Museo Nacional de Antropología, ciudad de México. |
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Máquinas identitarias:
Museo Nacional de Antropología y
Museo de Arte Moderno de México
A partir del estudio de los antecedentes históricos y el contexto en el que fueron creados, las autoras ofrecen una aproximación acerca de cómo estos dos recintos resultan emblemáticos de posturas ideológicas en apariencia contrastantes, el nacionalismo y la internacionalización, pero que muestran dos caras de una sola política cultural.
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ANA ROSAS MANTECÓN
• DOCTORA EN ANTROPOLOGÍA
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México
anarosasm@hotmail.com
GRACIELA SCHMILCHUK • HISTORIADORA DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
gamina@laneta.apc.org
En 1964 se concretó un hecho excepcional en América
Latina cuando el Estado mexicano abrió en un mismo año seis museos
en la capital del país. Tres de ellos fueron alojados en edificios
construidos ex profeso en el Bosque de Chapultepec, principal pulmón
de la ciudad, sitio histórico y espacio de recreo popular: el Museo
Nacional de Antropología,(1) el
Museo de Arte Moderno y el Museo de Historia Natural. El resto ocupó joyas
arquitectónicas readaptadas: la Pinacoteca Virreinal, el Museo Nacional
del Virreinato y el Museo del Palacio de Bellas Artes.
Durante las décadas de modernización de la
planta industrial y especialmente en los años sesenta del siglo XX,
los gobiernos posrevolucionarios se mostraban orgullosos de sus logros. No
obstante las abismales desigualdades y los rezagos, había avances en
materia de salud, educación, infraestructura y fortalecimiento de la
ciudadanía: se había otorgado el derecho al voto a las mujeres
y reducido el analfabetismo de 62% en 1930 a 45% en 1960;
la producción petrolera casi se había triplicado desde 1938
y la generación de energía era siete veces mayor.(2) La
explosión demográfica en la ciudad de México —de
niños y jóvenes en particular— y el crecimiento exponencial
de estudiantes en el nuevo campus de la Universidad Nacional Autónoma
de México (UNAM) y en el Instituto Politécnico Nacional, coincidieron
con una nueva composición social y necesidades inéditas en materia
educativa que una renovada política cultural buscaba atender. En el
contexto de la Guerra Fría y de la Revolución cubana de 1959,
en México se desplegó una política exterior hábil
y abierta, que no dejará de incidir en el campo cultural interno.
Entre los museos inaugurados entonces, el Nacional de Antropología y el de Arte Moderno constituyen paradigmas de dos caras de la modernidad: una nacionalista, la otra abierta a la mundialización del arte.
Museo Nacional de Antropología
Al ser reinaugurado en 1964, el Museo Nacional de Antropología
fue considerado “catedral laica” y “monumento de monumentos”,
tanto por la magnificencia de la arquitectura y de las colecciones como por
el despliegue museográfico. “Quiero que, al salir del museo,
el mexicano se sienta orgulloso de ser mexicano”, fue la instrucción
que el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez recibió al iniciar
las construcciones un año antes de voz del presidente Adolfo López
Mateos. En la inauguración, el entonces director de la National Gallery
de Londres, sir Philip Hendy, declaró: “En museografía,
México aventaja ahora a Estados Unidos quizá en una generación
y al Reino Unido, quizás en un siglo”. Remotos quedaban
sus sencillos orígenes, cuando a finales del siglo XVIII, a poca profundidad
bajo la superficie de la Plaza Mayor de la ciudad, fueron encontrados los grandes
monolitos mexicas de la Coatlicue y la Piedra de Tizoc, trasladados posteriormente
a la Universidad Nacional y exhibidos en una de las esquinas del patio, tras
un simple enrejado de madera.
Si bien la época colonial había significado varios siglos de saqueo y destrucción sistemática de los restos materiales de las antiguas culturas —por codicia o por motivos políticos y religiosos—, los planteamientos cientificistas de la Ilustración alentaron a las autoridades virreinales a dar una nueva relevancia histórica a documentos y objetos rescatados, para lo cual se creó la Junta de Antigüedades. El pasado indígena sufriría interpretaciones variadas en los tiempos por venir, selecciones múltiples, hasta ser vinculado con lo mexicano: dejó de ser fuente de objetos despreciables o que debieran desaparecer por idolátricos,
para constituirse, en principio, en conjunto de tesoros que merecían conservarse y estudiarse. En este contexto, el virrey Antonio María Bucareli ordenó el traslado a la Universidad de “los más exquisitos monumentos de la antigüedad mexicana”.
Hubo que esperar al triunfo del movimiento independentista para que se decretara
el nacimiento oficial del Museo Nacional, en 1825, responsabilizando a la Real
y Pontificia Universidad de México de rescatar las colecciones de Antigüedades, Jardín Botánico, Productos de la Industria e Historia Natural que estaban dispersas en varias sedes. “Aunque sólo se tratara de un amontonamiento informe, típico de la época, a ese primer intento debemos la salvación de objetos únicos.”(3)
El museo tuvo en esta primera etapa un claro afán
coleccionista y de incipiente estudio científico de las antigüedades que
albergaba. Los criterios de valoración eran fundamentalmente arqueológicos.
