
Fermín Revueltas
• El sembrador •
s/f, óleo sobre tela.
Fernando Leal • Indio con sarape rojo •
1922, óleo
sobre tela.
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Fisonomía y práctica del grabado en la década de 1920 en México
“Si comparamos el grabado en madera que surgió en México después de la Revolución con el europeo y el norteamericano, vemos que es cosa aparte, un capítulo diferente de la historia del arte”.(1) Así introduce Paul Westheim su ensayo titulado “El nuevo grabado en madera mexicano” y, sin faltarle razón, afirma que nuestra gráfica se distingue de las otras dos no sólo por su calidad artística específica sino, sobre todo, por los supuestos peculiares que le dieron vida.
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LETICIA TORRES
• HISTORIADORA DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
letatc@prodigy.net.mx
El movimiento armado de 1910 puso en evidencia la fuerza de las
diversas fracciones de la sociedad mexicana que habían sido
excluidas de la vida política durante el porfiriato. El
campesino y el obrero tomaron conciencia de clase y de su importancia
como copartícipes del devenir histórico. Al término
de la Revolución, el grupo que llegó al poder, encabezado
por Álvaro Obregón, inició un trabajo
estratégico para recuperar la estabilidad del país,
basado en la reconstrucción y en el fortalecimiento de las
instituciones, siempre bajo la consigna del nacionalismo. Entre
las reformas que llevó a cabo, la educativa fue a la que
se le dio más peso y se le concedió la labor de unificar
a la sociedad; para este ambicioso proyecto la educación
fue el fundamento de la lucha por una nueva cultura. Incluir a
las diversas capas de la población fue un requisito, y
apelar por la tradición fue el conducto que delinearía
un plan cultural progresista de reafirmación nacional.
La conformación y ejecución de esta gran empresa recayó en la figura de José Vasconcelos, quien desde sus primeros planteamientos le dio especial importancia al desarrollo y al fomento de las bellas artes. Debido a su iniciativa, durante su gestión como rector de la Universidad Nacional y después como ministro de Educación, el Estado asumió el rol de mecenas y patrocinador del arte. A la obra artística se le confirió el papel de vehículo estético-educativo de redención social y, en el más idealista de los términos, de elevación espiritual; al artista se le otorgó el estatuto de trabajador de la cultura con las mismas obligaciones que las del más humilde labriego, como el propio Vasconcelos señaló. Así como a los creadores plásticos se les exigía una total entrega al trabajo, se les daba libertad de expresión y se les garantizaba el respeto a su obra. De esa manera el arte quedó liberado de los cánones académicos, autonomía que favoreció la experimentación de nuevos lenguajes estéticos.
A la luz de esta atmósfera, la tercera década del siglo XX fue una especie de crisol donde emanaron diversos conceptos de necesidades concretas y prácticas, que cargaron de sentido ético al arte en la razón de su compromiso con la sociedad. El primer gran reto de los artistas plásticos que participaron en esta evolución fue la búsqueda de un lenguaje que correspondiera y fuera afín a las necesidades de los cambios culturales posrevolucionarios.
Tradición y modernidad, nacionalismo y universalidad fueron
los paradigmas que entretejieron la trama estética de la época.
La tradición inicialmente se entendió como el encuentro
de un pasado remoto, un regreso al origen, a la tierra como testigo
de la grandeza de las civilizaciones prehispánicas, orgullo
del nuevo ser nacional, como estandarte simbólico más
que como reclamo racial; el paisaje mexicano como memoria de lo
propio. Siqueiros, en sus “Tres llamamientos de orientación
actual a los pintores y escultores de la nueva generación
americana” de 1921, proclamaba: “acerquémonos
por nuestra parte a las obras de los antiguos pobladores de nuestros
valles, los pintores y escultores indios (mayas, aztecas, incas,
etc.); nuestra proximidad nos dará la asimilación
del vigor constructivo de sus obras […] que nos puede servir
como punto de partida […] Desechemos las teorías
basadas en la relatividad del arte nacional; universalicémonos.”(2) En
estos discursos iniciales de los pintores se entremezclan conceptos
que esbozarán la forma y el contenido de las primeras manifestaciones
artísticas. Por su parte, en la introducción al
catálogo
de su primera exposición en México en 1920, Carlos
Mérida señalaba:
Mi pintura ha nacido al calor de mi íntima
convicción de que es preciso hacer un arte completamente
americano. Pienso que teniendo América tanto un glorioso
pasado de arte como un carácter propio en su naturaleza
y raza, debe, sin duda, tener una expresión artística
propia […] mis cuadros son el resultado de una pura observación
de la naturaleza y de un devoto amor por nuestro arte autóctono.(3)
Arte de los antiguos pobladores, naturaleza,
raza, arte autóctono, todos ellos como fuente de inspiración y punto de partida para la generación de una nueva fisionomía estética filtrada por elementos formales de las vanguardias europeas; por ese ser moderno, que le daría
al movimiento mexicano su trascendencia universal.
