Arturo Bañuelos
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Montea monoplanar •
2000, acrílico s/tela.
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Algo para ilustrar algunas locuras
La locura vista desde adentro puede no parecer locura, aunque lo sea, o no
lo parezca. Para ilustrar el tema, el autor se interna en el desasosiego
que le produce una pintura, en la sensación de ahogo de las palabras
cuando se intenta describir lo indescriptible, en la redundancia inevitable.
Ensayo
obsesivo que nos lleva a las entrañas de lo que únicamente
se puede contemplar y sentir.
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MANUEL
CENTENO
• PINTOR
Investigador
del Cenidiap
Traigo como ilustración un caso
peculiar que deseo comunicar al lector interesado en temas de
orden atípicos según piensa percibir de su catálogo
el orden de su mundo, muy singular, que por cierto, nada supongo
al respecto, ya que me permito creer que hay ciertas incompatibilidades
entre lo que se piensa y se percibe. Pensar y percibir no está mal,
pero eso de sentir ¿no es ya una locura? Sea como fuere,
se trata de una pintura representativa de la obra de un artista
que muestra bien una cierta singularidad por el aspecto que,
a mi juicio, da a ver, de vez en vez. Un acrílico sobre
tela que lleva como título Montea monoplanar,
2000, y ocupa un campo de 150 x 170 centímetros, exhibido
en público una sola ocasión; lo conserva el autor
e ilustra el caso.
Es un cuadro que me hace perder el rumbo, pero también me permite encontrar cierta orientación que compromete, según creo, la palabra solemne desde donde imagino, en el tiempo con su espacio, un lugar efímero. Tengo para mí, desde mis adentros, la idea de que es preciso articular la diferencia que marca en el uso de mi lenguaje, la transmisión de un cierto culto venerable a su imagen. Eso es, exacto, y no de otra manera, el abordaje ha de ser, sin duda, la relación atractiva entre la belleza y el bien que quizá se corresponden en la pieza, si puedo decirlo así, al atravesar el recorrido por donde la repetición “abrocha” el sentido y el significado que me parece propone esta pintura tan singular. Basta, entonces, contemplar en ella las razones que siempre me hacen falta; encontrar en ella algunos efectos que obran sobre mí. Supongo que si ha de tratarse de algo, deberá sostenerse por aquello que en cierta dimensión se juega la pasión encubridora de la verdad reveladora que en la imagen pictórica se plantea y produce en mi discurso una alternativa arriesgada por la práctica retórica que despliego, en este caso, en un pequeño trozo de realidad puesta por un desprendimiento afectivo.
Me reclama, desde ese territorio, la función devenida deseo al ocuparme
por algo que no habla sino que “demanda” ser hablado, bien o mal.
Es cierto que una manera de pensar no es un modo de razonar las pruebas suficientes
que pretenden explicar lo inexplicable, pero no hay ejemplo útil para
elaborar una tarea anidada más allá de la palabra que la palabra
misma; por ejemplo, puesta en esta escritura, siempre nombra no la cosa sino
lo que está en el lugar de la cosa nombrada, ya que ambas, la palabra
y la cosa están separadas. Separar la belleza de lo bueno parece posible
si he de hacer justicia a la pintura que es una cosa innombrable, por su aspecto;
sin embargo, nombrada no alcanza para mis fines, pues estoy seguro que para
saber si la eficacia simbólica de la ilustración pictórica
da cuenta verdaderamente de su estructura icónica, ya que si deseo
dar cuenta de ella debo oficiar de la verificación algo supuesto, como
verificado por la palabra escrita, que da testimonio afectado en razón
de la ya confesada pasión razonable que excluye de mí algún
esfuerzo por encontrar en la racionalización de mis pensamientos la
verdadera razón que pretendo verificar por la descripción que
estoy tratando de desarrollar hasta este momento.