Su significación no tenía entonces una importancia nacional,
sus acervos eran apreciados apenas por una minoría: “Todavía
los monumentos recogidos a fines del XVIII pasarían por una serie de
aventuras […] serían despreciados por unos, considerados espantosos
por otros, pero admirados profundamente por ciertos hombres esclarecidos.”(4) Entre
ellos destacaba el jesuita Francisco Javier Clavijero, quien había propuesto
la creación de un museo “no menos útil que curioso” donde
se pudiesen conservar las antigüedades de la patria, sin mostrar ningún
reparo si la apropiación del pasado indígena conllevaba la expropiación
de los patrimonios locales. Historiadores y filósofos venían
abriendo el camino a una concepción del pasado indígena como
parte de la antigüedad mexicana, pero no fue hasta que los intereses
ilustrados de estudio científico se conjugaron con los objetivos políticos
de criollos y mestizos que se buscó explícitamente rescatar,
revalorar e insertar la historia prehispánica en la historia universal
y fundamentar la mexicanidad al conservar las antigüedades de la edad
de oro, convirtiendo al Museo Nacional en un medio esencial para la definición
del universo simbólico de la naciente colectividad, para la determinación
de los signos de identidad de la nación.
No fue un proceso lineal: los orígenes reconocidos
como fundantes de la nación
todavía se encontraban en disputa. El museo, como institución,
ha sido uno de los espacios privilegiados para atisbar los significados diversos
que las clases y grupos hegemónicos generan sobre su pasado y donde
esos significados se legitiman para un sector importante de la sociedad. Durante
buena parte del siglo XIX:
[…] la historia antigua, se mantuvo como un mundo lejano e inaccesible, separado del México moderno y, en particular, de la población indígena viva. Todavía los liberales que enfrentaron el imperio de Maximiliano, durante la década de los sesenta, adoptaron un nacionalismo fundamentado en la idea de la Patria, cuyos padres fueron los líderes de la Independencia… Ello explica, en parte, el hecho de que el museo fuera casi abandonado a su suerte –y a la de la Universidad que lo albergaba– durante gran parte del siglo XIX.(5)
En la búsqueda de condiciones más adecuadas
que las ofrecidas por la Universidad, por instrucciones del archiduque Maximiliano
de Habsburgo, su sede cambió de la Universidad a la antigua Casa de
Moneda contigua a Palacio Nacional en 1865. Se inició un largo proceso
de reorganización de las colecciones, así como de ampliación
de sus objetivos. Gracias a las donaciones, las compras y a la realización
de expediciones científicas para obtener colecciones arqueológicas
y etnográficas, éstas se fueron incrementando, de manera que
se decidió ordenarlas en tres grandes áreas: historia natural,
arqueología e historia. Así surgió la Galería
de Monolitos, inaugurada en 1887, que concentraba fundamentalmente las esculturas
prehispánicas: el pasado azteca con su imagen grandiosa remite a los
orígenes de la nacionalidad. Con una incipiente museografía y
colecciones traídas de toda la República, se construyó un
discurso coherente sobre el pasado de México y se justificó la
existencia de un nuevo país que se imaginaba integrado y armónico.
El relato museográfico se superpondría a las rupturas, la diversidad
y los conflictos. Se trata del periodo en que se inició, en sentido
estricto, “la musealización de la patria”.(6) La
imagen se proyectó también hacia el exterior: se enviaron varias
exposiciones de piezas arqueológicas (París, 1889; Madrid,
1892; Chicago, 1894; París y Roma, 1900, entre otras), inaugurándose
una política
de apertura de fronteras y de obtención de prestigio y consenso político
internacional.
Paulatinamente se fue añadiendo a las instalaciones una biblioteca, imprenta, talleres. Se convirtió en el centro casi único de investigación, formación y difusión de antropología, arqueología, etnología, historia y lengua náhuatl. No obstante su relevancia, incidía básicamente sobre la élite intelectual. Su impacto sobre otros sectores de la población era mínimo en forma directa, pero importante en la medida en que precisamente formaba a los que continuarían tejiendo la trama de la identidad nacional. Al arribo del siglo XX, el Museo Nacional abandonó su carácter de gabinete de curiosidades para definirse con un perfil propio más especializado: en 1909 dejó de albergar las colecciones de historia natural y en 1939, al llevarse a una nueva sede las colecciones coloniales y decimonónicas, adquirió su denominación actual como Museo Nacional de Antropología.
