Agustín Sánchez González, El 68 en monos:
sumisión y rebelión, México, Centro Nacional
de Investigación, Documentación
e Información de Artes Plásticas, 2005.
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La caricatura del 68 y
los procesos de significación
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CRISTINA
HÍJAR GONZÁLEZ • LICENCIADA
EN DISEÑO
DE LA COMUNICACIÓN GRÁFICA
Investigadora del Cenidiap
cristina_hijar@hotmail.com
El texto de Agustín Sánchez González inicia con
un planteamiento fundamental: la necesidad de la apertura en
los
distintos modos
de historiar atendiendo a objetos y a sujetos habitualmente no
atendidos por considerarse “no oficiales” o “menores”.
Agustín tiene ya un camino andado en este sentido con
su historia de la caricatura en México que, además
de necesaria, enriquece las líneas de investigación
del Centro Nacional de Investigación, Documentación
e Información de Artes Plásticas, o su rescate
de José Guadalupe Posada en un atractivo medio
interactivo.
Particularmente la caricatura ha logrado situarse, hasta hace relativamente poco, como un género serio y atendible. Sus recursos los conocemos: el uso de la burla, la ironía y el humor, la ridiculización, la exageración de la frase, el gesto o el rasgo clave, la exhibición de la incoherencia en toda su crudeza… del acontecimiento del momento, del tema del día. Un ejercicio difícil de lograr porque para que estos recursos sean contundentes, habría que agregar la capacidad de síntesis, la claridad en el cómo y qué decir y la técnica misma. Quizá por ello son pocas las caricaturas que perduran más allá de las situaciones concretas y que posibilitan una reflexión más extensa, como el cartón publicado por Abel Quezada en Excélsior el 3 de octubre de 1968: un rectángulo negro titulado “¿Por qué?”. En el caso del 68 esto es especialmente importante. Si bien podemos reducir “la bronca” a dos bandos, por decirlo de alguna manera, basta con atender un poco más para darse cuenta de los matices en las distintas voces que se pronunciaron entonces.
En un breve repaso, Agustín nos cuenta más allá de
los caricaturistas de esa época. Hace algunas referencias
necesarias a la genealogía de la caricatura para que
entendamos un poco el proceso de este oficio, y lo hace atendiendo
a los colaboradores de los medios “oficiales” y a
las publicaciones periódicas de la época (diarios
y revistas). Con ello muestra que la caricatura se integra y
parte del discurso social al acompañar, reafirmar o replicar
al discurso político dominante con un efecto inmediato
y desde una posición privilegiada. Las caricaturas con
sus referencias concretas se insertan en procesos significativos
más amplios, en la lucha ideológica en la significación,
planteando “propuestas críticas determinadas por
el tiempo corto y (en ocasiones) extraviadas en el tiempo largo”,
como señala Alberto Híjar y como prueban las caricaturas
infames que en 2006 hicieron los moneros de La Jornada al
respecto de las duras críticas del Ejército Zapatista
de Liberación Nacional y del Subcomandante Marcos al
entonces candidato presidencial Andrés Manuel López
Obrador. Son producciones sígnicas ideologizadas que
no pueden mantenerse al margen del presente, ni pretender una
visión “objetiva, fría y externa”,
que agarra parejo contra todo y todos, como si todo y todos fueran
lo mismo y el caricaturista una voz superior y supraterrenal.
El monero, como todo artista, elige, discrimina, exalta u omite,
toma partido, lo que conlleva una gran responsabilidad que no
todos advierten y asumen. La historia de los procesos de significación
es lo que analiza el autor de este ensayo con los ejemplos de
las primeras páginas.
Caricaturizar ha sido un recurso expresivo y político
indispensable en México. Lo vemos desde el siglo XIX
y durante todo el XX, desde la “crítica aguda, mantenida
durante el porfiriato y el maderismo”, como bien señala
Agustín, hasta José Clemente Orozco en los murales de
la Escuela Nacional Preparatoria que tanta molestia y ofensa
causaron; Diego
Rivera
en el edificio de la Secretaría de Educación Pública
ridiculizando a la clase política en “El banquete
de los ricos” y a los intelectuales políticamente
correctos, o el Taller de Gráfica Popular en sus diferentes
momentos y campañas. Hay muchos ejemplos de esta necesidad
y búsqueda de modos y medios contundentes para expresar
una postura particular, un pronunciamiento, una denuncia… en
procesos y momentos en los que, como siempre, todos los recursos
se encuentran de un solo lado.
Dice Jorge Alberto Manrique respecto al vergonzoso papel de
los medios en el 68: “Como ahora, nada producía
más indignación que la mentira pública y
la imposibilidad de romper ese caparazón inmundo. Las
manifestaciones hacían alto frente a las oficinas de
los periódicos para gritar su impotente rabia. No había
otro camino, sino hacer con las propias manos la información
que quienes en un hipotético Estado democrático
debían proporcionar, no proporcionaban”. Esto viene
al caso porque al leer este ensayo extrañé referencias
a la caricatura producida desde el movimiento estudiantil. Todos
recordamos alguna imagen gráfica y anónima de la
ridiculización de Díaz Ordaz o del cuerpo de granaderos,
de la ironía en la resignificación de los símbolos
olímpicos… La apertura y el camino para otra forma
de ejercer este oficio y, sobre todo, esta crítica feroz
al poder (burlándose, ridiculizándolo, exhibiéndolo)
lo abrieron no sólo los caricaturistas como tales, como
sí apunta Agustín en el apartado “Los moneros
se rebelan”, sino toda esta producción que respondió a
la necesidad advertida por Manrique. Y esto ha ocurrido a lo
largo de toda la historia, particularmente desde el siglo XX,
siempre existe una producción gráfica paralela
de raigambre y circulación popular que indudablemente
ha contribuido en esta batalla larga y tenaz de la que da cuenta
el autor. Antes, ni la religión ni el poder eran siquiera
susceptibles de ser temas de representación, que no fueran
elogiosos y complacientes.
El 68 en monos, sumisión y rebelión incluye
algunas reproducciones de las caricaturas de la época.
La selección contiene ejemplos de cartones que si bien
no simpatizan abiertamente con el movimiento estudiantil, al
menos plantean una postura crítica o exhiben a las figuras
y al discurso del poder. El escudo nacional de Rius, reproducido
en la portada, es extraordinario. A las caricaturas particularmente
infames sólo las describe a lo largo del texto. Agustín
proporciona datos importantes como la referencia a Borja, Ochoa
y Ramírez, caricaturistas de La Prensa, sorprendentemente
críticos. La mención a Alberto Beltrán,
ilustrador y dibujante excepcional de El Día,
con una trayectoria organizativa y militante que se notó siempre.
La mención a Adolfo Mexiac y a su más famoso grabado, Libertad
de expresión, que ha resultado atemporal
y usado en todas las luchas recientes por su vigencia y contundencia.
La referencia a La Garrapata, parteaguas no sólo
de la caricatura mexicana sino de las publicaciones periódicas:
quién puede olvidar aquel memorable titular de “Violola,
matola, descuartizola y comiola.”
Este ensayo muestra que en la historia de la caricatura, como
en todo, existen tendencias, dominios y procesos complejos. Evidentemente
ahora el panorama es otro, hay una cierta apertura y libertad
de expresión producto de muchas luchas de las que habrá que
seguir dando cuenta.
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