D I V E R S A L I B R A R I A • • • • • •
 


Alberto Argüello Grunstein, Iconoclasia e iconolatría
en el México colonial:
arte e identidades sociales y territoriales
, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.


 

 

Abrevian Ensayos: identidad, revolución, exilio, teoría contemporánea y artistas(1)

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ALBERTO ARGÜELLO GRUNSTEIN MAESTRO EN ARTES VISUALES
Investigador del Cenidiap
argrunstejn@yahoo.com.mx


Abrevian tiene algo de breve y de abrevar, de manera que podría resumirse como el propósito de dar de beber, pero una “probadita”. Una nueva probadita, porque con ésta, su tercera emisión, suman ya treinta títulos que enriquecen la bibliografía producida en el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap), sin pasar por alto la serie Abrevian Videos, que corre en paralelo, y cuenta ya con quince programas en su haber.

Ambas líneas editoriales han dado excelentes resultados y constituyen una espléndida oportunidad para leer, ver, oír y saber de la diversidad de temas y problemas que ocupan a los investigadores del Instituto Nacional de Bellas Artes y otros estudiosos y artistas invitados. Miscelánea necesariamente, la nueva serie de Abrevian Ensayos, sin embargo, puede agruparse de diversas maneras. En mi lectura figuran al menos cinco temáticas: identidad, revolución, exilio, teoría contemporánea y artistas.

De los artistas en concreto al arte como profesión, de las conexiones del arte con las artesanías, el diseño, la fotografía y el cine, a su relación con las tareas para consolidar ideologías políticas o crear identidades sociales y territoriales, estas miradas, calibradas para entender la complejidad, permiten comprender en su unidad fragmentaria la fractalidad de la escena artística en la que ocurren las artes visuales del siglo XX y en nuestros días.

 

Identidad

¿Qué decir de un texto escrito por uno mismo hace dos años? Puesto en este camino, diré que se trata de, más que un breve ensayo, una condensación de ideas que pretenden decir mucho en poco espacio. Si bien la iconoclasia, auspiciada por los misioneros españoles, ha sido bastante estudiada, lo que interesa en el trabajo Iconoclasia e iconolatría en el México colonial. Identidades sociales y territoriales, es la contraparte, es decir, la iconolatría que aparece como par dialéctico y demuestra con creces que el culto a las imágenes tiene una efectividad ideológica incuestionable pero que es, a la vez, de ida y vuelta. ¿Qué se quiere decir con esto? Que las propias imágenes se volvieron finalmente contra sus implantadores porque fueron apropiadas por aquellos a quienes se pretendía aculturar.

Este hecho, concebible como una especie de “política cultural desde abajo”, hoy en día permite a múltiples comunidades humanas de México ostentar signos culturales propios o apropiados (imágenes, arquitecturas, danzas, músicas, lenguajes, etcétera) para “marcar la propia distinción” (p. 13) frente a los otros. Con este simple hecho, sin saberlo, en cientos de ciudades, pueblos y aldeas del país sus pobladores le dan la vuelta a la teoría de las áreas culturales de tal forma que lo que llamamos “la periferia” se convierte, para ellos, en “centro”; nosotros, los que nos posicionamos presuntamente en “el centro” (en realidad, en los polos urbanos más occidentalizados del país, como la ciudad de México), somos los excluidos de esa fiesta barroca que no claudica en su devoción y culto por las imágenes.

 

Revolución

Prácticas culturales y artísticas como las mencionadas han sobrevivido al pensamiento ilustrado virreinal, a la Independencia, la Reforma, el porfiriato y la Revolución. Este hecho es tan contundente que los intelectuales de la posrevolución advirtieron la necesidad de emprender una reeducación de las masas que, entre otras estrategias, se valió de las artes para aplicar una nueva “conquista espiritual” para divulgar ―con misioneros y toda una enorme parafernalia― el ideario de la Revolución. No obstante, otras funciones debía cumplir la política de las imágenes del movimiento, tratándose de aquellas destinadas al círculo más o menos estrecho que constituían los revolucionarios que se disputaban el poder.

