Nierika, núm. 3 "La política visual del narcisismo: estudios de casos", éxico, Universidad Iberoamericana. En línea.
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Nierika y la política visual del narcisismo
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CARMEN GÓMEZ DEL CAMPO • PSICOANALISTA
carmengdelc@gmail.com
LETICIA TORRES HERNÁNDEZ •
HISTORIADORA DEL ARTE
letatc@prodigy.net.mx
Investigadoras del Cenidiap
Celebramos la aparición del tercer número de la revista en línea Nierika. Estudios de arte. Nos congratula en especial presentar esta edición dedicada, en su cuerpo central, a la problemática del narcisismo como un elemento de análisis para los estudiosos del arte. Sin duda el narcisismo es un concepto central para la teoría freudiana y, como lo hizo para la formulación de otras más, Sigmund Freud tornó su mirada hacia la mitología griega y latina para poner al día aquello que los grecolatinos ya habían perfilado. Narciso, al transgredir la prohibición de conocerse a sí mismo, descubre su imagen y su sombra reflejadas en un estanque. No sabe quién es pero queda prendado de lo que ahí ve, nos dice Ovidio, sin embargo, si se retira lo pierde y, finalmente, muere ligado a ella. Si el mito de Narciso le permitió a Freud ahondar en las profundidades del alma y en la constitución del psiquismo y del cuerpo, y a varios filósofos tomar de él resonancias enriquecedoras para la razón, a los historiadores de las artes visuales parece convocarnos, y hasta diríamos, obligarnos a repensar y descifrar el problema de la imagen, de la sombra y del reflejo.
"La política visual del narcisismo: estudios de casos" es, creemos, una repuesta a esta convocatoria. Desde la presentación del número, bajo la pluma de Tirza True Latimer, queda marcada la distancia con la concepción psiquiátrica del narcisismo, entendido como un trastorno de la personalidad, o con el uso restringido a estudios en el campo de la homosexualidad, esto es, aquellos que reducen el narcisismo a una especie de expresión egocéntrica, restándole al concepto las múltiples evocaciones culturales y estrategias analíticas que, en particular dentro de la producción del arte contemporáneo y moderno, centrada en buena medida en el cuerpo, estarían exigiendo ser puestas bajo nuestra mirada y tratamiento. Una “reevaluación” del concepto, propone la editora, que no atrape al narcisismo en la línea de una operación identificatoria ni tampoco suplirlo por una estrategia del deseo que aislada descalificaría al narcisismo como un motivo para la investigación; en todo caso se trataría de articular ambas, para la cual sugiere como estrategia al investigador un conocimiento del desarrollo del concepto dentro del psicoanálisis así como de la literatura y la cultura visual.
A través de cuatro miradas que se acercan a prácticas visuales en las cuales están en juego elementos ligados al narcisismo, como el espejo, el reflejo, la reificación del cuerpo propio, o bien la relación con el cuerpo y con el otro, este número nos introduce “a nuevas comprensiones del narcisismo como un modo radical de investigación cultural”.
