D I V E R S A L I B R A R I A • • • • • •
 


Carmen Gómez del Campo,
Miradas a Francisco Toledo,
México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Bellas Artes, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2011.

 

 

 

Miradas a Francisco Toledo

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MARÍA INÉS GARCÍA CANAL FILÓSOFA
Profesora e investigadora de la
Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, México

 

 

Bello texto... sin duda.

Con un cierto tono lírico, Carmen sigue con la palabra el ritmo de la producción plástica de Toledo en su ondulación interminable de luces y sombras que provocan, sin enfrentar y en estrecho diálogo, espacios oscuros como lugar de envoltura y fusión en que el movimiento transforma la sombra en luz y hace de la luz, sombra; y espacios claros en los que todo está ya cumplimentado, si bien oscurecidos por una brillante luminosidad que opaca la forma. La letra sigue y persigue, mimetizándose, esas ondulaciones.(1)

La narrativa busca abrir una vía regia por la cual transiten las miradas en la obra de Toledo. Para ello, el texto se propone develar —que me atrevo en llamar— la idea-matriz que rige la producción plástica del artista, producción atravesada por esa mirada que Toledo fabrica, única, propia, singular, capaz de plasmarse en multiplicadas formas y volúmenes. Esa mirada será, a su vez, la guía que conduce la mirada sorprendida del espectador, y también de Carmen, ya que —como ella misma expresa— “la obra de Toledo tiene el poder de convocar los fantasmas de quien mira”. Cuestión de mirar y de las miradas.

Idea-matriz, aventuré; idea de procedencia visceral, de emergencia e irrupción desde las entrañas mismas del cuerpo. Idea-cuerpo entonces, en tanto pulsa desde el interior por encontrar una forma, por devenir volumen, por provocar figuras y siluetas, por hacerse imagen... Formas y volúmenes, figuras y siluetas que se despliegan por doquier, transfiguradas en mapas, expandidas en cartografías. Esa idea-cuerpo aparece transformada en esencia y sustancia misma del objeto artístico a mirar; esencia en su sentido más lato: su olor, su perfume; es también su sustancia en su sentido más estricto: su sabor. Idea-cuerpo que se escurre en el objeto en tanto huellas dejadas en las texturas que el cuerpo fabrica. Indicios, resabios de un cuerpo plasmados en los objetos que produce.

A su vez, el texto de Carmen incita al lector a mirar la producción plástica de Francisco Toledo, a enlazar su propia mirada con las miradas producidas por el artista y mirar otra vez; otra vez sí, pero esta vez “al revés”, como si ello fuese posible... Nos incita a ver, en las superficies, las marcas y huellas de una energía interior —material, física, corporal— que bulle tras la piel. Esa energía indómita graba, no la superficie, sino el reverso mismo de la piel que recubre el cuerpo y, por analogía, todo volumen. La piel-superficie se instaura en dique, contención, límite y frontera. Ese torbellino de energías que bullen bajo toda piel pujan sin descanso, se abren paso con fuerza, a tropezones, modificando las rutas en su intento de escapar a la superficie... y, de esta manera, van marcando, una y otra vez, el reverso de la superficie-piel; esa fuerza orada, acuña huellas, protuberancias, tumores; fabrica e inventa ortografías: desde ese torbellino interior produce, fabrica e inventa los contornos caprichosos que asume la superficie. Ese juego de protuberancias recubiertas por una piel que se estira, que se abre y supura, se traslada, por analogía, a los objetos producidos por el artista y expuestos al ver.

La producción plástica de Toledo es vista, en el texto, como un “ombligo” —que es borde, límite y también apertura— o un “torbellino” —energía implosiva y explosiva—; límite y apertura a otros territorios, en especial al del cuerpo, a un cuerpo que es materia, y por ello energía, que encuentra, sin descanso, límites, fronteras que sirvan —precariamente— de continente al vacío, fronteras que entornen y encierren, aunque sea por un instante, el agujero-fuerza en torbellino.

De esta manera, el cuerpo animado por esa materia-energía en torbellino pulsa sin cesar para fabricar formas, volúmenes, figuras y siluetas; con ellas produce mapas, orografías, cartografías múltiples, y conforma a través de ellos una mirada que convoca e incita a mirar. Materia-energías-formas, volúmenes-miradas, se entrecruzan, se entrelazan, se producen y provocan, se despliegan y repliegan “por y sobre mundos que sólo de noche o en sueños se visitan” —dirá la autora. La noche y el sueño se instauran en el espacio y el tiempo propios de la producción toledana.

Una noción alcanza en el texto dimensión inusitada, cual si no fuese posible pensar en las miradas producidas por Toledo en ella, como si no fuese posible acercarse a su obra y mirarla sin estar acompañado por ella: el umbral. Éste es también límite pero precario, vacilante, ambivalente. Zona de diálogo, aun de lo que instaura la clausura de toda la comunicación; espacio del “entre” y de la indeterminación; de las conjugaciones de tiempos insólitos, más allá de los conocidos, que violentan la lengua; zona también de quiebre y resquebrajamiento de las identidades fijas y conocidas, emergencia de las singularidades, cancelando los universales.