“Olvidemos nuestro enfado…”, como dice una balada romántica sesentera “…y volvamos al amor”, parece ser la tónica que muy bien aplica Esther Cimet para referirse a este propósito en su trabajo Olvidemos nuestro enfado. Imágenes de la institucionalización. Para frenar la carnicería entre revolucionaros, Plutarco Elías Calles impulsó la conciliación entre los sobrevivientes. Ya corría la década de 1930, los años del maximato en los que el general era el “jefe máximo de la Revolución”, cuando surgió el proyecto del Monumento a la Revolución, que es uno de los dos asuntos nodales en este ensayo. El otro tema que pone en juego la autora, como contraparte y complemento, es un modesto mural denominado Alegoría de la Revolución mexicana, realizado por el pintor Eduardo Solares Gutiérrez en la escalera principal del actual Museo Nacional de Historia (Castillo de Chapultepec), que en 1933 todavía era residencia presidencial.

Al monumento ―público, colosal, central―, Cimet contrapone el mural ―íntimo, modesto, descentrado. Con una sintaxis visual divergente, ambos, sin embargo, se proponen lo mismo: que se “olvide el enfado” que dividió a los revolucionaros para que todos, en tropel, se sumen al sendero trazado por Calles. El primero, señala la autora, sería un medio ideal para glorificar en abstracto a la Revolución como el último suceso épico fundacional. Ahí no había, no hay, alusiones o imágenes de algún revolucionario en particular, sólo indígenas, campesinos, obreros, madres con sus hijos, etcétera, pero ningún prócer que pudiera despertar el recelo de los excluidos. En cambio, en el mural, concebido para un espacio semipúblico, aparecen cerca de cuarenta personajes representativos de todas las facciones que en su momento se combatieron encarnizadamente. Ambos son ejemplo, concluye, de una vertiente del “arte de Estado” que se estilaba en los años treinta del siglo XX. En suma, muestra de un discurso discursivo y figurativo triunfalista, unívoco y acrítico.

Esta mirada refrescante sobre el enigmático Monumento a la Revolución, que no es un arco, una cúpula ni un monumento convencional, se reaviva con el trabajo de María Elena Durán y Ana María Rodríguez: Diego Rivera y Marte R. Gómez: un encuentro. Este ensayo es sorprendente en varios sentidos, pues está escrito desde las entretelas de la historia del arte. Marte R. Gómez no es recordado como un destacado militar o político revolucionario; tampoco se le conoce como prócer de la nación ni mucho menos. Fue un modesto funcionario público, progresista sí, que se desempeñó en la burocracia oficial de los sectores agrario y agropecuario.

Muchos detalles enternecedores y humanos envuelven ese encuentro entre el ingeniero y Rivera relatado por las autoras. Descubrimos, asimismo, a un Marte R. Gómez apasionado promotor de las artes, en particular del muralista. Como coleccionista y mecenas se inició, según Durán y Rodríguez, al comprarle a Rivera, en 1924, su obra La bañista de Tehuantepec, para que el pintor pudiera sufragar los gastos por el nacimiento de su hija Guadalupe (p. 5). De Tina Modotti adquirió el boceto del mismo autor denominado Desnudo de mujer de espalda, también de 1924, para que la fotógrafa afrontara los gastos del sepelio de su marido asesinado, Julio Antonio Mella, fundador del Partido Comunista Mexicano.

En suma, las autoras mencionan el largo proceso, de casi cincuenta años, que convirtió a Gómez en uno de los coleccionistas más importantes de Rivera. Pero tuvo una visión de mayor alcance, pues su papel fue importante en la repatriación de obras de artistas mexicanos, impulsó la creación de otras colecciones de arte en distintas instituciones públicas y la adquisición de la obra del paisajista mexicano José María Velasco y de las pinturas de Hermenegildo Bustos. Durán y Rodríguez señalan, además, su preocupación porque “las obras maestras nacionales no se vendieran en el extranjero”, lo que dio pie a que algunas se consideraran “como parte inalienable de los bienes de la nación”, (p. 11) idea que cobró sentido con las leyes proteccionistas en la materia.

El dilema de determinar qué obras artísticas pueden ser consideradas como patrimonio de la nación y cuáles no, es la pregunta medular que ocupa a Guillermina Guadarrama en su ensayo Conservar el mural o reciclar el muro. Documentada disquisición que resume algunas de las preocupaciones que desde hace mucho tiempo interesan a la investigadora. Decidida y valerosa, nunca se ha arredrado para denunciar el deterioro o la destrucción de que son objeto, aquí y allá, piezas murales realizadas en el siglo XX en “escuelas, hospitales, bibliotecas, mercados, hoteles o industrias”. (p. 3)

En su trabajo elabora una sucinta historia de las disposiciones oficiales, instancias gubernamentales y leyes que se han diseñado para proteger el patrimonio cultural de la nación. La Ley vigente, denominada Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicas, Artísticos e Históricos de 1972, es sometida a revisión, junto con sus antecedentes, para demostrar que en lo relativo a la protección del muralismo, orgullo de la historia del arte mexicano, esas regulaciones son ambiguas y omisas.