Siguiendo los márgenes de este camino, Jennifer Hirsh, historiadora y crítica de arte, devela a Narciso en y sobre la obra de Félix González-Torres a través de su acercamiento a Freud y a Jacques Lacan, y la interviene con referencias literarias de Ovidio y Rilke. En Sin título (Orfeo dos veces), de 1991, el artista coloca dos espejos dispuestos uno al lado de otro separados por una hendidura, esto provoca en la historiadora la remembranza de los Sonetos a Orfeo, que escribiera Rilke, en los que el poeta enlaza el mito de Orfeo con el de Narciso al poner en juego un espejo-umbral que es traspasado por la mirada. Hirsh intuye que González-Torres, con sus espejos, escenifica también la imbricación de ambos mitos. Los motivos ligados al narcisismo, como son el espejo, el reflejo, la imagen, le permiten a Hirsh jugar con dualismos que la obra en su extremo minimalismo expone: la ausencia y la pérdida, el yo y el otro, la totalidad y el fragmento, el adentro y el afuera, lo espacial y lo temporal, la imagen y la mirada. Los protagonistas de ambos mitos cargan sobre sí la prohibición de ver, uno a sí mismo, el otro a su amada. El artista, nos dice la historiadora, obliga al espectador a mirar su imagen-reflejo sobre un espejo dividido, lo cual lo confronta a perderla al pasar al otro lado de esa grieta, para mirarse de nuevo en un reflejo de sí que al moverse se fuga con él. Pero este montaje favorece que al aparecer de nuevo su imagen en el otro espejo, un otro tiempo y un otro lugar emerjan y hagan revelar la presencia ya no de un sí mismo sino de un otro, el cual sólo surge gracias a la mirada del primero. La imagen aquí cobra una particular riqueza, intuye la autora, ya que convoca al desaparecido, pero a la vez evoca lo efímero de su presencia. De esta manera Hirsch devela uno de los artificios que la conjunción de los mitos en la obra de González-Torres realiza: el mirar convoca al otro y a sí mismo, pero el mirar conlleva un riesgo, la desaparición del otro y la evanescencia de la imagen de sí.
El espejo, coagulador de la imagen, a su vez, llamará la atención de la autora. En otras obras como Sin título (Espejo en azul) y Sin título (Loverboy), de 1990, ambas piletas de papeles color azul, invitan al espectador, nos dice la autora, a representar el destino de Narciso: inclinarse y mirar su reflejo en ellas. Buscando atrapar al cuerpo en su volumen mediante el acto de levantar una a una las hojas de la pila, el papel, en su fragilidad, pone de manifiesto la imposibilidad de aprehender la corporeidad, o apresar la imagen como garante de la permanencia.
En su ensayo, Hirsch desmonta de manera implacable los artificios que el artista construye en su intento por traer de nuevo al mundo de los vivos a su amado. Cuando va a buscarlo al inframundo a través de sus espejos y piletas, lo que encuentra es su reflejo, que no es sino su propia imagen proyectada, o una imagen efímera que no es sino la de él mismo convocándolo como Eco lo hiciera con Narciso. Imágenes en eco.
Jennifer L. Shaw nos coloca frente alos reflejos en el espejo en el enigmático fotomontaje C.M.C. con el cual Claude Cahun abre un capítulo de su libro Aveux non avenus de 1930. Poeta, fotógrafa, artista plástica, ligada al movimiento surrealista y a pensadores de la época como Lacan y Georges Bataille, la autora encuentra en su obra un camino privilegiado para reconstruir las transformaciones y las transmudaciones del concepto de narcisismo en las primeras décadas del siglo pasado.
Bajo lo que llamara “neonarcisismo”, Shaw resalta los giros y vueltas que la artista logra deslizar en sus fotomontajes y en su poética. A una imagen coagulada de un ideal que paraliza al sujeto fascinado frente al todo que ahí mira, la artista le da un vuelco: esa imagen es un fragmento, solo eso, de una idealidad. Frente a ese pedazo puede verse, aceptarse en sus límites y, en esa fractura, abrirse al otro. Cahun se conduele frente al conflicto de Narciso atrapado en la idealidad de su imagen, nos dice la autora, e intuye que es, en ese momento, cuando la artista trastoca el sentido del concepto: arrancándolo de sus connotaciones autorreferenciales lo convierte en una estrategia de resistencia y en otra manera de acceder al conocimiento de sí mismo. Gracias a su trabajo fotográfico, la artista descubre los ecos plásticos y poéticos del reflejo; con ellos juega, los monta y desmonta, los articula y desarticula desplegando las múltiples plasticidades y resonancias que las reverberaciones producen; todas a partir sí de un sujeto, pero ninguna de ellas, ni su suma tampoco, lo encierran o lo atrapan. Metamorfosis todas, Cahun juega con la posibilidad infinita del reflejo y del eco liberando a Narciso de su ensimismamiento para abrirlo al mundo y al otro y, todo ello, lo detona la autora.