En la etapa posrevolucionaria, con la creación de la Secretaría de Educación Pública en 1921, se le confirió un papel aún más activo en la enseñanza, al definir a los museos y la pintura mural —y posteriormente también a fábricas y talleres— como aliados en los programas educativos, como espacios culturales a través de los cuales se difundiría la ideología del nacionalismo revolucionario producto del movimiento popular de 1910-1917. Como dijera Jesús
Galindo y Villa, intelectual formado en las aulas del Museo Nacional, no puede
seguir siendo “la bodega de lo inútil y el rincón para depositar todos los desperdicios de cosas viejas”; por el contrario, el museo tiene que convertirse en un “libro práctico donde el pueblo ve la ciencia en bulto”.(7) No obstante lo anterior, sus funciones como centro de investigación y como educador con fines de cultura social no siempre fueron compatibles; entre la objetividad científica y la necesidad de crear mitos legitimadores por parte del Estado se generó una tensión constante.
Durante la década de 1960, en pleno apogeo de un movimiento
de renovación museográfica y de actualización de la imagen
y función de los museos, se reinauguró el Museo Nacional de Antropología (MNA),
cuyo objetivo principal fue reforzar la idea de que la nacionalidad mexicana
se fundamenta y fortalece en sus imponentes orígenes prehispánicos,
tomando como eje de éstos la cultura mexica, que se presenta en la
sala central, como símbolo de la identidad del país –referente
que está también en el nombre de la nación entera y de
su escudo. De todos los museos nacionales es considerado, dentro y fuera
del país, como el más representativo de la mexicanidad, tanto
por la magnificencia del edificio, el tamaño y la diversidad de su
colección, como por ser el más visitado. Néstor García
Canclini considera que su logro en la representación de la unificación
establecida por el nacionalismo político en el México contemporáneo
se debe a la conjunción de diversos factores: en primer lugar, a la
utilización de recursos arquitectónicos y museográficos
que fusionan dos lecturas del país —la del nacionalismo político
y la de la ciencia—; la museografía consigue destacar la belleza
de las colecciones al tiempo que las presenta no como objetos sueltos, sino
en sus contextos culturales. Logra sus propósitos “también
porque reúne en la ciudad que es sede del poder piezas originales de
todas las regiones. Sabemos que esto no se hizo sin protestas y hubo casos
en que las resistencias locales lograron retener objetos en el lugar nativo.
Pero la reunión de miles de testimonios de todo México certifica
el triunfo del proyecto centralista, anuncia que aquí se produce la
síntesis intercultural”.(8)
El Museo Nacional de Antropología cuenta con 23 salas
de exposición, tres auditorios, área para exposiciones temporales,
sala introductoria, tienda, cafetería, biblioteca, estacionamientos,
bodegas para colecciones, talleres de mantenimiento museográfico, áreas
de investigación y servicios educativos, entre otras instalaciones.
Además de su acervo arqueológico y etnográfico, integra
obras de artistas plásticos destacados, inspirados en las diferentes
culturas que se desarrollaron en Mesoamérica, así como en los
pueblos indios contemporáneos del país, tales como José Chávez
Morado, Mathias Goeritz, Carlos Mérida, Raúl Anguiano, Leonora
Carrington, Rafael Coronel, Luis Covarrubias, Manuel Felguérez, Iker
Larrauri, Rufino Tamayo, entre otros. Paradójicamente, varios de ellos
habían sido acérrimos opositores al muralismo nacionalista.
El Museo no se restringe a la fundamentación de la
nacionalidad mexicana en sus imponentes orígenes prehispánicos,
sino que la vincula —de manera mucho menos grandilocuente— con
los indígenas contemporáneos. Esto lo procura de manera estratigráfica:
el piso inferior muestra la arqueología y el superior la etnografía,
buscando que se correspondan por áreas para indicar “lo antiguo
abajo y lo moderno arriba de cada región”, según relató en
1965 su primer director, Ignacio Bernal. Es curioso que recurriera al término moderno,
porque ese es justamente el mayor reclamo que se le hizo a las salas etnográficas:
la ausencia de modernidad. El nacionalismo revolucionario necesitaba “del
cadáver cultural del indio para alimentar el mito de la unidad nacional”(9) y
presentó entonces a un mundo indígena atemporal, eterno, esencial,
guardián de la tradición, no contaminado, descontextualizado.
En la búsqueda del México profundo, se eliminaron los procesos
de hibridación que estaban en curso, como elocuentemente describía
Fernando Cámara-Barbachano, curador en esos años de las salas
de etnografía del MNA: “Unos cuatro millones de indígenas
viven aislados, formando parte de la población rural mexicana. Continúan
cultivando sus milpas de maíz, chile, frijol y calabaza mientras tejedoras
y alfareras fortalecen las artesanías. El gobierno está en
manos de ancianos o jóvenes progresistas, en tanto su vida presente
queda ligada más al pretérito y a lo sobrenatural”.(10) Para
Roger Bartra, la gran dificultad para relacionar el impresionante espectáculo
arqueológico con los indígenas contemporáneos radicó en
que se muestran ambos tiempos sin evidenciar la terrible catástrofe
que asoló a las sociedades indígenas desde el siglo XVI, renunciando
a hacer “una etnografía de la modernidad”.(11)
Pocos años después de la reinauguración
del MNA, México —a la par de lo que ocurría en otras partes
del mundo— vivió en 1968 un amplio movimiento de democratización
de la vida pública que cuestionó el sistema político
de la Revolución, el centralismo y el nacionalismo oficial-indigenista.