A pesar de todo lo que se ha hecho desde el punto de vista legal, se sigue pasando por alto el verdadero meollo del asunto, que cae dentro del terreno de las definiciones fundamentales que deberían dar sentido al legislar y, sin embargo, se elude. Este asunto es visualizado en toda complejidad por la autora cuando trae a colación las aporías omitidas: ¿qué es el arte?, ¿quiénes deciden qué es lo artístico y qué no?, ¿bajo qué cánones? Ella misma enuncia lo complejo del asunto: en la época actual en la que estas preguntas tienen respuestas ambiguas o dispares, ¿será válido que se destruyan los murales y se vuelvan a usar los muros?

 

Exilio

Si de destrucción de murales se trata, cabe recordar que a principios del presente siglo se intentó demoler, entre otros, el que José Renau pintó en el Casino de la Selva en Cuernavaca. Artista vanguardista y cartelista, realizó en ese lugar un mural de trescientos metros cuadrados titulado España hacia América. Fue uno de los muchos creadores e intelectuales españoles que llegaron a México gracias al asilo que ofreció el general Lázaro Cárdenas a los republicanos derrotados en la Guerra Civil española (1936-1939). Con relación a este acontecimiento, y acerca del arribo de pintores y escultores hispanos, tratan los ensayos de Guadalupe Tolosa y María Teresa Suárez: Diálogos con México: escultores españoles en el exilio y La imagen de México en la pintura del exilio español, respectivamente. Ciertamente resulta oportuno recordar ahora el exilio español, pues el 13 de junio de 2009 se celebraron los setenta años del arribo a Veracruz del barco Sinaia, que traía los primeros mil quinientos españoles, “intelectuales, artistas, obreros, campesinos, profesionistas de todo tipo y gente del pueblo” (Tolosa, p. 3) que huían de la guerra.

Si bien es posible considerarlos ensayos paralelos, noto una diferencia en estos trabajos: en la opinión de Suárez, entre los pintores predominó más la nostalgia que la integración; en tanto que en los escultores, según Tolosa, hubo más asimilación. La primera plantea al menos cuatro afirmaciones fuertes que dan sentido a su escrito: 1) a partir de la Guerra Civil el verdadero arte español de vanguardia se hizo en el extranjero, 2) fue evidente una clara coincidencia entre artistas de vanguardia y pensamiento republicano, 3) no hubo integración plena al arte mexicano del momento pues, en general, se trataba, “en esta primera generación, de artistas ya formados, que llevaban consigo la marca de la nostalgia” y 4) la añoranza de la patria, la extrañeza de la nueva tierra y el nacionalismo imperante en México, llevó a muchos de estos pintores a continuar con el trabajo iniciado en España, de manera que muchos de ellos definieron su propio estilo y se españolizaron acá. En el ensayo de Tolosa se respira otro espíritu, más optimista, en lo que concierne a los escultores exiliados. A esto contribuye, quizás, el hecho de que fueran tan pocos ―en el escrito se mencionan siete― y que sus relaciones con los escultores mexicanos hayan sido menos ríspidas, pues el rechazo común al academicismo los unió. Además, pronto encontraron ocupación realizando encargos gubernamentales en distintos sitios del país y en la ciudad de México, en tanto que otros se desempeñaron en el sector educativo al tiempo que trabajaban en su obra.

Frente al texto un tanto apesadumbrado de Suárez, el trabajo de Tolosa termina de manera más entusiasta señalando que, pese al dilema existencial de los trasterrados, “se trató de un diálogo por demás fructífero”. Ambos, escultores y pintores españoles, contribuyeron a insuflar nuevos bríos a aquel movimiento artístico mexicano denominado “la Ruptura”, que abriría nuevos espacios al arte contemporáneo de nuestro país.

 

Teoría contemporánea

Sobre el arte contemporáneo y su teorización cabe hablar conjuntamente de los ensayos de Carmen Gómez del Campo y Fabián Giménez: Los umbrales toledanos. Una aproximación desde la estética de lo siniestro y Simulaciones. Notas para una hermenéutica de las superficies, respectivamente. Los he unido por la sencilla razón de que el arte contemporáneo exige un tratamiento teórico que rebase la estética y la historia del arte convencionales.

