
• Atomium •
estructura emblemática de la Feria Universal de Bruselas, 1958. Archivo Promotora Cultural Fernando Gamboa.
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Guerra Fría en Bruselas: México en la Exposición Universal de 1958(1)
En agosto de 1958, las revistas, secciones y suplementos culturales
del país celebraron con grandes titulares el éxito
alcanzado por la representación mexicana en la Feria
Universal e Internacional de Bruselas: un total de diecisiete
premios.(2) El
más importante fue sin duda la Estrella de Oro, mejor
conocido como el Grand Prix belga, otorgado por
unanimidad al conjunto total del pabellón. La prensa
hizo hincapié en los motivos de dicho reconocimiento,
obtenido gracias al acierto con que fuera plasmado el lema
bajo el cual se convocó a participar a la comunidad
mundial: “Balance del mundo. Por un mundo más
humano”.(3) El guión
museográfico había puesto especial énfasis
en enseñar un país “humanista”, permeado
en todos sus ámbitos por la filosofía que afirma
la centralidad del hombre; más aún, en Bruselas
el pensamiento humanista fungiría como fundamento esencial
de la identidad mexicana. Se conjugaron imágenes, obras
y discursos mediante diversas estrategias a fin de expresar
dicho
humanismo
que,
en el orden plástico, se homologó a la figuración.
No obstante, en el contexto de la Guerra Fría la política
cultural europea no coincidiría con la mexicana y,
como es de imaginar, prevalecería la primera de las
posiciones; de ello trata este artículo.
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DIANA BRIUOLO DESTÉFANO
• HISTORIADORA DEL ARTE
dianabri@servidor.unam.mx
El pabellón de México en la Feria de Bruselas se
consolidó a partir del encargo efectuado por la Secretaría
de Economía al promotor Fernando Gamboa a fines de 1956.
Desde la década de 1940, él había articulado
una exitosa imagen identificatoria de México que instrumentaba
a través de un estratégico discurso en el orden plástico.
La narrativa visual propuesta descansaba sobre dos pilares básicos:
una selección cuidadosa del material por exponer y su distribución
y ambientación en el espacio. Tras varias acertadas experiencias
de carácter nacional e internacional, para mediados de los
años cincuenta Gamboa era oficialmente reconocido como el
profesional más destacado en el país en el terreno
de la curaduría y museografía de exposiciones artísticas.
En Europa, apenas un lustro antes, había organizado la
gran muestra itinerante Arte mexicano desde tiempos precolombinos
hasta nuestros días que recorrió París,
Estocolmo y Londres durante casi tres años. También
fue responsable de las exitosas representaciones mexicanas en la
Bienal de Arte de Venecia de 1950 y de 1952, y del festival cinematográfico
en la misma ciudad en 1954. Sin embargo, fue en Bruselas cuando
Gamboa hubo de representar al país ante un evento que en
principio no se proponía como una muestra exclusivamente
artística, si bien se esperaba que marcara pautas para el
mundo de la posguerra comparables a las de las ferias mundiales
decimonónicas como Londres 1851 o París 1889. De
la misma manera que otrora lo fueron el Palacio de Cristal y
la torre Eiffel, ahora el llamado Atomium se
proponía como el icono que caracterizaría aquellos
años o, por lo menos, la tónica de la exhibición.
En un alarde constructivo, una gigantesca estructura de 110 metros
revestida de brillante aluminio —representación de
la amplificación de un cristal elemental de hierro—,
se alzaba interconectando a través de extensos tubos/pasillos
a nueve esferas/salones de amplias dimensiones, a fin de que el
espectador pasease por ellas a la par de instruirse en las prometedoras
y benéficas aplicaciones de la energía nuclear. De
hecho, la muestra mundial se presentaba como el festejo de una
nueva era, la de una “segunda revolución industrial”,
generada por la física atómica; se promovió como
la “Exposición de la felicidad”. Así el Atomium en
la entrada de la exhibición irradiaba en la modernidad de
su forma las pautas de la convocatoria: “Exigencia de [una]
técnica expositiva desusada, original”.(4) Durante
seis meses más de cincuenta millones de personas visitaron
el área de dos kilómetros cuadrados destinada a
la Feria.