En las décadas siguientes se fue cuestionando el vínculo museo-sociedad,
el sentido de los contenidos histórico-antropológicos del museo,
se discutió acerca de la museografía suntuosa y esteticista respecto
a la didáctica y funcionalidad, y sobre todo se problematizó la
correspondencia entre el saber científico y su musealización. El
discurso oficial de los años ochenta incorporó las ideas de
pluralismo cultural, democracia participativa y descentralización.(12) El
Museo Nacional de Antropología impulsó una amplia renovación
de sus puestas en escena y las salas etnográficas dejaron atrás
la visión integracionista original(13) y
dieron paso a una perspectiva pluricultural –que aún se restringe
al mundo indígena tradicional, ya que todavía no arriban plenamente
al Museo otros grupos como los negros, chinos, judíos, alemanes o árabes.
La modernidad se ha venido colando con más énfasis en algunas
salas que en otras, y aunque todavía la televisión y el contacto
con la cultura de masas no llegan a las viviendas indígenas que se exhiben,
se muestran mapas con la nueva ubicación de los indígenas migrantes
en territorio norteamericano, fotografías de su utilización
de computadoras y de la hibridación de sus rituales; se registran sus
batallas por derechos políticos, la vitalidad de sus vocablos en el
español actual, exposiciones que abordan sus diversos roles en la ciudad
de México contemporánea o su conexión con la globalización,
como la que mostró los diseños mixtecos no sólo en cuencos
y litografías, sino también en zapatos tenis para la empresa
transnacional Converse.
Lejos de aquella época como institución minoritaria
en sus primeros tiempos en la Universidad, reservada a los viajeros y estudiosos
que se acercaban a contemplar los testimonios del pasado indígena, el
Museo Nacional de Antropología atrae en la actualidad a más de
millón y medio de visitantes al año, sin contar los recorridos
virtuales a través de su atractiva página web. Una quinta
parte de sus concurrentes proviene del extranjero y más de la mitad
de otros estados de la República. Los estudiantes de primaria y secundaria
constituyen uno de los sectores mayoritarios de su público, fundamentalmente
por su vinculación con los programas oficiales de la Secretaría
de Educación Pública. A diferencia de lo que ocurre en otros
museos del país, el perfil de sus visitantes es muy amplio y da cabida
en buena medida a sectores de nivel de ingresos medio-bajo. En contraste con
lo sucedido en otros tiempos, el Museo abre sus puertas en la actualidad a
los danzantes que año con año acuden en el Día de
la Tierra a realizar sus ofrendas a la Coatlicue. Cuenta la historia que cuando
se exhibió por primera vez en uno de los patios de la Universidad
dicha representación escultórica de la diosa prehispánica,
después de ser desenterrada de la Plaza Mayor, las autoridades reconocieron
horrorizadas que ciertamente tenía un alto número de visitantes,
pero éstos no acudían como públicos de una exhibición
a admirar la calidad artística de la pieza o su puesta en
escena, sino como fieles de un templo que desplegaban todo tipo de rituales
para adorar a su ídolo prohibido.
Museo de Arte Moderno
El patrocinio del muralismo, las artes populares y la educación
artística
asumido por el Estado en la segunda década del siglo XX manifestaba
una sana desvalorización de los modelos artísticos foráneos
y su musealización a la manera europea. Sin embargo, no faltaron iniciativas
de creación
de museos de arte a partir de 1926. En 1934 se fundó el Museo de Artes
Plásticas, en nueve salas y dos galerías del Palacio de Bellas
Artes. Rescataba obras de arte de diversas proveniencias; exponía esculturas
y códices prehispánicos como antecedentes del muralismo; artes
populares, estampa mexicana, galerías de pintura y un espacio para muestras
temporales. Esta experiencia conjugaba el modelo europeo de museo de arte con
un panorama original de obras producidas por etnias y clases sociales diversas.
Como museo, se disolvió en exposiciones enviadas al exterior, a partir
de 1938. Trece años después se inauguró un Museo Nacional
de Artes Plásticas en el mismo lugar, que excluyó las artes
populares para dejar lugar a lo que se consideró francamente artístico
desde tiempos precolombinos. Se esbozó así un relato nacional
de arte organizado por Fernando Gamboa para formar artistas para la creación
y públicos, tanto para consumo interno como para difundir la fachada
artística del proyecto económico desarrollista en el exterior.
Ese relato del arte de México persistirá en múltiples
publicaciones y exposiciones internacionales, inclusive hasta la feria Hanover
2000. Ese Museo Nacional también se disolvió en muestras itinerantes
en el exterior y, en 1958, se concretó en el mismo Palacio remodelado,
el Museo Nacional de Arte Moderno, antecesor del actual Museo de Arte Moderno
(MAM).