El umbral es una zona en la cual las certezas son impugnadas: se impugna lo conocido y también lo esperable: se transforma en lugar de vínculo de lo que no puede ni sabe vincularse, para dejar en suspenso y a la espera las oposiciones canónicas del sentir y el pensar: ya no un adentro y un afuera, sino el surgimiento de una tierra de nadie que se abre como promesa; ya no más un conjugar el tiempo en pasado, presente y futuro, sino la emergencia de una actualidad que conjuga todos los tiempos, aun los que ya no son, aun los por llegar; espacio habitado por anacronías; desdoblamiento en eco y en diferencia de las miradas, las mismas y también otras; proliferación de las identidades, emergiendo los dobles, y los dobles de los dobles que cancelan toda identidad; despedida, también y sin congojas, de las certezas canonizadas... El umbral, en sentido estricto, no es más que el vano de una puerta, que separa, sí, pero también es zona de encuentro, de vínculo, de diálogo en el cual se filtran, se mezclan y entremezclan, sin disimulo, aires y humores de un lado y del otro: es región del entre-dos.

“La producción contemporánea” —dice Carmen— “impone [...] acercarse a ella desde el umbral donde el cuerpo y su energía juegan, desde la materialidad de la que parte y donde sus figurabilidades se despliegan”. En la composición plástica de Toledo —continúa— “sus figuras emergen siempre, o casi siempre, en el umbral”. Su obra toda —afirma más tarde—, es un umbral, una puesta en escena de complejos movimientos en “recintos sagrados entre un más allá y un más acá, entre un adentro y un afuera, entre un visible y un invisible, entre la luz y la oscuridad”. Un “entre” la luz y la sombra; la fuerza y la línea; el espíritu y la materia...

El texto de Carmen trabaja con la puesta en juego de esa doble premisa de lectura: cómo la energía de la materia, sea ésta cuerpo o tierra o bien cuerpo y tierra, en su huida hacia la superficie produce una mirada que se transfigura en formas, volúmenes, figuras, siluetas, todas ellas imágenes ubicadas en la zona precaria e inestable de un umbral. De ahí que el texto se detenga en ciertos gestos del artista: la cerámica, los autorretratos, el dibujo. De ahí, entonces, que la cerámica se presente como los gestos de una memoria que se juega en —y entre— el cuerpo y la tierra; ya que el cuerpo, pletórico de pulsiones y memorias, al asumir la tarea de amasar la tierra, cargada, a su vez, de su propia memoria ancestral, produce y deviene una mirada-objeto que incita el mirar, “como si construyera a punta de barro un pedazo de mundo habitable” para sí y para el espectador.

En ese amasar la memoria de la tierra, de su gente y del Hombre, en su expresión más genérica, en tanto “espíritu”, la mirada-objeto deviene testigo y documento, no de una subjetividad aislada, no de un autor, sino testigo y documento de un pueblo, de una cultura. La memoria, aunque propia y personal, lleva la marca y el sello de los otros; no hay recuerdo ni olvidos sin la presencia, y aun la ausencia, del otro; sin los afectos y las afecciones ajenas; sin los dolores y ultrajes que guarda la tierra compartida... En la memoria, en toda memoria, tanto propia como ajena, palpita el tiempo de los otros como un rumor que se confunde con nuestra propia voz. Así, el propio tiempo deja de ser propio, único y singular para deslizarse hacia el tiempo de la otredad... La tierra recoge lo propio y lo ajeno para resguardarlo en el olvido, en tanto vestigio o ruinas.

Los objetos-mirada resuenan como gesto de la memoria de la tierra y del cuerpo, conjuntando recuerdos y olvidos, materia misma de la memoria. Asumen carácter de testigo, se constituyen en documento, habitan en el umbral. Son también el gesto memorioso de fabricar un borde que se contonee y contenga el vacío. En ese gesto, la tierra se transfigura en piel, horadada por las memorias que fluyen alejadas del tiempo cronológico y homogéneo.

De ahí, también, que el texto se detenga en los autorretratos del artista, en un intento de elaborar lo que la autora da en llamar la “orografía de un rostro”. “Una máscara es un rostro que huyó a la superficie”. Esta afirmación, con aire de sentencia, sirve para abrir la reflexión alrededor del retrato, del rostro y la máscara, transformándose en zona de diálogo y confrontación entre discursos disímiles: la filosofía, la estética y el psicoanálisis. Discusión que pone en evidencia la tensión producida entre una rostro por siempre enigmático y las múltiples máscaras que quieren ser retrato. La máscara como un umbral en el cual se insinúa, sin develar-se, el rostro.

El dibujo, por su parte, es presentado como una línea que escapa, que huye del cuerpo para realizar sus devaneos y caligrafías en una superficie-otra que la piel; los dibujos como simulacro de la piel, como una línea negra que huye del cuerpo e inventa, sin pudor, nuevas vías y caminos para huir del límite impuesto por la piel. Esa línea es —nos dice Carmen— “como si hiciera del cuerpo y con el cuerpo umbrales donde de algún modo proyectará una urdiembre de sombras que danzan fuera, como dobles del cuerpo que las despide [...] Toledo transmuta y transforma su propio cuerpo hasta transfigurarlo en umbral sensible a la luz y a la sombra, en pantalla donde danzan los dobles de su cuerpo”.

El capítulo de cierre busca producir la cartografía erótica de la producción del artista. Cartografía erótica —también y por ello—, cartografía de umbral: geografías del diálogo y tensión entre el adentro y el afuera; entre lo primitivo y lo actual; entre la cueva y la gruta que encierra y el trazo que escapa y huye hasta perderse o abismarse; entre las memorias que recorren los cuerpos y la tierra; entre el trabajo en solitario del artista y las múltiples manos que desde el pasado inmemorial dirigen la mano del artista al amasar el barro, al fabricar máscaras, al producir la línea con la que busca inventarse una nueva piel.

Un bello libro, sin duda.

 

Nota

1. El presente texto fue leído el 26 de mayo de 2011 en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la Universidad Nacional Autónoma de México. como parte de la presentación del libro Miradas a Francisco Toledo de Carmen Gómez del Campo.