Pienso en la debilidad de toda descripción. Por lo tanto, renuncio desde ya a determinar los signos que no quiero atribuirle a la función pictórica. Es que si el Signo legaliza la Ley que regula, la regulación determinante cancela la posibilidad de entrar en el tema que me ocupa de manera apasionada, pues de lo que se trata precisa de un hecho desde donde siento el enigma que me atrae desde esta pintura indeterminada, salvo porque es una pieza bien titulada por su autor. Desde allí, he de dar testimonio material de la forma sígnica, pero he de dudar de la materialidad porque su forma se resiste a ser Signo de la supuesta materialidad sígnica. Creo que hay efectos en todo esto y todos son posibles, aunque no probables todavía, pues quizá falte la prueba que en efecto corresponda a toda probabilidad. No sé si en este texto, en tanto testimonio, dé prueba de que la materia de mi tema alcance una forma tal que pruebe que la pintura, en lo real, de su propia realidad, sea alcanzado por este discurso que le atribuye a su realidad una supuesta condición requerida.
Sería probable determinar a la pintura como tal, si supusiera yo que no es un objeto pictórico real sino que si se trata de algo que proviene de un objeto real, el cual, me parece, carece de relaciones sígnicas entre la materialidad y la formalidad supuestas por lo que no pienso, entonces no pienso si hay ese obstáculo ante tal objeto pictórico que, sin duda, me impide objetivarlo en tanto objeto pictórico. No obstante, se trata de una pintura de la que deseo dar cuenta, y digo que hay obstáculo porque a partir del cual se me impone la necesidad de recurrir a mi método ezquizio-analítico, a fin de analizar el supuesto objeto pictórico, desquiciante, al menos para mí, pues debo decir si el cuadro desquicia, me desquicia, no encuentra su lugar en mi mundo porque “en su unidad” pictórica, su materia y su forma, es decir, en su materialidad y en su formalidad, la unión entre ambas nociones es asimétrica. Hay unión asimétrica pero no unidad simétrica. Alguna causa o algún efecto deben faltar en esta pieza porque la cosa se hace símbolo de lo que desde allí lo real es indecible.
Pues bien, debo suponer que he dejado hasta aquí las cosas claras
para el lector, pues la idea que he de brindar en estas líneas, un poco
descentradas, sin dirección precisa y sin determinación, deberán
orientar en su lectura. Por supuesto, mi interpretación no está en
el hecho fenoménico sino que el hecho proviene de mi interpretación
que todavía no es un hecho admitido por quien ya ha leído, hasta
este punto, mi discurso. Conocer es distinto a sentir cierto conocimiento,
como reconocimiento sentido, en términos afectivos, pues re-interpretado
el fenómeno afectivo, conocer es des-conocer cierto conocimiento.
La pasión, pues, siempre excéntrica e indeterminada por el Principio
de incertidumbre desplaza al Principio de causalidad. Para decirlo todo hay
que dejarlo por escrito, aunque no del todo, el caso es que se trata de un
descentramiento icónico desde donde los signos se conjugan en una suerte
de partida inconclusa. Bien, basta de tanta palabrería. Habré de
ser razonable aunque me falte razón para ser racional, en este caso.
A la luz de la palabra, me parece esencial, ahora, deyectar algunas palabras
devenidas, por ser proyectadas aquí, en otras que no estén determinadas
por el supuesto poder de la palabra.
Hay números irracionales tanto como palabras irracionales y, al menos,
una pintura irracional que, por ahora, me concierne escribir en torno a ella.