El apoyo estatal a los muralistas implicó, durante
tres décadas, dejar de lado a buena cantidad de artistas de otras vertientes
y no formar colecciones públicas de arte moderno, además de
retrasar la consolidación del mercado del arte. Desde fines de la década
de 1920 hubo creadores de avanzada que no comulgaron con el discurso y la producción
de los pintores de murales (Carlos Mérida, Germán Cueto, Germán
List Arzubide, Rufino Tamayo, entre otros), pero fue recién a comienzos
de los años cincuenta cuando un grupo de jóvenes se declaró en
rebeldía activa contra la hegemonía del mexicanismo y exigió una
total apertura de lenguajes, reincorporando tardíamente aportes del
informalismo, la abstracción y el neoexpresionismo (Cuevas, Héctor
Javier, Echeverría, Vlady, Bartolí, Manuel Felguérez,
García
Ponce, por nombrar algunos de los llamados “artistas de la Ruptura”).
La presión que estos creadores ejercieron fue apoyada enfáticamente
por la política cultural de la Guerra Fría, en particular a
través de la Organización de Estados Americanos y del Museo de
Arte Moderno de Nueva York.(14) El
Estado, después de años de intentar mantener su apoyo al arte
mexicanista, optó por incluir la pintura de caballete de los jóvenes
artistas con la adquisición de una amplia colección de su obra
por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores, para la difusión
en el extranjero, y con la edificación del MAM, en el que no se pintaron
murales, a diferencia del Museo Nacional de Antropología, ya que estaba
claramente destinado a la pintura de caballete. Curiosamente, algunos de los
artistas encargados de realizar murales en Antropología (Tamayo, Felguérez
y Mathias Goeritz) contribuyeron a crear la imagen de modernidad del discurso
oficial acerca de la identidad mexicana. Desde 1960, el Estado promovió exposiciones
de arte de otros países en México, lo cual se ajustaba a las
demandas internacionalistas de los artistas y de nuevos públicos.
La Ruptura no sólo prosperó por necesidades estéticas internas del medio mexicano, sino también por la acción orquestada por Estados Unidos para erosionar las expresiones nacionales de corte social y lograr que los artistas de América Latina se identificaran con las vanguardias estadunidenses –consideradas por el poder como expresión de la verdadera libertad individual.(15) Mathias Goeritz, escultor, pintor, constructor, historiador del arte y promotor artístico de origen alemán, aportó un arte experimental más ligado con Europa, con el informalismo y el neodadaísmo, lo que le valió la adhesión de muchos jóvenes artistas. Además, desde 1953 impulsó el arte abstracto en el espacio público, y se comprometió con la integración plástica y el urbanismo desde una posición vanguardista y utópica.
La colección del MAM tiene varios orígenes:
las obras de mexicanos que el Instituto Nacional de Bellas Artes comenzó a
adquirir desde la creación del primer Museo Nacional de Artes Plásticas
en 1947; los premios-adquisición de las bienales de escultura de 1958,
1960, así como los de las bienales interamericanas. La colección
internacional se constituyó a partir de 1964, a través de donaciones
de los expositores y, en las últimas dos décadas, de donaciones
del patronato del museo y compra a coleccionistas. El edificio se construyó en
once meses y se inauguró sólo con salas de exposición,
puesto que el resto de la infraestructura (depósito, talleres, auditorio)
no se consideró tan urgente en una institución que nacía
prácticamente sin colección.
Una de las paradojas es que el arte moderno ingresó lentamente.
La colección inaugural incluía a un notable paisajista a caballo
entre los siglos XIX y XX, así como obras de caballete de los tres grandes
muralistas y de Tamayo, además de una gran muestra temporal de este último,
disidente por antonomasia del muralismo, en un desquite triunfal ante varias
décadas de boicot de los muralistas. De 1972 hasta 1981, Fernando Gamboa
actualizó la colección permanente sin desprenderse de la modernidad
decimonónica. Dirigió el MAM con gran autonomía en relación
con la burocracia, en diálogo directo con políticos de alto
rango y con sus contactos internacionales –del mundo capitalista tanto
como del socialista, ganados a lo largo de múltiples viajes como comisario
de exposiciones internacionales, como embajador cultural de varios gobiernos
mexicanos y militante de izquierda en sus inicios. Gamboa promovió a
los artistas de la Ruptura, aunque con exposiciones individuales que cubrían
uno o dos años de producción, a manera de una galería,
sin orquestar panoramas ni perspectivas históricas o críticas
del movimiento, precisamente en la década de 1970, cuando el papel
de la abstracción en México ya era bastante claro, tanto como
su incidencia en la arquitectura y el diseño en el ambiente urbano cotidiano.