A su vez, Julia Skelly apela al espejo, espejito para tratar los usos y abusos culturales de la palabra narcisismo en la época victoriana. Tomando como motivo la obra Cocaína (1919) del pintor Alfred Priest, la autora lo enlaza con El retrato de Dorian Gray, la célebre novela de Oscar Wilde, publicada veinte años antes, y con la condición homosexual del escritor para destacar cómo el adicto y el homosexual eran reducidos a la condición peyorativa de narcisistas. El cuadro, nos dice la autora, está lejos de representar la postura erguida y potente de aquel que ha consumido coca. Por el contrario, nos muestra a un hombre entregado a un reposo ensimismado alejado del mundo, cercano entonces a una posición narcisista sancionada así por la mirada conservadora de la época. La autora repara en la vestimenta para enlazarla con la figura del dandy y a éste con el esteta, de algún modo epítetos con los que el escritor fue calificado en su momento. La autora intenta mostrar cómo el conservadurismo de la época elaboró una especie de ecuación que homologó al homosexual, al dandy, al esteta y al adicto bajo el común denominador de narcisistas entregados a su imagen o a su objeto adictivo, atentando así contra el orden y exacerbando los temores imperantes en una sociedad de posguerra.
La propuesta de Skelly es apasionante, solo que su análisis confunde el constructo social de la palabra narcisista con el concepto teórico, y cae en acepciones comunes sobre el narcisismo tales como equipararlo con el enamoramiento de la propia imagen. A su vez, debido al énfasis de la autora en analizar los usos sociales y no clínicos de la palabra narcisista y su vínculo con la adicción, es de extrañar que en su trabajo no recurra a las raíces griegas presentes en la palabra narcótico, pues son las mismas que las de Narciso: el efecto del narcótico es el de la embriaguez y, acentuemos, el desfallecimiento, el adormecimiento ante el objeto adictivo, uno, y el otro frente a la imagen. Narcosis, Narciso, ¿qué no vemos esto mismo en la pintura de Priest? Skelly se guía por el título de la obra y su desencuentro con lo que muestra, sin embargo, no logra dar luz a través de lo que este desacomodo nos vela y devela: la resonancia de una sociedad embriagada y desfallecida por los estragos de la guerra, por la caída de una era que no podía mirarse a sí misma ni en un espejo, ni siquiera en un espejito.
Por su parte, Gervin Ley Gálvez recupera las resonancias semánticas del narcisismo en “Las alteraciones del reflejo de Julio Galán en el estanque de Narciso”. El autor, artista a su vez, reconoce la capacidad de metamorfosis en la obra de Galán, particularmente ahí donde el reflejo, la imagen de sí, la relación con el otro, las vivencias de apremio provenientes del propio cuerpo, son componentes de su escritura plástica a través de los cuales puso a la mirada y en búsqueda de sentido, sus vivencias más profundas y más aterradoras.
Reconstruye el autor la compleja y rica atmósfera cultural y artística bajo la cual se formó el artista. Disecciona la industria del espectáculo para la cual el cuerpo y su imagen, su reflejo, sus disfraces, su exhibición en revistas, anuncios, han suplido al límpido e intocado estanque de Narciso, y subraya la exaltación de una “epidermis sin carne”, sin sujeto que la habite, exhibiendo y ocultando la vivencia de desolación que soporta al espectáculo. Galán, nos dice Ley Gálvez, participa del glamour y el uso cosmético detrás del cual se oculta y protege de los otros y de sí mismo y, al hacerlo, monta los componentes principales del performance: un yo que es a la vez actor y espectador. Su obra, sabemos, está cargada de múltiples reflejos de la imagen de sí mismo pautadas por un cuerpo propio al cual se vive sometido bajo el imperio de sus apremios. Y diremos: he ahí lo que altera al reflejo, he ahí lo que obliga al artista a alterarse para salir de su ensimismamiento y crear objetos, para producir así cultura, encuentro con el otro.