La irracionalidad es, pues, equivalente a los números, a las palabras
y a esa pintura aludida. Es verdad admitida que todo el mundo se sirve tanto
de los números irracionales como de las palabras irracionales y de
algunas pinturas irracionales. No es cosa de locas y de locos, es algo de locura
usual. Entonces, irracional es el número porque ahí la dominancia
del número natural no posee poder alguno. El caso es que la irracionalidad
de las letras hacen de la palabra su dominio fuera del discurso natural, si
puedo decirlo así,
para que se me entienda en este texto deyectado por mi discurso a-palabrado
respecto a esa pintura, pues he de denominarla como una obra descentrada, por
no decir deconstruida. Por su indeterminación contingente, radicalmente
diferenciada por su materialidad y su formalidad constituyentes, todavía
no construida ni re-construida, esa pintura, inconsistente, digresiva, casi
transgresiva pero ante todo subversiva, obedece a ciertos efectos parciales
de orden irracional e imposible. Es común que cuando se lee una palabra
por debajo de una imagen o de una ilustración, se diga que el icono
es el significado de tal o cual imagen o ilustración, no obstante la
palabra en tanto significante nada significa. El costumbrismo obliga, por lo
general, a instalar una pintura en el muro de un museo o galería y por
debajo de ella colocar una cédula técnica o ficha explicativa
que dé cuenta de la pieza pictórica. Pero esto es sólo una
costumbre de quien piensa estas cosas usuales. Lo cierto es que esto no es
más
que una locura costumbrista de nuestro pensamiento y percepción. Es
una locura pensar que la cédula o la ficha den cuenta de un supuesto
significado, si se piensa un poquito de otro modo. Considérese que
el significante es la pintura y la cédula o ficha son su significado;
entonces las cosas cambian, se trata también de otra locura. Pero, ¿qué quiero
decir? Algo que todavía no creo haber dicho aunque lo he intentado
de modo esmerado, claro y distinto.
Esa pintura me enloquece porque no puedo percibir, con ninguna palabra, el
objeto pictórico que intento nombrar. No percibo las palabras, pues
nada significan para mí, ya que todas se me escapan cuando pienso en
ese objeto pictórico que quiero percibir aunque sea con una palabra.
No me satisface la palabra pintura, porque está en el lugar de ese objeto
pictórico. Si escribo pintura no escribo blanca, porque no escribo
trazos ni líneas oscuras. No capturo el objeto que palpo con mis ojos
de buen ver. No percibo los objetos materiales y formales de ese objeto pictórico
con las palabras que supongo deberían designarlo al nombrarlo. Es cierto
que deseo, ante todo, dar cuenta de esa pintura, objeto de mi deseo de saber
decir algo de ella, de verdad, pues quiero en el campo de mi discursividad
plantear algo que me parece evidente en tanto que la evidencia es lo que hace
que el objeto sea evidenciado por algunas palabras. ¿Alguien pensará que
sus palabras evidencian?
En medio de esta insuficiencia, con este pequeño déficit, debo
arreglármelas de mil maravillas porque la pintura me hace decir todo
lo que desearía pensar respecto a lo que me hace sentir. Es ella la
que me enloquece, o quizá es ella la que está loca y por ello
me enloquece. Es inasible y quizá es por eso que me mira, aunque debo
confesar que me hago mirar yo ante ella. No diré que se hace mirar
porque entonces alguien pensaría que estoy loco, y de ninguna manera
es así, digo que me enloquece porque está loca. Es una locura
escribir estas cosas, pero si no lo hago enloqueceré, por lo que escribo.
Escribir, en todo caso, es una locura, y más cuando se trata de hacerlo
en torno a una pintura. Es que no confío en la palabra hablada o escrita,
ni tampoco en mis propias creencias. Me digo que allí donde estaba la
lectura de la palabra debe advenir escritura, pues aquello que no está en
el texto falta; lo que transmito ahora demanda una letra ya exiliada, perdida
desde el origen primordial. Mi fe me exige, aun cuando no confío en
ella, fidelidad a lo que carece de nombre; es decir, a la letra singular. Creo
que tener fe en mi palabra, que me habita, implica la introducción de
cierto enigma que me devela una transmisión vacua que está más
allá de mí. Creo que así se cancela la posibilidad de
inscribir, en la palabra, algo que falta en ella en tanto que traza lo que
no está ubicado en su lugar sino en el hueco que hace de mi fe un espacio
de desconfianza respecto a lo que de nada tengo por sabido de esa pintura,
fiel a sí misma; así la supongo, en su supuesta mismidad pictórica,
tan singular como ninguna otra, ya que desde ella es donde se genera mi certeza:
he perdido la fe en creer que lo que escribo no es ni verdad ni mentira.