Los cincuenta y un pabellones construidos se esmeraron en su
mayoría en exhibir los más recientes avances en el
orden tecnológico. Así, las potencias del llamado
Primer Mundo se centraron en señalar los aspectos positivos
de la ciencia, para con ello desplazar las anteriores connotaciones
bélicas de las que fueron cómplices. Apelaron a la
estetización de los logros científicos como alegre
hilo conductor de sus intereses expositivos que, por aquellos años,
incluían los de la Guerra Fría. Bélgica, por
ejemplo, repartía toneladas de chocolate buscando despertar
la simpatía como anfitrión, así como obtener
un mayor apoyo a su política de dominación en el
Congo, colonia que había aportado el uranio con que se
construyeron las bombas de Nagasaki e Hiroshima. Alemania se esmeró en
apartarse de la imagen autoritaria que había dado en la
Exposición Universal de París veinte años
atrás. Los soviéticos, por su parte, captaban la
admiración de los visitantes con un par de modelos Sputnik,
nave que un año antes orbitara en el espacio alrededor
de la Tierra, episodio que los colocaba en el primer lugar de
la competida carrera espacial. Su contrincante, Estados Unidos,
se valió de la Feria para reforzar la propaganda anticomunista
con miras a incidir en Europa oriental.(5) Pero
sólo los países productores de tecnología
de punta podían darse el lujo de implantar un guión
basado en sus futuros beneficios, los cuales destinaron suculentos
presupuestos para sus representaciones.
Fernando Gamboa, en cambio, contó con recursos mínimos,
verdaderamente magros en comparación al de los países
de mayor industrialización.(6) Como
es usual en sucesos de este orden y magnitud, la edificación
del pabellón mexicano puso en juego una serie de consideraciones
en las que confluyeron criterios estéticos,
históricos y económicos a la hora de armar el discurso
curatorial. Gamboa decidió basar su guión museográfico
en la premisa “México, país moderno de antigua
cultura”. De esta manera, la idea de exhibir la “modernidad” del
país atendería a los requerimientos de la exhibición
tecnológica mientras que, a la par, se haría una
constante referencia a las singulares condiciones locales —la “antigua
cultura”— en que ésta tiene lugar. Sin avances
científicos comparables a los de las principales potencias
mundiales, se presentaría como un “país pleno
de ímpetus juveniles”, en un “interesante contraste” con
la vieja Europa.(7)
El primer interés residió en el cuidado del diseño
arquitectónico del pabellón, cuya solución
debía adaptarse a las necesidades espaciales del contenido
establecido. El proyecto y construcción corrieron a
cargo de los arquitectos Pedro Ramírez Vázquez y
Rafael Mijares, quienes, sin ánimo de grandes innovaciones,
erigieron la edificación dentro de los lineamientos del
llamado estilo internacional, mismo que, instaurado recientemente
en la Ciudad
Universitaria en la capital del país, había llamado
la atención
del ámbito
internacional. Materiales autóctonos como piedra volcánica,
mármoles y tezontle aportaron las características
locales al pabellón de 800 metros cuadrados.(8) La
circulación dentro del mismo comprendió unas ocho
secciones. A través de ellas el espectador se instruiría
en diversos tópicos sobre México: “su historia,
vida, realizaciones sociales y espirituales”.(9) La
creencia en un arte de valores espirituales sostenida por Gamboa,
sería su principal apoyo a la hora de armar el discurso
curatorial.(10)
Está demás decir que el rubro dedicado
a las creaciones plásticas ocupó uno de los mayores
espacios del pabellón.
Sólo los “tres grandes” (los muralistas José Clemente
Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros) y Rufino Tamayo
estuvieron presentes con cuatro cuadros cada uno en el apartado
de “arte moderno”, dedicado en exclusiva a la llamada
Escuela Mexicana. La reproducción de un mercado de artesanías
permitió mostrar objetos pertenecientes al arte popular.
