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Gustavo Pérez:
el punto límite
El ceramista mexicano Gustavo Pérez fue maestro de la Escuela de Diseño y Artesanías de la ciudad de México de 1973 a 1974. Más tarde trabajó en Querétaro, hasta 1979, donde construyó su primer horno. En 1980 obtuvo una beca por dos años en Saint Joost Akademie, en Breda, y posteriormente trabajó como invitado del Taller Sint Paulus Abdij, en Oosterhout, Holanda (1982-1983). Regresó a México en 1984 e instaló el taller El Tomate en el Rancho Dos y Dos, propiedad de la familia Vinaver, cerca de Xalapa, en el cual trabajó hasta mayo de 1992. Finalmente se estableció en Zoncuantla, en Coatepec, Veracruz, donde tiene su taller. Actualmente divide su tiempo entre Francia y México. Desde 1994 es miembro de la Academia Internacional de Cerámica (IAC, International Academy of Ceramics). En 2010 obtuvo el Premio Nacional de Cerámica.
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ALICIA SÁNCHEZ MEJORADA •
HISTORIADORA DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
cuenco@prodigy.net.mx
Alfarero por vocación, perseverante por naturaleza y rebelde por convicción, Gustavo Pérez juega siempre con el punto límite, ese lugar que da paso a la novedad y genera la diferencia dentro del proceso mismo de la creación. Quizá por ello haya hecho de la cerámica su medio de expresión, porque ésta envuelve al vacío y al hacerlo bordea el límite entre el adentro y el afuera, configura la vasija, modela el espacio, hace visible la esencia del cuerpo material al tiempo que permite que tome forma el vacío. Tal vez —señala Alberto Blanco— Gustavo Pérez llama a sus vasijas forma abierta porque prefiere darle primacía al espacio, al hueco, al aire, al vacío interior… Lo que da la auténtica dimensión a una vasija es, justamente, lo que esa vasija no es: la no-forma. El vacío intacto de su propia interioridad.(1)
La obra del ceramista Gustavo Pérez es conocida por el nivel de excelencia de sus piezas. Sintéticas, limpias, musicales, lógicas y precisas, cuyos volúmenes son de una pureza formal impecable, se encuentran perturbadas, detenidas o salteadas por finas líneas y hendiduras discontinuas que irrumpen sobre sus límites físicos. En ellas campean también los sobrios colores de sus esmaltados, que se integran perfectamente a la fisonomía de cada pieza.
Tras haber estudiado ingeniería, matemáticas y filosofía, incursionó en la cerámica a principios de la década de 1970. Cuenta que fue en la Escuela de Diseño y Artesanías en La Ciudadela, ciudad de México, cuando el olor del barro y la sensación del torno lo cautivaron. El olor del barro es único, fresco, húmedo, terroso… Por su parte, el torno modela aquella tierra mezclada con agua; barro informe que la mano del artesano transforma en vasija. El placer de palpar el barro moderadamente frío, de tocarlo recién amasado y tornear la pieza lo estimula, lo anima, lo tienta, le genera un enorme goce. La vocación sostenida y la repetición perseverante alrededor del trabajo cerámico, su pasión, lo han hecho uno de los creadores más destacados a escala mundial.
