D I V E R S A L I B R A R I A • • • • • •
 


Alma Lilia Roura Fuentes, Olor a tierra en los muros, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de bellas Artes, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2012, 392 págs.

 

 

Olor a tierra  en los muros(1)


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ESTHER CIMET S. HISTORIADORA DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
esther.cims@gmail.com


Entre 1921 y 1926 tuvo lugar en los muros de la Escuela Nacional  Preparatoria de la Universidad Nacional, cuya sede era el antiguo convento de San Ildefonso en la ciudad de México, un proceso pictórico en el que participaron varias individualidades. Se trató prácticamente de la fundación del movimiento muralista mexicano, si bien dicho proceso fue precedido por los primeros ensayos y exploraciones que  habían tenido lugar unos meses antes en el antiguo convento de San Pedro y San Pablo. En esta aventura participaron varios jóvenes entusiastas que tenían el privilegio de respirar en esos momentos el oxígeno de la refrescante experiencia de la Escuela de Pintura al Aire Libre recién revivida: Ramón Alva de la Canal,  Fermín Revueltas, Fernando Leal, Jean Charlot y David Alfaro Siqueiros. De los mayores, Diego Rivera aportaba el aplomo de un prestigio y una experiencia ya consolidados, y José Clemente Orozco una mirada ácida e irónica, reacia siempre a las idealizaciones institucionales pero dolorosamente abierta a la tragedia constante de la Historia.

Los  hallazgos de los pintores en San Ildefonso dejaron una marca indeleble y definitoria que habría de estar presente a lo largo de las sucesivas décadas del desarrollo del muralismo en el país. Los muros del ex convento fungieron como el cuaderno de apuntes del muralismo mexicano. En ellos quedaron asentadas las búsquedas que inauguraron las líneas temáticas y programáticas que caracterizaron a este importante movimiento artístico, cuyo impulso irradió sus tonalidades críticas hacia el país y hacia el mundo.

La autora de este minucioso estudio persiguió un objetivo muy específico: seguirle las pistas a la presencia de indígenas y campesinos —cuyas fuerzas insurgentes habían recientemente contribuido al derrocamiento del régimen porfiriano que los excluía y oprimía— en los espacios pictóricos de este momento fundador. Es este hilo conductor lo que lleva a este trabajo de investigación más allá del estereotipo tan repetido en la historiografía acerca del indudable protagonismo de las clases populares en los murales. Si de la glorificación de indios y campesinos se trata, los murales presentan en realidad visiones muy divergentes.

La investigación muestra que, por momentos, este muralismo no “emana de la Revolución”, como se acostumbra estereotipadamente repetir caracterizando al movimiento muralista, si entendemos “la Revolución” como el régimen que se instaló con la derrota de las insurgencias populares y del que luego derivó el Partido Revolucionario Institucional. Por momentos, no siempre, los murales surgieron no “de la Revolución”, sino de la contradicción y el conflicto con sus resultados, al acertar poner sus pinceles en la llaga, sobre ciertas heridas de la nación que hasta el día de hoy no han sido sanadas. Este punto podemos percibirlo claramente, y me refiero al hecho de que las etnias de los pueblos originarios y sectores campesinos siguen siendo objeto de discriminación y conforman el sector más oprimido y vulnerable de nuestro país, no obstante su presencia iconográfica en cuadros y murales.

Pero en el momento de la emergencia el futuro parecía abrirse. Podemos imaginar que esta emocionante aventura pictórica se desplegó en una  exaltada atmósfera  de “Estado naciente” (según lo conceptúa el sociólogo italiano Francesco Alberoni), cuando los sueños y los proyectos flotan en su estado puro, sin haberse aún topado con los obstáculos, las resistencias y las inercias. Estamos en la década de 1920, en el proceso de la reconstrucción que prosigue a los sucesivos movimientos armados y a la represión por la fracción victoriosa de las insurgencias populares, que de todos modos mantienen vivas en los años veinte —y a lo largo del siglo— la impronta de sus reivindicaciones mal atendidas y las evidencias de su urgencia.