La idea de que el arte popular era la herencia directa de las
culturas del pasado la expresa el Dr. Atl en su libro Las
artes populares en México publicado en 1921: “desde
los más remotos tiempos los pobladores de México,
misteriosos constructores de Teotihuacan, los toltecas y los aztecas,
los mayas, etc., se mostraron siempre grandes decoradores. Este
sentimiento heredado por las razas indígenas que pueblan
el territorio de México, es todavía muy intenso”.(4) El
pintor consideraba que no se había hecho ninguna labor
para exponer, clasificar o determinar el valor de aquello que,
después de la pasión por las revoluciones, es lo
más mexicano de México: las artes indígenas.
Así, lo prehispánico y lo popular se convirtieron
en proveedores de elementos compositivos para la expresión
artística. También el pueblo, sus rasgos étnicos,
sus costumbres y su cotidianeidad tuvieron un papel medular al
ser integrados al repertorio del arte. En el nuevo modelo de cultura,
el contenido de la obra debía ser, como dice Westheim,
importante para todos y comprensible para todos. De estas búsquedas,
el grabado adquirió su nuevo rostro.
La gráfica fue fundamental en los procesos artísticos, pedagógicos y políticos en la década de 1920 en México, época en la que también se acuñaron varias características que determinaron su producción en los decenios siguientes. El grabado fue la técnica adoptada por los pintores cuando el gremio tomó conciencia de la importancia de su papel dentro de la reorganización social. Los artistas plásticos se colocaron en el centro de este incipiente renacimiento y, con sus trabajos, sus actividades públicas y sus propuestas cubrieron varios frentes de la vida pública del país.
El grabado ―comenta Luis Cardoza y Aragón― se
presta mejor para la tarea inmediata, rápida, para el comentario,
el ataque, el elogio, la crítica, la burla. Sirve a la
vez para la interpretación épica y grandiosa de los
acontecimientos. Se presta con función natural, a ser ilustración
o meollo en sí mismo, por la fuerza de su expresión,
por la elocuencia, hasta transformar el texto en comentario del
grabado, o servirse ―texto y grabado― armónica
y eficazmente.(5) Algo
que hay que agregar es su modalidad de reproducción y, en
el caso de la xilografía, la eficacia de su proceso al requerir
pocos y baratos materiales para su ejecución.
Jean Charlot fue quien despertó el interés por la
técnica del grabado en madera entre el grupo de pintores
que asistía a la restaurada Escuela de Pintura al Aire
Libre dirigida por Alfredo Ramos Martínez. Este plantel,
ubicado entonces a las afueras de la ciudad, tenía como
propósito liberar a los alumnos de los métodos académicos
impartidos en las aulas de la Escuela Nacional de Bellas Artes.
El recinto, lugar de renovación estética, se convirtió en
el centro de reunión de un grupo de artistas que fungió
como protagonista en el quehacer artístico y cultural de
los años veinte del siglo pasado. Entre los pintores más
interesados en practicar el grabado, por la fuerza expresiva que
se lograba a través de él, estaban Gabriel Fernández
Ledesma, Fernando Leal, Ramón Alva de la Canal, Fermín
Revueltas y Emilio Amero. Así, la gráfica con todas
sus potencialidades de acción y todas sus variantes estéticas,
se infiltró en distintos campos de la cultura como empresas
editoriales de educación masiva, en los centros de enseñanza
artística populares y movimientos estéticos, desde
los más vanguardistas hasta los más radicales.