Los funcionarios no comprendían su dinamismo; en cambio, Mathias Goeritz,
Juan Acha o Jorge Alberto Manrique vieron cuánto de utopía había
en esta vertiente, cuánto de experimentación de géneros,
técnicas y soportes. Hasta qué punto proponía al espectador
más una experiencia que un acto contemplativo de percepción;
cuánta reflexión había sobre nuevas relaciones posibles
entre artistas y espacio social.
En realidad, Gamboa no plasmó un proyecto claro de
modernidad artística. En cambio, logró muestras internacionales
de enorme relevancia que dieron gran visibilidad al museo, así como
se la otorgó la prestigiada revista Artes Visuales que creó desde
el museo mismo. Tanto la publicación como la asesoría del crítico
y teórico Juan Acha constituyeron una posibilidad de reflexión
importante sobre el arte latinoamericano de los años setenta. Acha aspiraba
a que la abstracción geométrica de América del Sur fluyera
hacia México, así como a dar difusión al arte conceptual
y su problemática teórica. Para él, desplazar el realismo
social y el realismo fantástico hacia propuestas racionales y con futuro
era una tarea por realizar.(16)
De hecho, la punta de lanza, el espacio para el arte experimental y el arte conceptual así como para las vanguardias del exterior estaba en el Museo Universitario de Ciencias y Artes (MUCA) de la UNAM, dirigido entonces por Helen Escobedo, quien impulsaba con audacia a los jóvenes conceptualistas mexicanos de los colectivos de creación, a las vanguardias internacionales y una nueva museología de cara a públicos diversificados. Sin saberlo, el MUCA marcaba el camino a seguir por el MAM. A pesar de que Gamboa realizaba personalmente excelentes museografías para las exposiciones en el MAM, éstas no le permitían desplegar la imaginación y la didáctica escenográfica que exhibió en las muestras panorámicas de artes de México de treinta siglos. No obstante, el uso audaz del color y la iluminación sorprendieron al mundo.
Aunque el MAM recibía a numerosos visitantes de ciertos sectores del mundo artístico y lucía como bandera de modernidad en los grandes eventos oficiales, sus visitantes no eran jóvenes, los servicios educativos no existían, la única información complementaria que ofrecía era un catálogo abierto en la página de la presentación (hecha en general por amigos del expositor) en la entrada de la sala. A diferencia del Museo Nacional de Antropología, que desde su reapertura y por voluntad presidencial fue objeto de visita obligatoria de grupos escolares y tenía ya un organizado departamento de servicios educativos, el Museo de Arte Moderno no había articulado ningún tipo de convenio con el sistema educativo, ni contó con personal e instalaciones especiales para atender grupos escolares y generar materiales didácticos. Quedó claro desde el inicio —tanto para el Estado como para el museo mismo— que no era “nacional” (no generaba un discurso identitario fuerte ni estaba destinado a todo tipo de público). La presencia de obras de caballete de los muralistas siguió siendo, por largo tiempo, un referente inevitable, puesto que toda reflexión sobre el arte producido en México hubo de encontrar su lugar en relación con ese movimiento.
Gamboa renunció en 1981, cuando el Estado reducía
drásticamente su inversión en cultura con la aplicación
de la política neoliberal que continúa hasta el presente. En
esas difíciles condiciones, Helen Escobedo aceptó en 1982 la
dirección del museo, en el que se mantendría poco más
de dos años y medio. Se proponía abrirse a las diversas manifestaciones
experimentales, a la cultura visual urbana, a lo cotidiano, a lo industrial,
así como a la creación latinoamericana, y atraer a públicos
no especializados con una programación multidisciplinaria. Escobedo
envió al Museo Nacional de Arte las colecciones más ligadas
al siglo XIX e impulsó un cambio fundamental, dedicando dos salas a
la colección “permanente”, una de ellas al arte contemporáneo,
parcialmente rotativa(17),
que incluyó por primera vez en un museo del INBA a los colectivos
de creación conceptuales de los años setenta y principios de
los ochenta, a la cada vez más fuerte fotografía, a los libros
objeto y el performance.
Es decir, Escobedo transformó la noción historiográfica de modernidad. Asimismo, concretó algunas exposiciones internacionales temporales extraordinarias, dio fuerza a las muestras temáticas y transgredió los límites de lo tolerable con dos exhibiciones: una de arte sociológico, coordinada por el francés Hervé Fisher, y otra sobre la historia del juguete en México. Estos eventos, así como la osadía de la primera muestra de arte contemporáneo mexicano, valieron la salida de Escobedo del MAM.