La autora se propone desentrañar la complejidad que constituye a cada uno de  los murales para poder dar cuenta más clara de sus notables diferencias. Uno de los elementos de dicha complejidad es la arquitectura virreinal de los primeros edificios, ante la cual se ensayaron las técnicas del fresco (con baba de nopal incluida) y de la encáustica. Entre los desafíos inéditos que representó en ese momento la pintura mural para los pintores invitados, uno fue el edificio que alojaría sus creaciones, con espacios arquitectónicos diversos: bóvedas catalanas, muros inclinados en los cubos de escaleras, muros discontinuos en los patios, interrumpidos por arcadas. ¿Cómo resolver esos espacios y esas dimensiones? ¿Cómo resolver en ellos el relato?

Roura se centra sobre todo en el aspecto de la exaltación del mestizaje. Es este el punto de partida del arte nacional que en nombre del nuevo Estado mexicano José Vasconcelos, como patrocinador, esperaba ver concretado en los muros: cada pintor—con y más allá de los efectos de la interacción grupal—  no pudo sino recorrer su propio camino, armado con los recursos plásticos e ideológicos con los que contaba o fue capaz de desarrollar para responder a la consigna y al desafío. Roura Fuentes analiza de qué manera los puntos de llegada de cada pintor se acomodan o desbordan por la derecha o por la izquierda de las expectativas del prestigiado promotor, y explora cómo ese desborde responde, a su vez, al modo como cada uno de ellos se comprometió con la Historia y con la actualidad política y social del país.

La investigadora persigue esos rastros a través de sus fuentes ideológicas, de los documentos visuales y textuales que nutrieron la mirada de los pintores —Durán, Gamio, Molina Enríquez, entre otros—, de la reflexión crítica de los pintores, de sus militancias políticas frente a las urgencias de la actualidad nacional, principalmente en el marco de la promoción de las causas campesinas que el Partido Comunista terminó por asumir en esos años. Se trata sólo de cuatro años…

La autora concede un amplio espacio para desentrañar el levantamiento delahuertista, con el que se explica la coyuntura política a la que responde la publicación, por medio de un volante en 1923, del texto programático del Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos Pintores y Escultores y los porqués de su apoyo al Estado mexicano en esos momentos. En esta parte se pone de relieve el tejido fino para articular la historia política con los murales, que nos conduce mucho más allá de la simple mención de la coyuntura como contexto.

Estos aportes de la investigación permiten profundizar en los significados que los murales recogieron y quisieron proyectar; aportes necesarios que ponen en evidencia la monumental asignatura aún pendiente para buena parte de la historia del movimiento muralista mexicano, por más que editorialmente al parecer,  éste —o más bien algunos de sus participantes— sigan siendo el objeto de una gran cantidad de publicaciones en nuestro país y caballito de batalla de celebración de centenarios junto con  nuestra querida Frida de todos los caldos.

Importa destacar especialmente la productividad de la inclusión del teatro de revista que formaba parte  importante de la vida cultural de la ciudad de México por esos años y que la autora enmarca en términos de un nacionalismo popular urbano, que  incita a todas las comparaciones y contrastes al confrontarlo con el tipo de nacionalismo promovido oficialmente y con los propios aportes de los pintores.

En los recorridos de Roura Fuentes asoman jirones de esa historia dispersa de los pueblos originarios que de ninguna manera quedó inmovilizada por la Conquista, pero cuyo movimiento tanto desconocemos, como el episodio aquél cuando, a raíz del movimiento de Independencia, los descendientes tlaxcaltecas acudieron a Morelos para solicitarle la reinstauración de su monarquía: la autora cita este episodio en el contexto de la lucha reivindicatoria indígena que forma parte de nuestra historia pero no está incluida en los libros de texto gratuito (en este país donde muchos padres siguen prefiriendo entre sus hijos a los más blanquitos por que los consideran “más bonitos”…).

Además de todos los testimonios de historia oral que la autora hace presentes, asoman en el libro personajes con vidas extraordinarias, como la del luchador social de origen purépecha Primo Tapia, quien junto con Úrsulo Galván tuvo un importante papel en el compromiso del Partido Comunista en las luchas campesinas y terminó asesinado por las fuerzas delahuertistas. Otro de los personajes sobresalientes es la india milpalteña Luz Jiménez, quien inició su carrera como modelo artística en la Escuela de Pintura al Aire Libre de Chimalistac, y cuyo rostro aparece en los murales de Rivera,  de Alva de la Canal, de Revueltas y de Charlot en San Ildefonso. Resulta fascinante que esa voz —la de Luz Jiménez— se  escuche  en los testimonios orales que la autora recoge constantemente, en su objetivo de recuperar la perspectiva indígena y campesina en cuanto al desarrollo de los acontecimientos.