Algunos ejemplos del periodo colonial, como el Altar de Tepotzotlán,
dieron cuenta de las peculiares características de la apropiación
local del barroco europeo, conocido como churrigueresco. Espectaculares
y enormes esculturas prehispánicas originales —un Atlante de
Tula y un Jaguar mexica entre ellas—, así como
la reproducción de las tres cámaras con pinturas
murales de Bonampak, pudieron ser apreciadas durante el recorrido
del pabellón en representación del arte precolombino.
No sólo recordaron al visitante la antigüedad de la
cultura local a la que se hacía alusión en el guión
museográfico, sino que además su presencia sirvió a
Gamboa para demostrar uno de los ejes fundamentales de su discurso:
el de la vigencia de una herencia creativa, inherente al mexicano
y, por lo tanto, presente en todos los periodos de su historia.
La “demostración” de Fernando Gamboa recurrió a
la analogía de formas: por ejemplo, el Chac Mool maya
ubicado a la salida del pabellón se relacionaba con varios
de los aspectos formales de la pieza de Francisco Zúñiga La
hamaca, ubicada estratégicamente enfrente. En el inicio
del recorrido se concibió un paralelo entre las líneas
y el color de un códice prehispánico maya amplificado,
y la reproducción reducida de un mural abstraccionista
de Orozco —La patria moderna, de la Escuela Normal
de Maestros. Gamboa equiparaba con estas asociaciones obras distanciadas
varios siglos en el tiempo para demostrar con ello la existencia
de un continuum —material y espiritual— en
la cultura local: “tienen asombrosas coincidencias, que no
son casuales”, argumentaba por entonces el organizador.(11) De
esta manera, se daba una consistencia visual sin fisuras a través
de todas las imágenes canónicas elegidas para representar
al país; la estrecha relación de estas obras con
el discurso nacionalista propagaba de paso la legitimidad de la
política del Estado mexicano. La idea fue reforzada por
decenas de fotografías ilustrativas de un país en
armonía, con un presente radiante y sin contradicciones
internas que enturbiaran su bienestar.(12)
La insistencia del guión en fundamentar sus concepciones en la calidad de las artes como portadoras de una esencia común
que recorre la cultura mexicana fueron puestas de manifiesto en
cada una de las secciones: todas ellas fueron estetizadas al ser
representadas mediante el recurso que el museógrafo denominó “síntesis plástica”: “Por lo que hace al método de exhibición, los conceptos […] deben ilustrarse con espectaculares síntesis plásticas que entreguen con poesía y dramaticidad su mensaje, dentro de un estilo con el cual deben ser presentadas todas y cada una de las partes de la exposición mexicana.”(13)
De esta manera, una reproducción amplificada de un grabado
de Leopoldo Méndez o un mapa de Miguel Covarrubias anunciaban
de forma plástica los apartados de la historia nacional
y los recursos naturales, respectivamente. La sección
dedicada a la Revolución de 1910 tuvo por síntesis
a El guerrillero a caballo, pintura monocroma encargada
especialmente a David Alfaro Siqueiros y que éste basara
en una de las legendarias fotos tomadas a Pancho Villa. Un poco
más dificultosa resultaba la concepción de la “síntesis
plástica” referente a la industria. En este caso,
Gamboa instrumentó una obra en representación de
aquella a la que juzgó de mayor importancia dentro del marco
económico y político mundial, la del petróleo,
cuya nacionalización celebraba por esos días su
vigésimo aniversario; fue promovida con orgullo como una
de las grandes conquistas posrevolucionarias. Apelando a uno de
los elementos que contribuyeron al sentimiento de identidad nacional,
el de la conciencia de territorialidad, Gamboa estableció como
síntesis de aquella industria lo que se describió como “la
faz geológica de México”.(14) Una
fuente de la cual manaba petróleo crudo estuvo constituida
por una cabeza de Quetzalcóatl realizada en piedra volcánica
rosada, en su advocación de dios de la tierra. Al fluir
el combustible sobre ésta, cubría con una espesa
capa negra parte del rostro de la deidad para luego caer en el
estanque de cobre que la contenía; por detrás y hacia
lo alto, una estructura metálica remitía a la refinación
industrial del combustible.