Como es evidente en el caso de Gómez de Campo, los límites que exigía su publicación en Abrevian no fueron suficientes para contener la exposición que se torna compleja por la cantidad de conceptos que condensa. Pese a ello, define de manera clara tres tesis que orientan su trabajo: 1) tomar distancia de aquellos estudios tradicionales del psicoanálisis que fueron caricaturizados sugiriendo dos posibilidades: colocar al artista en el diván o, en su defecto, a la propia obra, 2) privilegiar otra perspectiva del psicoanálisis donde el pivote de la reflexión no es el lenguaje sino lo energético, sobre conceptos centrales de la teoría freudiana: pulsión, deseo, represión, negación, lo siniestro, el cuerpo erógeno, la experiencia del doble, el aparato psíquico y la constitución del dentro y el afuera y 3) concebir como umbral el punto donde se encuentran el cuerpo y su energética e inciden en la transición de lo bello a lo sublime, e incluso en ese quiebre donde lo siniestro surge como experiencia estética, por cierto presente en gran parte del arte contemporáneo.

Esto por lo que corresponde al creador. En lo que concierne al observador, según entiendo, toma como punto de partida la tesis de Jean-François Lyotard que afirma que “es la perspectiva del ojo la que crea los acordes, las líneas, los grafos”. Precisa Gómez de Campo, siguiendo a este autor: “para decir algo acerca de algo, esto debió ser descubierto o revelado por la mirada: es ella la que da lugar a la presencia, es ella la que articula las ausencias, es a partir de ella que el lenguaje se abre camino.” (p. 3) Pero aquí no termina todo, lo observado trastoca al observador de manera que, por ejemplo, ante una obra de Toledo, le lleva a convocar a sus propios fantasmas. Queda claro, entonces, que en esa relación entre quien mira y la obra observada se privilegian las sensaciones como vía para aproximarse a la producción de Toledo.

Es difícil, como se puede apreciar, esbozar y hacer comprensible en un breve trabajo ―y más todavía en estas cuantas líneas― todo aquello que se discutió a lo largo de tres años en el seminario Arte y psicoanálisis que la autora coordinó de 2000 a 2002 en el Centro Nacional de las Artes de la ciudad de México. Ayudaría mucho, por lo tanto, tener a la mano las imágenes de las obras de Toledo que la autora analiza en las páginas finales de su ensayo, para llegar al anclaje necesario entre la teoría y la creación artística. No obstante, el andamiaje teórico y metodológico queda puntualizado y exige una relectura.

Mientras Carmen Gómez de Campo profundiza con este aparato teórico en la creación de Francisco Toledo, artista de importancia nacional e internacional, Fabián Giménez enfoca sus esfuerzos al análisis de la obra de otros artistas de talla internacional que son figuras del arte contemporáneo: Sherrie Levine, Richard Prince, Jeff Koons, Haim Steinbach y Cindy Sherman. Su constructo teórico tiene también una gran densidad. Por lo que se aprecia, el autor elige como teórico de cabecera a Jean Baudrillard, de por sí un psicólogo fuera de serie que echa mano de la economía política, el psicoanálisis y la semiótica; pero no se limita a él y enriquece su aproximación teórica con Roland Barthes, Guille Deleuze y Susan Sontag, entre otros. En las primeras tres partes, de las seis que constituyen su ensayo, despliega una sólida disertación en la que sintetiza diversas problemáticas que ocuparon durante años a Baudrillard y destaca dos de sus categorías clave: la seducción y lo hiperreal. Ambas ideas se engarzan con las preocupaciones del teórico sobre los medios de comunicación de masas, la publicidad y el exceso de información que éstos proveen, lo que produce el efecto de clausurar o reducir lo real por hipersaturación.

A este mundo saturado de imágenes lo caracteriza Giménez, siguiendo a Baudrillard, como inmerso en una situación obscena en la que, como en las películas porno, “todo es visible” de manera apabullante y, en contraparte, se trastoca o desaparece el juego de la seducción en el que todavía se operaba con una actitud erótica que mostraba y ocultaba algo al mismo tiempo. Ya no ocurre esto, situación que, para el autor del ensayo, no debe aterrorizarnos, sino al contrario, invitarnos a “elogiar discretamente la voluptuosa fascinación de lo obsceno” (p. 6). Esta temeraria afirmación de Giménez tiene que ver con una crítica frontal que endereza contra la actitud pesimista de Baudrillard, quien se rinde, aparentemente, ante este hecho impactante de transparencia de la imagen que clausura, en su opinión, “toda posibilidad de análisis crítico”. (p. 7)