El imperio de la imagen y su reflejo, nos sugiere el autor, conforman desde lo cultural la atmósfera que ahora cobija a Narciso. De ahí que busque desentrañar aquello que muestra y oculta el reflejo y sus imágenes en las figuraciones de Galán, en su condición de Narciso contemporáneo e irredento. Sus reflejos nos muestran y ocultan la experiencia íntima que motiva su obra: detrás de ese hedonismo exacerbado, de sus múltiples y frívolos disfraces, o de sus afanes barrocos y esteticistas, se encuentran las vivencias de dolor, laceración, soledad y vacío que lo habitan. Su obra es el medio con el cual rompe su ensimismamiento para alterarse, generar sentido, mirar al mundo habitado por otros y él, a su vez, también habitarlo. Lo apasionante de este artículo es la sugerencia que nos hace Ley Gálvez de mirar la creación de Galán como una puesta en escena, un performance contemporáneo del mito de Narciso: Galán también se asoma al espejo, o se mira en el lienzo y no sabe quién es, busca conocerse y encontrar al otro en las quimeras de su imagen pero fracasa en su intento, cree que el ilusorio reflejo de sí es el otro y, a su vez, que él es sólo un reflejo del otro. Sus figuras exhiben un cuerpo apresado por apremios y carencias; las zonas abiertas al otro terminan en largos listones hechos tenazas que amarran, lo bello del cuerpo lo eclipsa su reflejo, las alteraciones que desacomodan al cuerpo y lo sacan de su ensimismamiento para encontrarse con el otro, solo lo regresan a la radical soledad donde el cuerpo cobra forma y presencia atrapado en la imagen. Ahí donde intenta dar cuenta de aquello que apuntala y sostiene su corporeidad únicamente puede construir un paisaje de honduras y tormentas. En su intento por preservar al cuerpo de los estragos del tiempo, lo coagula en la quietud de la imagen, y hace de su reflejo el aura que le da forma y contorno, pero no peso y volumen.
Sin duda, Ley Gálvez hace acopio de elementos de análisis de la mitología, la filosofía, la literatura o el psicoanálisis, de ahí que recupere el mito de Narciso en la multiplicidad de sentidos a los cuales, de manera palpable, se abre en nuestra época. Sin cerrar su ensayo a una sola línea de interpretación, el autor hace resonar los ecos que “el vacío de la era” nos devuelve.
Los textos aquí reunidos nos han trasladado a andar varias de las posibles veredas que Narciso transitó en su intento fallido por conocerse y por acercarse al otro. Nos han abierto a múltiples problemáticas inscritas en el arte actual y, más aún, diremos con Freud, en “el malestar de nuestra cultura”. El mito de Narciso, quizá, lo encontramos ahora irradiando desde el centro de nuestra cotidianeidad. El enaltecimiento del cuerpo perfecto, la vivencia de vacío o de fragmentación padecida en el cuerpo, la mirada cegada por la imagen envolvente del sí mismo pero también la que se abre hacia el otro, el reflejo que puede no ser solo de sí sino también abrirnos, trasladarnos y proyectarnos a otras maneras de mirarnos y mirar al otro. Narciso hoy habita entre nosotros y nos convoca a mirarlo desde otros escorzos: el psicoanálisis, la filosofía, la literatura, las nuevas figuraciones, todos con la legitimidad de aquel que busca desentrañar los enigmas y misterios de las expresiones humanas. Volver a leer el mito de Narciso, dejarnos conducir por las metamorfosis de Ovidio, conjugarlas en las resonancias que pulsan desde nuestro presente parece hoy tarea obligada. |
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