A finales de 1921 apareció en la ciudad de México
la hoja volante titulada Actual número uno, redactada
y firmada por el poeta Manuel Maples Arce. Con este manifiesto
público daba inicio el movimiento estridentista, calificado
por Francisco Reyes Palma como la vanguardia de vanguardias. El
estridentismo de esencia literaria, retórica iconoclasta
y orientación combativa reclamaba la urgencia de modernidad
como esencia de la cultura y rechazaba la noción de la
tradición relacionada con la idea de nacionalismo, conceptos
base de los discursos oficiales posrevolucionarios. El poeta exaltaba
la belleza de las máquinas, del humo de las fábricas
y de las emociones cubistas de los grandes trasatlánticos
con humeantes chimeneas de rojo y negro, de toda esa belleza del
siglo tan ampliamente dignificada y comprendida por todos los artistas
de vanguardia del mundo. Para él, los aparatos mecánicos
y las tecnologías modernas de las grandes urbes transformarían
el medio histórico a la vez que influirían en la
vida cultural de los pueblos, creándose la unidad psicológica
del siglo.
Además de un grupo de escritores, y aun cuando el estridentismo
no planteó una estrategia plástica, varios pintores
y escultores se sumaron a sus filas: Jean Charlot, Ramón
Alva de la Canal, Fermín Revueltas, Diego Rivera, Xavier
Guerrero, Leopoldo Méndez y Germán Cueto, entre otros.
El grabado tuvo una especial acogida en el movimiento; su propuesta
visual remite constantemente a símbolos de la modernidad
encarnada en la metrópoli contemporánea, como torres
de radio, locomotoras, postes de luz, rascacielos, fábricas,
etcétera, realizados a partir de elementos formales tomados
del cubismo analítico, con tintes futuristas. Los pintores
aportaron al movimiento viñetas que ilustraron sus libros
de poesía, como ejemplo Urve superpoema bolchevique
en 5 cantos, de Manuel Maples Arce, que incluía, además
de la portada, cinco grabados en madera elaborados por Jean Charlot.
También sus órganos de difusión: Irradiador y
más tarde Horizonte, fueron ilustradas por imágenes
estridentistas, en su mayoría grabados en madera de Méndez,
Rivera, Revueltas y, sobre todo, Alva de la Canal, quien elaboró varias
estampas alusivas a las construcciones urbanas como Ciudad
estridentista, Postes, Ciudad número 1, Radiópolis,
entre otras.
El grabado como herramienta de lucha social, agitación y propaganda ideológica se desarrolló plenamente en El Machete, órgano del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores. Los artistas que participaron en las decoraciones murales del edificio de La Escuela Nacional Preparatoria vivieron la experiencia del trabajo colectivo y asumieron el compromiso de realizar un arte monumental a la vista de todos que cumpliera la función estética de decorar a la vez que sirviera de plataforma ideológica educativa que superara las expectativas vasconcelistas. A partir de estas dos vivencias, los pintores decidieron organizarse, formar un sindicato y lanzar un manifiesto por medio del cual darían a conocer su postura estético-política. El manifiesto llamaba a la promoción del desarrollo de un arte público, monumental y de educación colectiva. Proclamaban que “los creadores de belleza deben esforzarse para que su labor represente un aspecto claro de propaganda ideológica en bien del pueblo, haciendo del arte, que actualmente es una manifestación de masturbación individualista, una finalidad de belleza para todos, de educación y combate”.(6)
Como parte de su estrategia, el sindicato ideó la edición
de un periódico popular donde se promoviera una educación
racional y un arte con función social. Así, El Machete salió a
la luz pública en marzo de 1924 y el grabado
se convirtió en su medio visual. En este proceso la gráfica
recuperó algunas de sus funciones que la habían
caracterizado en el siglo XIX, como la crítica política
y la ilustración de corridos populares, pero también
adquirió otras: como instrumento eficaz para
la lucha de clases y como obra artística con posibilidad
factible de democratizar y socializar el arte. Con El Machete la
gráfica obtuvo el estatuto de arte público ya que
su formato permitía que se desplegara en las calles a manera
de cartel mural. Además de esta experiencia, el repertorio
estético se vio favorecido al incluir en su lista iconográfica
la representación del obrero y del campesino en la pugna
por su emancipación. Principalmente contribuyeron con trabajos
gráficos a este órgano que, en palabras de Jean
Charlot, fue un periódico con más ilustraciones
que noticias, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros,
Amado de la Cueva y Xavier Guerrero.