Una vez perdida la fe, ya no creo pero conservo mi propia certeza al empezar “por
el principio”, aunque se trata de un asuntito no poco difícil
de tratar porque la dificultad está en saber por dónde empezar
ya que hay que elegir si es por el principio que al principio se empieza o
es en el principio por donde se empieza. Es que, al principio ¿no le
hace falta un lugar, en el principio, que se le ubique en un espacio específico?
Esta es la lectura que hago de la pintura, porque ¿acaso se requiere
de una descripción formal o material para identificar algo contingente
que se traza en ese espacio donde se lee una indicación por el o al
principio? Pues acaso, al principio no se indica por el principio sino por
lo que falta ahí, donde está precisamente el enigma de esa pintura.
Por venir de ahí, por el principio y al principio, el cuadro crea efectos
tales que me autoriza a decir que no es ni el tiempo ni el espacio las condiciones
necesarias para penar y sentir algo al respecto. Me parece que sí hay
ahí espacio y tiempo, pero ni geométrico ni cronológico;
quizá se trata de un tiempo y de un espacio lógicos, de una
lógica, pero la dejo al margen, no es el tema de este escrito.
Se impone, en todo caso, una razonable falta de racionalidad respecto a esa pintura por la pasión que despierta en mí, de modo enloquecedor. Y no por otra razón me digo que las demostraciones empíricas me parecen banalidades con pretensiones probabilísticas. No he de proceder banalmente, porque la banalidad es opaca respecto a la cristalina poética intuición femenina; por tanto, la locura desencadena lo propio de la poesía que está del lado de la pintura.
La locura necesaria obliga a todo el mundo a comer cada día, como
de costumbre, no poemas, pero eso de comer tres veces al día es una
locura. Ir a la oficina, trabajar, regresar a casa y dormir en la misma cama
es una locura de hechos porque nada tiene que ver la oficina con el dormitorio
a menos que uno argumente lógicamente, con alguna filosofía,
que todos esos actos y cada uno de ellos obedecen al Principio de causalidad
que
da muchas
explicaciones absurdas por mediación de alguna ley, de alguna norma
y de algún caso lógico. Pero, insisto, esto último es
una locura en pleno desvarío “conceptuoso” que alcanza los
límites del sentido y del significado generados por el sin-sentido.
Es que la locura, no toda, está perturbada por el sentido y el significado
que designa a todo eso, el hacer algo por alguna razón... que debe faltar.
Entonces, esa pintura no es más que la manifestación de alguna
enfermedad enigmática que a mí no me cura sino me procura un
material y una forma enfermas de locura poética, procurada en medio
de una cultura enferma de locura privada y social. El arte, pues, y no solo
esa pintura, es inasible porque produce en mí cierta perplejidad enigmática
de la que ya empiezo a creer que hay algún desencuentro entre estas
palabritas que escribo y el arte que en esa pintura me devela. Tal vez en el
mundo, y esa pintura está en este mundo, es probable y no posible. Si
es probable, quizá es falso que el mundo en tanto probable no es verdadero.
Es posible que quizá no es probable el mundo ni esa pintura. Tal vez,
quizá es necesario y a priori el mundo, pero en todo caso,
no del todo, pues la certeza excluye toda posibilidad respecto a que, tal vez,
sí es probable y no posible el mundo y esa pintura, aunque quizá sí son
imposibles. Entonces, es necesario que esa pintura es probable si es una pintura;
pero si es, es porque cabe la posibilidad de que no se trate de una pintura
por la imposibilidad de que sea improbable, pues, después de todo, aunque
ya dije que no del todo, tal vez es imposible que no sea una pintura ya que
quizá no hay la improbabilidad de probar su imposibilidad. La probabilidad
implica una posibilidad o una imposibilidad, contingente o necesaria a
priori. Decidir no es cosa fácil porque se impone, antes de que
emerja la decisión, el deseo de decidir si el caso es, por supuesto,
una locura.