Quizá uno de sus aportes principales ha sido entender la forma como un campo infinito de posibilidades, al potenciar las cualidades creativas de la vasija y emplear los medios disponibles, en su caso el torno, para ampliar la capacidad de dar forma al barro y de reproducir esa forma hasta agotarla, redefinirla o abandonarla temporalmente. Su elegante cerámica recupera también la textura del propio barro cocido, libre, exento de esmalte. El poeta David Huerta explica que la cerámica de Gustavo Pérez gira en su fijeza. Aunque no los toquemos, estos objetos atraen las manos y también los oídos. Están ahí: mudos, como la mera literatura. Descritos, aludidos, mencionados, examinados de cerca y de lejos, convocan los sentidos para crear un nuevo lenguaje elemental.(2)
En el oficio de alfarero la técnica es indispensable, un largo aprendizaje sobre la materia. Gustavo redefine el espacio y logra un universo de formas puras, a manera de una partitura cuyas notas se repiten y crean distintas armonías. La experiencia que ha logrado en esta decantación formal, al discurrir sobre los medios para conseguir el punto límite de cada obra, al recrear una y otra vez las vasijas cerámicas, profundizando en diversas consideraciones estéticas contemporáneas, aplicando a profundidad el rigor en la factura, su unidad y cadencia, así como el impulso de improvisación ante el accidente, le han otorgado la maestría en el oficio. En este sentido, Sergio Pitol habla de “un arte ceremonial cargado de pasión, de disciplina y regocijo, de aventura que al avanzar se transmuta en forma”.(3)
Para Gustavo Pérez la creación es básicamente trabajo; exige suceder en el momento mismo en que se está haciendo. Considera que solamente la repetición casi al infinito de un gesto determina una maestría, la capacidad de controlar algo que, sin embargo, no hay que tener bajo control. El proceso de la creación en barro requiere que durante el transcurso ocurra lo creativo. La idea se modifica y el barro responde. “La arcilla, cuando uno la toca, responde; es como la música: es necesario saber hacerla y conocer su estructura a fondo antes de crear algo”.(4) Gustavo bocetea trabajando sobre el barro mismo, con un lenguaje único e inagotable: “basta ponerse a trabajar para que suceda algo” —dice. Y este ponerse a trabajar es también llegar al punto límite, al accidente y aprender de él, quizá incluirlo, quizá evitarlo. Solo llegando al límite se puede conocer el comportamiento extremo de la materia.
En el proceso lúdico con el que desafía Gustavo la materia, las estructuras, las superficies, las texturas, etcétera, siempre hay un factor de curiosidad por el accidente y el riesgo que implica “ir más allá para saber dónde detenerse”. El propio ceramista señala que se trata de traspasar el límite para luego respetarlo, ir demasiado lejos “para ver no tanto”. Jaime Moreno Villarreal, explica que Pérez pone constantemente en riesgo su maestría. Todo el tiempo está experimentando.(5) En su obra se juegan la tentación, la tenacidad y la razón, se corretean la una a la otra con la intención de ir más allá de lo conocido y con la conciencia del fracaso como elemento indispensable para recorrer de nueva cuenta el camino. Aventurarse en el juego y convenir en regresar, a manera de un eterno retorno y un principio infinito, sitúan al artista en el punto límite.
Esta conciencia del fracaso como borde, como margen extremo, que permite retomar un camino otro, implica un conocimiento reflexivo sobre el trabajo propio tanto como replantear constantemente el objetivo, proceso fundamental e ilimitado que entraña el reconocer la obra en sus atributos esenciales y en todas las modificaciones que en el trayecto mismo experimenta. De ahí que la gran tragedia del ceramista haya sido lograr, después de años, una quema perfecta. Gustavo atiende a la curiosidad y la voluntad del momento al desarrollar un tema a fondo, un tema inagotable que abandona para pasar a otro, y que luego enlaza y recupera de modo distinto, a manera de un continuo aprendizaje interior.
Su obra transita de la alfarería a la escultura, a la instalación, a la deconstrucción y regresa siempre al cilindro torneado para hacer lo que se le antoja, para producir un nuevo encuentro con el barro y sus infinitas y acotadas formas. De esta manera entreteje temáticas independientes e inagotables.
El cilindro, el equilibrio geométrico, fue la afirmación de un estilo propio en la década de los noventa. De ahí dio paso a diversas series, que él mismo ha nombrado como forma abierta, heridas, reconstrucción…
Asiduo lector, melómano, Pérez es ante todo un intelectual, virtuoso y austero. Su trabajo en barro se enriquece con áreas del conocimiento que le son afines y que aplica tanto en sus tiempos de trabajo como en los recreativos, principalmente en su mesa de carambola.
Notas
1. Alberto Blanco, texto para el catálogo de la exposición Forma abierta, Galería López Quiroga, México, febrero de 1990.
2. David Huerta, “La piel de la tierra”, Casa del Tiempo, época II, núm. 13, octubre de 1992.
3. Sergio Pitol, catálogo de la exposición Gustavo Pérez. Cerámica, Museo de Arte Moderno, ciudad de México, 1999.
4. Peter Voulkos, citado por Frank Lloyd en “Arquitectura orgánica”, texto al catálogo de la exposición Gustavo Pérez. Obra reciente, Museo del Palacio de Bellas Artes, ciudad de México, 2012.
5. Jaime Moreno Villarreal, “Gustavo Pérez: un sueño semejante a la muerte”, Universidad de México, núm. 558, México, julio de 1997. |
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