El programa de servicios educativos —departamento creado en 1981— consistía en asumir la diversidad de públicos (ocasionales o habituales) en todos los planos: modificar el concepto de educación-instrucción que prevalecía en ese tiempo en los museos de historia y antropología y plantearse sobre todo una tarea de motivación de la curiosidad y familiarización con el museo a través acciones multidisciplinarias. Estas actividades aumentaron notablemente el uso y la apropiación simbólica de los espacios arquitectónicos, del jardín escultórico del museo y de las salas de exhibición. Dado que los públicos habituales no eran ni son homogéneos, se organizaron también programas temáticos enfocados a artistas con orientaciones diversas, promotores culturales, museólogos, académicos, coleccionistas, teóricos del arte, filósofos, comunicólogos, críticos, diseñadores, caricaturistas, arquitectos, estudiantes y galeristas. En conjunto, son los que más pueden incidir en la producción artística y en la programación de exposiciones, puesto que son multiplicadores potenciales de la acción del museo.(18)
No obstante, desde 1985 hasta el presente el MAM fue muy castigado por la política neoliberal y el desasimiento de la cultura por parte del Estado. Quedó librado a la capacidad y esfuerzo de cada director y sus respectivos equipos para recaudar fondos complementarios y establecer prioridades. Vale la pena mencionar el brevísimo periodo de dirección de Jorge Alberto Manrique (1987-1988), quien programó la exposición de un artista que osó resignificar la imagen de la Virgen de Guadalupe, emblema tanto religioso como nacional en México. Una agrupación de derecha (Provida) hostigó al museo de manera física y mediática. La censura oficial causó el cierre temporal de la institución y la renuncia del director. De modo que ¿de cuál modernidad se trata esa carencia brutal de autonomía del campo artístico entre política, religión y represión?
Desde la perspectiva educativa, a partir de 1985 el retroceso
fue evidente, más aún cuando aumentó el precio de la
entrada y cobraron por la inscripción a los talleres y cursos en todos
los museos del Instituto Nacional de Bellas Artes. Los mejores curadores independientes,
surgidos en los años noventa, no fueron convocados a colaborar. En
tanto espacio propositivo y materia de reflexión para el mundo artístico,
el MAM había pasado a un plano menor. Paralelamente, aparecían
proyectos de la sociedad civil y la iniciativa privada. Varios grupos de creadores
generaron espacios propios en sus talleres o en casas prestadas, donde discutían,
experimentaban y mostraban sus obras. Semillero de dos vertientes, la de quienes
se lanzarían a intentar triunfar en el mercado nacional e internacional,
y la de muy pocos, que se dedicarían a investigar, enseñar y
experimentar trabajos en colaboración con comunidades. La empresa de
medios Televisa apadrinaba el Museo Tamayo (1982) primero, y pronto el Centro
Cultural Arte Contemporáneo, para el que formó una extensa y
valiosa colección de arte joven, además de una fuerte programación
de muestras temporales para diversos públicos e intereses, publicitada
constantemente y con éxito por sus canales de televisión. En
tanto, la ciudad de Monterrey ha contado con dos museos de arte contemporáneo:
el de Monterrey (que ya cerró) y el imponente Marco. Igualmente en
Oaxaca, Guadalajara y Yucatán. Más que nunca, el arte es negocio
y los museos espectáculo. Se multiplicaron las galerías y aumentó notablemente
la cantidad de coleccionistas hasta el punto de que actualmente uno de ellos
prepara la apertura de una segunda sede, aún más formal que
la actual, como museo de arte contemporáneo (Jumex). En el siglo XXI,
sólo la UNAM en la ciudad de México ha asumido la formación
de una colección de obras de artistas vivos. Gracias a ello no sólo
ha hecho una relectura del arte a partir de 1968 (La era de la discrepancia),
sino que ha construido un nuevo museo, el Universitario de Arte Contemporáneo,
inaugurado en 2008, que ubica nuevamente a esa universidad como formadora
de esfera pública.
Más de treinta años después, desde 2006,
el modelo esbozado por Helen Escobedo reaparece en algunos aspectos en la dirección
de Osvaldo Sánchez, quien debe actuar en un panorama muy diferente del
mundo del arte y de las instituciones. Su programa abarca muestras de artistas
con cuarenta o cincuenta años de trayectoria sólida, así como
de otras de media carrera (20-25 años); exposiciones colectivas temáticas
donde se busca la articulación de la producción moderna y la
contemporánea. No admite muestras individuales que reúnan pocos
años de producción. Cada seis meses presenta relecturas de distintos
núcleos de la colección desde una perspectiva muy conceptual
de historia cultural. Un aporte de Sánchez —conflictivo para algunos
grupos del medio artístico— es su afirmación de que las
exposiciones en sí deben tener un sustento didáctico. Por otra
parte, revive el espíritu de foro abierto a la memoria, el debate,
la revaloración del peso de artistas y movimientos, la reflexión
sobre las relaciones entre artistas modernos y contemporáneos. Asimismo,
hay un viraje claro en el perfil de los públicos: de acuerdo con las
encuestas más recientes, los jóvenes resultan ser los más
interesados.