En la pintura hay un trazo que deviene en una especie de metáfora
o metonimia copulativa por la cantidad de trazos cifrados, bien incompletos
y muy consistentes; no obstante, advierto que hay cierta completud porque la
inconsistencia se sostiene coherente a pesar de la emergencia espontánea
que acusa en algunos lugares, sin forzar la forma que se materializa, quizá por
algunas reminiscencias o algunas rememoraciones pictóricas, algo que,
desde ahí, desde esa pintura, imagino que el pintor no ha olvidado
de que se trata de una pintura y no de otra cosa, ya que me parece, en ciertos
momentos, que no es una pintura. No digo que no es una pintura sino que a veces
me parece que no se parece a una pintura, y quizá esto me ocurre porque
la pintura no está limitada por su propia pictoricidad, sino porque
abarca más allá de ella, algo que no le pertenece propiamente
como suyo. Por ejemplo, todo el mundo sabe que una recta cortada es finita,
si posee algún límite, pero lo cierto es que una recta infinita,
por su propia infinitud, no es sin límite finito. Por cierto, finito,
esto me gusta, por la finura, por la fineza del término y de la línea
en el cuadrito finito, entonces es fino. Bueno esto lo sabe todo el mundo aunque
casi nadie ha visto esta pinturita. La pintura es, entonces, muy fina. También
hay puntos, casi diría yo, puntos finales y puntos seguidos como los
que se colocan después del etcétera. Sí, casi diría
yo que se trata de una pintura con su etcétera. Hay nudos, y éstos
con sus líneas, que hacen de ellas cuerdas rectas, evocan algo que
no tiene que ver con lo cuerdo que se supone debería estar en juego
en ese campo visual.
Las líneas, no todas, se anudan. Unas intentan cerrar y otras abrir no sé que cosa, si se me permite hablar de alguna cosa ahí, donde creo que no hay, pues el caso de que se trata es de alguna causa. Bueno, los puntos anudan mientras tanto, abren sobre la superficie alguna hiancia imperceptible, pero la supongo porque, como ya dije, no la veo, me mira. En esta dimensión el campo se extiende hasta cierto límite, pero abarca más allá de sus litorales algo que la trasciende. Por cierto, no me gusta escribir esta palabrita “algo”,
por tanto la escribo entre comillas; no es algo, es menos que algo. Tal vez
se trate de una cópula agujerada por lo que sostiene su soporte encuadrado en una relación fallida.
En fin, se trata de una pintura que ilustra e ilumina aunque no es una pintura ilustrada ni iluminada por las luces de algún museo o galería importantes. Lo interesante y lo importante, por lo visto, anuda y desanuda aristas y vértices, campos y dimensiones artificiosos que dibujan la sabiduría humana, el afecto de un pintor que poco o nada tiene que ver con este mundo, en realidad. Su pintura existe aunque el pintor esté casi ya fuera de su propia existencia. Es cierto que su pintura, a la que me he referido todo este tiempo, nada nombra, es nombrada, esclava de la palabra, del habla, de la escritura, del lenguaje, del idioma, de lo que se dice de ella, bien o mal. Es dócil ante los sentimientos de quien ella mira. No se trata de una mirada perdida, sino que se fija en uno, si uno la ve con respeto, casi con amor. Si digo con amor, digo con odiosa locura.
Dicho de otro modo, tener criterio implica no una verdad ni una mentira,
sino una auténtica decisión respecto al deseo de saber si la
cosa que identifico guarda alguna relación consigo misma. No digo que
esa cosa, en tanto pintura, posee en sí una relación respecto
a su mismidad, sino si la cosa se relaciona respecto a su propia mismidad,
porque la supongo fallida. La supuesta relación analógica, semejante
y similar entre otras nociones cercanas no son sinónimas, sino problemáticas,
ya que establecen, entre ellas, relaciones diferenciadas. Las relaciones, entonces,
son problemáticas, ya que se establece alguna diferencia respecto a
la decisión de relacionar mi discurso con esa pintura problemática.
No dudo que ahora se me dirá que ya establecí alguna relación,
por identificación loca, por una locura específica. Pero tengo,
por cierto, la certeza de que se me ha advertido, en más de una ocasión,
por más de una persona, que casi nadie se ocupa de estos temas porque,
en términos generales, a casi nadie le apetece puntualizar estos asuntos
que la locura suele cubrir con algunas buenas razones.