El grabado, a manera de cartel, reapareció en la vía pública en varias ocasiones y con distintos propósitos. Gabriel Fernández Ledesma utilizó este recurso para anunciar la apertura de un Centro Popular de Pintura en el barrio de San Antonio Abad. Los centros populares formaban parte del proyecto de las Escuelas de Pintura al Aire Libre, que gracias al éxito que había tenido la de Churubusco, para 1925 se fundaron tres más bajo la dirección de los pintores que se habían formado en esta primera. Los espacios de educación libre representaron el más genuino intento de socialización del arte puesto que abrieron sus puertas a la población de las zonas suburbanas. A ellas asistieron alumnos de todas las edades y grupos sociales, no obstante que las clases y el material de trabajo eran gratuitos.
La escuela de Tlalpan, dirigida por Francisco Díaz de León,
contó con un taller de grabado donde se implantó el uso
del linóleo.
Este taller alcanzó gran calidad técnica y artística
gracias a los conocimientos del director y de su ayudante, el grabador
japonés Tamiji Kitagawa, quien, según Raquel Tibol, “fue
maestro del maestro en el uso de instrumentos, materiales y papeles
japoneses, además de que el estilo oriental vino, gracias
a Kitagawa, a ensanchar un campo constreñido hasta entonces
a los modos importados de Europa”.(7)
Ante los aparentes triunfos de la educación libre, se siguieron abriendo más escuelas y para 1927 se crearon dos centros populares de pintura y la Escuela de Escultura y Talla Directa. Opuestos en cierto sentido a los preceptos de las escuelas al aire libre y con un amplio grado de autonomía, estos recintos se alejaron de la atmósfera impresionista que predominaba en ellas y se dirigieron a obreros y familiares de éstos. En ellos, se acentuó la recuperación del ambiente urbano y fabril y se promovió, como medio de expresión, el grabado en madera. Por su parte, la finalidad de la Escuela de Talla Directa fue crear un centro de capacitación de “artistas-obreros”, por lo que fomentó una enseñanza artesanal y de oficios industriales. Ambos proyectos buscaban no sólo favorecer la libre expresión plástica de los alumnos sino hacer del aprendizaje una herramienta de trabajo y una vía de participación en el movimiento cultural del país.
El centro dirigido por Fernández Ledesma se distinguió por
la importancia que su director le dio a la enseñanza de
la gráfica. A diferencia de las estampas de carácter
político de El Machete, y de las propuestas vanguardistas
del estridentismo, los grabados producidos en ese lugar se caracterizaron
por representar la vida de los barrios obreros, por narrar las
costumbres y los quehaceres cotidianos de sus habitantes y por
reproducir los escenarios privados de sus creadores. Fernández
Ledesma enseñó a sus alumnos, en su mayoría
de escasos recursos económicos, a grabar en pedazos de
cámaras de automóvil con el fin de facilitarles la
realización de obras que estimularan el goce estético
de la comunidad.
Hacia 1928 los cambios de poderes del gobierno por la sucesión
presidencial provocaron que la pugna por la educación artística
entre los maestros de la Escuela Nacional de Bellas Artes y los
directores de los planteles de enseñanza libre se radicalizara.
Dentro de ese contexto y ante el asesinato del presidente electo Álvaro
Obregón, se reunieron varios artistas e intelectuales,
algunos de ellos alumnos y maestros de las escuelas libres, para
formar el Grupo de Pintores ¡30-30! con el fin de defender
el proyecto artístico-educativo libre e incluyente, combatido
por los conservadores. Durante su contienda política, los
treintatreintistas emitieron cinco manifiestos y una protesta contra
la academia y publicaron tres números de la revista ¡30-30!