La producción de los artistas citados arriba, en contraste con la de los artistas del pasado, parece que se alinea en esta tónica ajena a la seducción y excluyente de la ilusión, al usar como recurso la apropiación, la copia, la copia de la copia, la refotografía y el readymade reciclado; piezas que nos presentan imágenes y objetos de otros artistas o tomados de los medios de comunicación, ya sea el cine, la televisión, la publicidad o los productos industriales elaborados masivamente. El desconcierto que provocan estas imágenes y objetos puede ser remontado si adoptamos una nueva modalidad de lectura de la imagen, cuya lógica se basa en una metáfora sobre el tatuaje inspirada en una frase que Giménez recuerda haber leído en una revista especializada en el tema, que afirmaba enfáticamente: “La piel desnuda necesita tinta.”

Sobre imágenes y objetos desnudos, mediáticos, vacíos y vaciados de seducción y significado mayores, los tatuajes (inscritos sobre pieles insignificantes) podrían transmutarlos en significantes mediante esos nuevos signos. Con esta operación, el autor atisba la posibilidad de darle la vuelta a las imágenes más mediáticas, precisamente por inscribirles sentido saturando el significante, como hacen estos artistas. La representación tal cual, o medianamente intervenida, de objetos e imágenes hechas por otros, sea de manera artística (Levine) o industrial (Steinbach), parece carecer de sentido en un primer vistazo, pero al tener presente la metáfora del tatuaje, una nueva manera de ver nos permite captar algunos aspectos clave de este arte apropiacionista: la cancelación de la práctica de la representación, la anulación del aura del original, el desvanecimiento del autor y la intención de conducirnos por el camino de “la intertextualidad sin inicio y sin final del simulacro” (p. 10), donde imágenes y objetos de diversa procedencia se comunican.

 

Los artistas

El apropiacionismo, también conocido despectivamente como “formas robadas” o “arte robado”, es una modalidad interesante del arte contemporáneo que de una u otra forma tiene sus raíces en la historia del arte. Bien se dice que el arte se inspira en el arte y el apropiacionismo, queriéndolo o no, nos remite hasta el Renacimiento cuando se constituyeron esos principios que el arte contemporáneo quiere negar o contrapuntear: originalidad, representación y habilidades descriptivas de los artistas.

El ensayo de María Elena Durán, Pintores y pintura: argumentos para cine, nos lleva a esa época revisitada por dos cineastas contemporáneos. En su trabajo, la autora continúa la labor que ha desarrollado desde hace tiempo: indagar la relación entre el cine y las artes plásticas. En esta oportunidad nos habla de dos artistas holandeses del siglo XVII: Rembrandt, película de Charles Matton (1999), y Jan Vermeer, cuya vida y obra son evocadas en la cinta La joven con arete de perla, de Peter Weber (2003). No es raro, apunta, que algunos realizadores tengan la inquietud por llevar a la pantalla la vida de pintores destacados, o mejor, de “transformar el lenguaje pictórico en imagen en movimiento, resignificando las obras de arte de otros y creando nuevas, de estricta naturaleza cinematográfica”. (p. 3)

Esta última es la posición asumida por Matton al tratar sobre Rembrandt. Según Durán, los autorretratos del artista (62 conocidos) realizados a lo largo de su vida se convierten en la estructura de la película y llevan de la mano al espectador desde sus días felices y triunfales, hasta los apesadumbrados momentos de su vejez. En el caso de la cinta de Peter Weber sobre Vermeer, la investigadora apunta que el director tuvo que ser más creativo porque existen pocas referencias sobre la vida del pintor. Pese a esto, deja entrever que el filme fue concebido como una serie de pinturas en estilo vermeeriano: se capta su manejo de la luz, los austeros interiores de las casas de la época y el papel protagónico de las ventanas. Comenta, finalmente, que el de Weber es un cine didáctico muy útil, pues no sólo se refiere a la vida del autor y la sociedad holandesa del siglo XVII, sino que también es una cátedra de pintura porque dedica un tiempo considerable a la exhibición y explicación de los procesos creativos de Vermeer. Para Durán, es una saludable aportación que se den a conocer estas evocaciones de artistas del pasado porque contribuyen a difundir la obra de los biografiados.