Con las “síntesis plásticas”, el museógrafo
resumía en un objeto estético a cada uno de los temas
de la muestra, forzando, al recorrer el pabellón, a una
lectura visual específica acerca de la identidad nacional.
Dicha lectura estaba, además, asegurada por las características
miméticas de las obras expuestas, las cuales Gamboa juzgaba
inherentes a las creaciones locales, emparentadas con la concepción
humanista: “nunca se han desligado de la realidad de su
mundo. El arte mexicano siempre ha tenido, por tanto, un sentido
público.”(15) En
esto coincidía con la política cultural sustentada
en México por el Instituto Nacional de Bellas Artes que
para entonces reafirmaba su apoyo a la figurativa Escuela Mexicana
de los muralistas, como quedara refrendado en la entrega de premios
de la I Bienal Interamericana de Grabado y Pintura organizada por
el Instituto ese año de 1958. Incluso, por aquellas mismas
fechas, se efectuaban las decoraciones del Centro Médico
Nacional de la ciudad de México, obra también coordinada —desde
Europa— por Fernando Gamboa a través de la Secretaría
de Salubridad y Asistencia, otra de las instancias oficiales de
las que se valió para realizar su trabajo. Murales, estelas
y esculturas se concibieron bajo la protección del Estado
como ornamentación para los distintos edificios de la ciudad
médica bajo la consigna de “responder a un concepto
de realismo moderno”.(16)
Así, a bastante más de treinta años de concebido, el lenguaje visual de la Escuela Mexicana dominaba aún las demandas de la política cultural sustentada por el grupo en el poder, tanto en el país como en el exterior. Desde un principio, dicha estética había estado ligada al mundo oficial, que fue y seguiría siendo casi el único mecenas posible para un arte monumental y público. Sin embargo, la imposición de aquella pintura era cuestionada por entonces por un grupo de jóvenes artistas mexicanos que, con realizaciones de orden subjetivo, absolutamente desligadas de la realidad social, reclamaban —sin mucha fortuna por el momento— espacios museísticos en donde poder mostrar su obra con legitimidad. Parte de las críticas esgrimidas por aquellos disidentes atacaban la política del Estado como mecenas de una plástica que, denunciaban, acababa funcionando como corolario del discurso gubernamental; es decir, atribuían al movimiento muralista un carácter de mero propagador de las consignas oficiales. Pasaría todavía un tiempo más antes que se diera la apertura requerida por estos creadores, por lo menos dentro de las fronteras del país.
En cambio, en Europa en general y en la Feria Universal de Bruselas
en particular, el panorama artístico se concebía
de manera muy diferente. Si al final de la segunda Guerra Mundial
Estados Unidos había dejado más que clara su superioridad
ante el resto de las naciones europeas en el terreno militar, ello
también lo llevaría a erigirse durante la posguerra
como centro político y cultural de las democracias de Occidente.
Durante la década de 1950, aquel país consolidaría
un nuevo tipo de poder de Estado —popularmente denominado “imperialismo” o “americanización”—,
de notable injerencia en todos los órdenes. La ayuda económica
para la recuperación económica e industrial
de los países europeos (a través del European Recovery
Program, mejor conocido como Plan Marshall) tuvo por fin disipar
cualquier tipo de simpatía hacia los gobiernos de la Unión
Soviética. De paso, las naciones beneficiadas se vieron
obligadas a aceptar algunos compromisos más.