Comentarios finales
Cada idea de nación mexicana (criolla, occidentalizante,
indigenista, integradora o respetuosa de la diversidad sociocultural) y cada
proyecto modernizador han intentado musealizar a su manera conceptos y valores
a través de colecciones, decidir quiénes serían héroes
y antihéroes, qué sería arte y qué no lo sería,
en qué necesitamos diferenciarnos y delimitar una identidad, qué se
requiere para entrar en el concierto mundial… En los últimos
veinte años, el cuestionamiento del centralismo y del nacionalismo
identificado con el Estado, los procesos de globalización económica,
la movilidad de las fronteras culturales, entre muchos otros factores, han
desplazado los caminos de la preservación patrimonial hacia experiencias
diversas. Las demandas e iniciativas de regiones, localidades, empresas y particulares
en materia de patrimonio han crecido; existe también mayor sustento
teórico y legal para sus acciones. Se lucha por el respeto a la pluralidad
cultural y a la participación de la sociedad civil en la concepción
y operación de nuevos museos representativos de esas visiones e intereses
diversos. La versión única de la historia patria y el manejo
del patrimonio artístico ya no resultan suficientemente verosímiles
en la actualidad, y así lo conciben estos museos.
Los museos nacionales de historia y antropología colaboraron en la construcción de sucesivos proyectos históricos de nación. En materia de arte, el proceso ha sido más tardío y accidentado, y coincide con la adopción de modelos elitistas. Entre el nacionalismo mexicanista revolucionario, que las políticas culturales de muchos gobiernos contribuyeron a cristalizar como la moderna identidad artística de México hacia el interior y hacia el exterior, y el arte contemporáneo en tiempos de la globalización, hay artistas y movimientos de la segunda mitad del siglo XX que hace falta investigar y con escasa presencia en colecciones públicas, así como una persistente negación de los objetos de la cultura visual moderna y contemporánea. Las identidades artísticas están apenas en construcción.
Bibliografía
Bartra, Roger “Sonata etnográfica en no bemol”, en El Museo Nacional de Antropología. 40 Aniversario, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/El Equilibrista/Turner, 2004.
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García Canclini, Néstor, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990.
Goldman, Shifra M., “La pintura mexicana en el decenio de la confrontación: 1955-1965”, Plural, núm.
85, vol. VI, octubre de 1978.
Morales, Luis Gerardo et al., “Del museo filantrópico a los museos de carne y hueso” en Foro de Museos del INAH, México, octubre, mimeo, 1988.
Serra Puche, Mari Carmen, “El Museo Nacional de Antropología”, Arqueología Mexicana, vol. IV, núm. 24, México,
marzo-abril de 1997.
Notas
1. Agradecemos el apoyo de Glenda Cabrera y Diana Macho para la realización de la investigación sobre el Museo Nacional de Antropología.
2. Luis Aboites, "El último tramo" en Nueva
historia mínima de México, México, El Colegio de México, 2004, pp. 280-281.
3. Ignacio Bernal, Román Piña Chan y Fernando Cámara-Barbachano,
Tesoros del Museo Nacional de Antropología de México,
México, Daimon, 1979, p. 8.
4. Ignacio Bernal, “Introducción”, en Pedro Ramírez Vázquez et al., El Museo Nacional de Antropología, México, Panorama, 1968, p. 7.
5. Mari Carmen Serra Puche, “El Museo Nacional de Antropología”, Arqueología Mexicana, vol. IV, núm. 24, México, marzo-abril de 1997, pp. 5 y 6.
6. Luis Gerardo Morales et al., “Del museo filantrópico a los museos de carne y hueso”, en Foro de Museos del INAH, México, mimeo, octubre de 1988, p. 2.
7. Ibidem, p. 3.
8. Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 167 y 168.
9. Roger Bartra, “Sonata etnográfica en no bemol”, en El Museo Nacional de Antropología. 40 Aniversario, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/El Equilibrista/Turner, 2004, p. 332.
10. Ignacio Bernal, Román Piña Chan y Fernando
Cámara-Barbachano, op. cit., p.174.
11. Roger Bartra, op. cit., pp. 346 y 347.
12. Luis Gerardo Morales et al., op. cit., p. 6.
13. Escribió su primer director: “Esta presentación
de la Etnografía actual remataría señalando, por un lado,
sus raíces históricas y, por otro, el camino para la redención
de los grupos atrasados”. Ignacio Bernal, "La antropología en México",
Artes de México, núm. 66-67, México, 1965, pp. 8-11. Las cursivas son nuestras.
14. Shifra M. Goldman, “La pintura mexicana en el decenio de la confrontación: 1955-1965”, Plural, vol. VI, núm. 85, México, octubre de 1978, pp. 33-44.
15. Idem.
16. Rita Eder, Tiempo de fractura (1982-1984), México, Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad Autónoma Metropolitana, 2010.
17. Idem.
18. Tal vez el mayor déficit de la gestión y el
equipo de Escobedo fue no lograr la creación de nuevas partidas presupuestarias
y de nuevos puestos para servicios educativos y para comunicación. Lo
hecho con enorme esfuerzo y entusiasmo personal y de voluntarios no es heredable
a los equipos posteriores y, por lo tanto, resulta extremadamente vulnerable.
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