Órgano de los Pintores de México. La forma
que dieron a conocer su primer manifiesto, a manera de cartel
y desplegado por las calles de la ciudad de México, nos
remite a la práctica estridentista, pero a diferencia
de ésta los carteles del 30-30 estaban ilustrados con
viñetas que acompañaban sus demandas, en un íntimo
juego entre lo visual y lo discursivo. El tono iconoclasta de
los textos se reproducía en las pequeñas imágenes
del primer y tercer manifiesto. El segundo se ilustró con
dos grabados geométricos que, por su abstracción,
evidenciaba el espíritu moderno y vanguardista del grupo.
En la Protesta y sobre todo en el 5° manifiesto la
imagen toma mayor relevancia: en este último el grupo
recurrió a la caricatura para atacar la postura conservadora
del gobierno del presidente interino Emilio Portes Gil, quien
había asignado al cargo de la dirección de la
Escuela Nacional de Bellas Artes al historiador Manuel Toussaint,
puesto al que aspiraban tanto académicos como treintatreintistas.
El mensaje del grabado acompaña y nutre al texto sobre
todo en la figura central de Monseñor Todos Santos, ya
que si bien Toussaint era el principal sujeto de ataque en el
manifiesto, la referencia visual a su persona se reduce al libro
y a la leyenda, no así la cara del clérigo que
por su parecido nos remite al rostro del presidente Emilio Portes
Gil.
La actividad del grupo no se limitó a la confrontación
política en defensa de la educación sino que también,
a través de su órgano, pretendió difundir
las manifestaciones artísticas en México y en el
extranjero. Quizá una de las propuestas más renovadoras
que llevaron a cabo fue abrir espacios donde se exhibiera y se
vendiera todo tipo de arte, lugares incluyentes tanto para artistas
como para el público; así intentaban acabar con la
idea del arte como algo exclusivo de un sector privilegiado. Su
objetivo fue involucrar a la población en general en la
apreciación y consumo de la obra plástica. Desde
su primera exposición en las oficinas de la Cervecería
Carta Blanca incluyeron carteles y obra gráfica. El 25 de
enero de 1929, el grupo inauguró la primera de dos exposiciones
que serían punta de lanza, pues estaban dedicadas exclusivamente
al grabado en madera y en metal. El recinto elegido para esta muestra
fue la Carpa Amaro, lugar de recreación popular ubicado
en una zona marginal. La intención fue revalorar al grabado
como práctica artística y, por lo módico
de su procedimiento, ponerlo a la disposición de un público
más amplio y con menos recursos económicos.
La década de 1920 fue una época genuina de lucha por ideales de equidad e integración. Los artistas e intelectuales participaron, con aportaciones creativas y con acciones vitales en empresas sociales como nunca antes lo habían hecho en la historia del país. Varios procesos en los que la participación de la gráfica fue trascendente, como su notable presencia en el arte del libro, en el diseño de carteles, su relevancia en las aulas de los diversos centros de educación artística, su aparición en carpetas gráficas con finalidad artística y su eficacia comunicativa en la lucha social, dejó la mesa puesta para su desarrollo pleno en los años por venir e hizo evidente el porqué la gráfica mexicana ganó un capítulo aparte en las pequeñas y grandes narraciones de la historia del arte.
Notas
1. Paul Westheim, El grabado en madera, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 227.
2. Raquel Tibol (comp.), Palabras de
Siqueiros,
México, Fondo de Cultura Económica,
1996, pp. 19 y 20.
3. Carlos Mérida, introito del catálogo de la exposición de Carlos Mérida organizada por la Escuela Nacional de Bellas Artes en agosto de 1921. Fondo Carlos Mérida, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas del Instituto Nacional de Bellas Artes.
4. Dr. Atl, Las artes populares en México,
México, Cultura, 1921, p. 9.
5. Paul Westheim, op. cit., p. 229.
6. Raquel Tibol, op. cit., pp. 45 y 46.
7. Raquel Tibol, Gráfica y neográfica en México, México, Secretaría de Educación Pública/Universidad Nacional Autónoma de México, 1987, p. 19.
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