saúl Kaminer y Gustavo Pérez, e integró la escritura al barro como huella-mensajes de una lejanía, un secreto que evocaba su disfrute a la vida: el mar.
Centro Nacional de las Artes. Encuentro 20 años del Cenidiap. Octubre, 2005.
Aquella imparable creativa de Alicia por la cual el tiempo se alargaba de manera insospechada no cesó pese a su malestar. Creo ahora que ella estaba consciente que tenía que cerrar un ciclo, ya no quedaba más tiempo para aplazarlo, para desplazarlo, ese ciclo era el de su existencia. Con su partida dejó un gran vacío entre los que la rodeábamos. Hoy extrañamos su presencia, su afectividad, ese inolvidable encanto y alegría, su incansable andar y su forma positiva de comprender la vida. Gordon Ross, quien meses después decidió acompañarla en esa desconocida travesía, escribió como homenaje-recuerdo de su colega y amiga:
Alicia decidió ir tras el conejo. Estará ahora con su sonrisa de toda la vida tomando el té en una contertulia donde el reloj siempre marca las cinco, hora donde los amigos conversan bajo la clara luz de la tarde. Allá nos espera mientras modela en barro la figura de la reina de corazones, ella que fue un gran corazón. Quiero recordarla así, pintando un conejo con engobes una bella tarde en el Alfar mientras escuchaba a mi nieta Lucy platicarle la historia de sus tres gatos. Yo estaba tras la cámara filmando sus manos, sus bellas manos ajadas por el oficio de la generosidad. Otra tarde caminando por Reforma me señaló la casa de su abuela, de esa línea de guerreras de la que ella era parte y sus ojos brillaron con la luz que mantiene viva la ciudad. También fue una tarde cuando recibí la noticia de que había partido, sentado en el mismo sofá donde otra tarde se quedó dormida el día que los médicos le dieron la sentencia. Un dolor se unió al otro. Peleó años, pocos, pero brillantes y nos dejó una clara lección: no importa la oscuridad si uno es luz.