Pero si se trata de conocer más acerca de la formación de los artistas, sus procesos técnicos de producción y las habilidades creativas necesarias para integrarse e incidir en el campo artístico contemporáneo, el ensayo de Luis Argudín, El arte como profesión, es una magnífica opción. Con estructura y lenguaje accesibles, explica los aspectos clave del proceso de diferenciación y autorganización del campo o sistema de las artes, cuyo origen se remonta al Renacimiento, en el ocaso de la Edad Media, y fue resultado de acciones deliberadas de personajes conocidos que sabían muy bien lo que estaban fraguando. Argudín se refiere específicamente a Leonardo Da Vinci y Leon Battista Alberti, pero hubo otros humanistas como Giorgio Vasari que contribuyeron a edificar esto que llamamos el arte.

A Leonardo, Alberti, Vasari y otros les tocó la compleja tarea de deslindar a creadores como ellos (productores reflexivos, refinados, policrónicos… humanistas, en resumen) de los oficiales en pintura, escultura, vitral, carpintería, marquetería y otros oficios que se adquirían en los gremios. En esta labor, las reflexiones de Leonardo son tanto o más claras que las de Alberti cuando menciona que el arte, en síntesis, es cosa mentale. Como consecuencia del proceso de autorganización del arte, que implica la codificación de conocimientos y saberes, y la programación de vías específicas para la formación especializada, Argudín explica cómo surgieron las academias de arte donde se daría ese tipo de formación diferenciada a sus alumnos.

Enseguida, la exposición del autor se despliega de manera diáfana al aportar elementos sobre las escuelas de arte del pasado y del presente, así como detalles de su propia formación profesional. Todo esto nos da un interesante panorama en la materia, que podemos resumir en seis tesis que Luis Argudín sostiene en su ensayo: 1) el arte “no construye, como el oficio, a partir de lineamientos dados; crea con y a veces, pareciera, que contra el oficio sobre la nada, sin leyes o reglas prestablecidas”, 2) “es relativamente fácil instruir en técnicas específicas y, en esa proporción, es difícil enseñar a aprender, a crear”, 3) el aspirante a artista, antes que convertirse en experto en tal o cual técnica, debe crear para sí “una dirección, un propósito, una obra que obedezca a una intencionalidad propia, única”, 4) esta intencionalidad creativa “no se puede enseñar como se imparten las técnicas” de producción material, sino que depende de que cada uno tome “una dirección, proponiendo una meta, un ideal, un proyecto, una finalidad”, 5) si bien esto es algo inextricable, se debe a que “el arte es un estado de excepción” imposible de institucionalizar y 6) el verdadero “yo creador no puede ser más que autodidáctico”, la escuela o la universidad funcionan para él como “un buffet de opciones a escoger” para conformar su propio menú personalizado.

En conclusión, apunta Argudín, “el arte no se puede enseñar, aunque sí aprender; pues [mientras] la enseñanza depende del otro, el aprendizaje [depende] de uno” y se pregunta, finalmente, “¿cómo se cruza este abismo entre enseñanza y aprendizaje?”, a lo que responde con una desconcertante respuesta: “Nadie sabe.” Lo que él sí sabe es que hoy más que nunca necesitamos al arte, a la artesanía y a cualquier otra manifestación vital que nos ayude, que ilumine nuestra conciencia, para reaccionar ante esta sociedad industrial, global y serial que nos tocó vivir.

Arte e identidad, arte y revolución, arte y exilio, arte y teoría contemporánea, el arte y los artistas, son los cinco temas que se tocan y analizan en esta tercera serie de Abrevian Ensayos que hoy recibimos con gusto y admiración.

 

Nota

1. Texto leído el 25 de julio de 2009 en el Aula Magna José Vasconcelos del Centro Nacional de las Artes en la ciudad de México, durante la presentación de la tercera serie de la colección Abrevian Ensayos, editada por el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas.


 


Esther Cimet Shoijet, Olvidemos nuestro enfado.
Imágenes de la institucionalización
, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.



María Elena Durán y Ana María Rodríguez, Diego Rivera y Marte R. Gómez:
un encuentro
, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.



Guillermina Guadarrama Peña, Conservar el mural o reciclar el muro, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.



Guadalupe Tolosa Sánchez, Diálogos con México: escultores españoles del exilio, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.



María Teresa Suárez Molina, La imagen de México en
la pintura del exilio español
, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.



Carmen Gómez del Campo Herrán, Los umbrales toledanos.
Una aproximación a la
estética de lo siniestro
, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.



Fabián Giménez Gatto, Simulaciones.
Notas para una hermenéutica
de la superficie,
México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.



María Elena Durán Payán, Pintores y pinturas:
argumentos para cine
, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.



Luis Argudín, El arte como profesión, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas, 2008.