Subyace a estos aportes la premisa —Roura  Fuentes no se permite olvidarla— que el nacionalismo de nuevo cuño que el Estado posrevolucionario se propuso construir como sustento de su  hegemonía, emergió en un país con un pasado de sujeción colonial. Las diferencias raciales jugaron (y seguirían jugando, aunque de otras maneras) un papel central en la distinción social, en detrimento de quienes —como resultado de las mezclas entre los sectores subalternos— quedaban ubicados en último término. Al analizar las imágenes que los pintores van haciendo emerger en los muros de San Ildefonso, la autora opera a veces el flash-back para acudir a la historia de las imágenes —acerca de los indígenas, no de los indígenas— provenientes de la Conquista, de la evangelización, de la sociedad colonial y virreinal, y finalmente, del México liberal del siglo XIX, el cual supuso conceder a los pueblos originarios derechos individuales, pero les negó como contraparte sus derechos colectivos y contribuyó así a invisibilizarlos jurídicamente. Al tipo de modernidad capitalista que el liberalismo mexicano se propuso instituir y que  los regímenes revolucionarios se propusieron actualizar, esos derechos colectivos no les cuadraban: en ambas fases históricas le resultaban antitéticos.

No puede evadirse la pregunta subyacente: estas miradas en los murales de la Prepa que se pretendieron “nuevas” ¿lo fueron realmente? La provocación implícita en este cuestionamiento abre la novedad del estudio que tenemos entre manos. ¿En qué casos y aspectos las imágenes de los murales de San Ildefonso se emparentan con o reeditan la mirada colonizadora hispánica, la mirada criolla, la mirada del exotismo europeo? ¿En qué casos, como parecer indicar la autora en cuanto al mural de Jean Charlot Masacre en el Templo Mayor, la voz indígena puede oírse mejor?

En los murales, los pintores “hablan” pictóricamente acerca de los indios y los campesinos, y a veces toman una distancia de esa “obligación” de pintar tipos mexicanos que los convierte involuntariamente en “químicos de la sangre humana” en las palabras irónicas que la autora cita de Siqueiros, quien pronto adoptaría un estricto antifolklorismo, consciente sin duda del carácter reductor de la visión pintoresquista y racialista del asunto. En las lúcidas reflexiones antirracistas de Orozco a las que da amplio relieve este trabajo, el rechazo al “indigenismo visual” tampoco puede reducirse simplistamente a su contraparte hispanófila.

Una vez más, en esta aventura artística no son los indios y los campesinos ellos mismos quienes hablan, sino otros en lugar de ellos: ¿quiénes hablan? ¿Quiénes pintan? Los artistas, provenientes de las capas intermedias asumen y se debaten con mayores o menores contradicciones en las tareas de la reconstrucción cultural del nuevo régimen; se proponen abrir nuevas brechas y este es uno de los temas que dan contenido a la hegemonía.

Al parecer, el nuevo régimen sí quiso que se vieran los indios y los campesinos, a través de sus coloridas artesanías y en las imágenes producidas por los pintores, en los mítines legitimadores, etcétera. Sí, sí quería verlos… Pero no oírlos, puesto que ello supondría reconocer y sacar las consecuencias de la especificidad histórica de los pueblos originarios, del despojo económico y cultural sistemático de que han sido objeto a lo largo de los siglos, de la necesidad que tienen de desarrollar y hacer escuchar sus propias perspectivas, de que sean respetados sus derechos individuales y colectivos, su carácter de adultos con capacidades propias para decidir sus destinos.

Escuchar implicaría, por fin, que dejaran de ser vistos solo plásticamente como “raíces”, y en la mirada de esos otros —nosotros— se convirtieran también en personas. Es  todavía un proyecto pendiente en nuestro país. Eso todavía no ha sucedido. Creo que este trabajo deriva profundamente de la convicción de que poner al día ese proyecto sigue siendo indispensable y en la riqueza de su amplitud y complejidad nos ubicaría en otra clase de modernidad menos destructiva que la que vivimos hoy.

 

Nota

Texto leído el 22 de noviembre de 2012 en el Aula Magna José Vasconcelos del Centro Nacional de las Artes, ciudad de México.