Sea como fuere, es la ocasión, en términos razonables, pero
no racionales, para decir que es probable que la aprioridad de lo
necesario se impone ante la imposible aprioridad de la contingencia
locuaz que se propone abordar la locura representada en alguna manifestación
plástica. Esto no está mal porque las propiedades que se le
han de adjudicar a esa o a otra representación icónica depende
de algunos elementos fundamentales que han de emerger de algún pensamiento
que supone que algo anda mal o bien en algún lugar, desde donde se
piensan estas locuras. Es cierto, hay representaciones icónicas que
nada tienen de locura aun cuando representen locuras. Pero, ¿acaso no
es locura una representación icónica que “nada tiene” que
ver con la locura de andar representando a la diosa razón? Y, ¿acaso
esta hermosa diosa de la razón no es femenina? Razón-locura-feminidad
son tres gracias divinas, algamáticas.
Diré que el pintor, autor de esa pintura, está a un paso de la inmortalidad ya que al mirarme su pintura es posible que por su lenguaje visual me conciba yo anterior a su verdad. De su trascendental inteligencia, de su lucidez, se desprenden algunos elementos envidiables porque se comprende bien, desde la imagen que lo representa en su pieza, un afecto dialéctico por el devenir que supongo dinamiza en su espíritu un deseo que además demanda algo de amor con su obrita.
El pintor expresa, en su pintura, una caracterización tal que, por la belleza de la materia y de la forma, da en su puridad simbólica una encarnación indecible, real. Pero en función a la verdad respecto a la belleza de la pieza, el bien que se propone expresar, en la pintura, no alcanza porque está lejos de hacer el bien a quien la ve. De ello doy prueba suficiente en este texto; no obstante hace falta que alguien dé fe de lo que doy como testimonio, pues se ha de cifrar por la función de su desciframiento “algo” todavía incumplido por alguien.
Del artista, del pintor, es decir, del autor, poco o nada sé, más aún, nada me importa ni me interesa su persona. Su biografía carece de interés para el biógrafo, es algo que ya verifiqué con algunos biógrafos. Poco o nada importan e interesan esos datos pasajeros, los de su vida, por así decirlo. Lo que sí me importaría y me interesaría saber, es qué piensa y qué siente cuando pinta o cuando pintó esa pintura... Saber qué pensó, si pensó, y qué sintió, si sintió. Porque en una de esas, ni piensa y ni siente. Uno no sabe, no sé, pero supongo. Por cierto, casi olvido el nombre de nuestro pintor porque tal vez no me gustaría que él pensara o sintiera que yo pienso o siento que está medio loco, aunque... tal vez ya lo sabe, en fin, ...él se llama o se hace llamar, por su nombre, a veces, como Arturo Bañuelos.
Tal vez ya no recuerde nada ni sienta algo por esa pintura. No sé,
no he hablado con él ni de él he escrito una sola nota; en todo
caso, insisto en que es muy inteligente aunque parece que poco le ha servido
su inteligencia; también me parece que es muy sensible, pero creo que
tampoco su sensibilidad le ha servido de mucho. Parece, eso sí, pintor,
tiene toda, casi toda la pinta, perdón por la expresión, de
pintor; parece, pues, pintor, muy buen pintor, pero poco se puede decir de él,
algo, salvo que parece que cuando pinta, pinta bien. Si se tienen un poco de
ganas de hablar o escribir de su pintura, sí se puede hablar y escribir
mucho de su pequeña locura, de esa de andar pintando telitas por allí y
por allá, no poco se puede decir y, no casi nada porque para pintar
se requiere de una fuerte dosis de locura tanto como para escribir acerca de
esas locuras pictóricas, con estas escrituras locas, por ejemplo, y ¿por
qué no, por esas lecturas de locura, no es una nota cultural que el
arte enloquece? ¡Basta! He escrito, pues, tal como se leyó, con
todas sus letras, de locura, que no psicosis.
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