En Bruselas ello fue confirmado por uno de los eventos organizados
en paralelo a la gran exhibición: la exposición
pictórica internacional, denominada 50 años de
arte moderno, en la que aportaron obra todos los países
participantes. La muestra realizada en el Palacio de Bellas Artes
de la capital belga clasificaba los distintos movimientos artísticos
existentes occidentales, desde 1908 hasta la actualidad. Cubismo,
futurismo,
fauvismo, expresionismo y realismo socialista, entre otras, fueron
las corrientes plásticas en que el guión curatorial
se dividió para ordenar el arte del último medio
siglo. Un Comité Internacional fue el encargado de seleccionar
y distribuir las creaciones dentro de cada uno de los lineamientos
formales establecidos, constituido por las más prestigiosas
personalidades europeas del momento y por un único representante
latinoamericano: Fernando Gamboa.(17) Fue
entonces cuando el mexicano debió confrontarse con la realidad
artística internacional, distante de la mexicana: no sólo
hubo de aceptar que las pinturas de Diego Rivera, La molendera,
y de José Clemente Orozco, El combate, fueran colgadas
en la sección de realismo socialista, sino que además
se vio obligado a presenciar nada menos que el rechazo de una obra
de David Alfaro Siqueiros.(18)
Si para ese tiempo Estados Unidos se había consolidado
como el guardián de los valores culturales de la civilización
occidental, ello incluía su desconfianza hacia toda creación
monumental apegada a la realidad mimética, tal como lo había
sido la plástica promovida por los regímenes totalitarios
de Italia y Alemania. Sin duda, los lineamientos de un arte de
Estado como el que pregonaba desde la década de 1930 la
Unión Soviética, afín al impulsado por los
anteriores regímenes fascistas, coincidían en parte
con los de México. De hecho, este parecer se haría
explícito algunos meses después en un influyente
libro sobre el arte contemporáneo: Historia de la pintura
moderna de Sir Herbert Read, precisamente uno de los principales
miembros del Comité internacional belga. En su texto,
el crítico inglés directamente dejó fuera
de la historia del arte occidental al movimiento muralista mexicano;
en el prefacio justificó la ausencia: “Como algunos
de sus contemporáneos rusos, han adoptado para su arte
un programa propagandista que, a mi entender, los coloca fuera
de la evolución estilística que es mi exclusivo
objeto.”(19) No
muy lejos de los reclamos de las jóvenes generaciones de
artistas mexicanos, Read atribuía casi las mismas objeciones
al movimiento mexicano posrevolucionario.
Si bien el traspié apenas si tuvo repercusión en
el país, fue un llamado de atención que
Gamboa consideraría a la hora de elaborar sus siguientes
guiones museográficos. Por lo menos en los próximos
eventos comparables a Bruselas, como lo serían las ferias
mundiales de Nueva York (1965), Montreal (1967), San Antonio (1968)
y Osaka (1970), trabajaría con aquellos jóvenes
que se rebelaron contra una plástica de corte nacionalista.
El realismo social mexicano encarnado en la figuración exclusiva
había sido el resultado de la visión de un grupo
en el poder del cual Gamboa formó parte. En la segunda
mitad del siglo XX esa visión habría de adaptarse
a las nuevas circunstancias, no sin fricciones.
Notas
1. Para la realización de este artículo se recibió el apoyo económico del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales del año 2009-2010.
2. El pabellón mexicano fue distinguido con la Estrella de Oro, dos medallas de oro, seis de plata y siete de bronce, además de un diploma de honor.
3. Miguel de Uranga, “El mundo honra a México en
Bruselas”, Excélsior, México, 9 de octubre
de 1958, p. 6A. Promotora Cultural Fernando Gamboa (en adelante
PCFG),
FG-PRENSA.58/132.
4. Fernando Gamboa, “Programa museográfico”. PCFG, FG-BRUSELAS-1-22.
5. Robert W. Rydell, World of fairs, Chicago, The
University of Chicago, 1993, pp. 193-194.
6. Por ejemplo, Estados Unidos gastó cincuenta millones de dólares, unos seiscientos millones mexicanos, mientras Gamboa ocupó sólo cuatro. PCFG, FG-PRENSA.58/38-39.
7. Fernando Gamboa, “Programa museográfico”. PCFG, FG-BRUSELAS-1-22.
8. Luis Suárez, “México dirá en Bruselas que no
es indolente”, México en la cultura, suplemento de Novedades,
México, 13 de abril de 1958, pp. 1, 6. FG-PRENSA.58/38-39.
9. Fernando Gamboa, “Programa museográfico”. PCFG, FG-BRUSELAS-1-22.
10. Carlos Molina, “Fernando Gamboa y su particular visión de
México”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas,
núm. 87, México, otoño 2005.
11. Julio Scherer García, “El valor de México”, Diorama
de la cultura, suplemento dominical de Excélsior, México,
7 de septiembre de 1958. PCFG, FG- PRENSA.58/109.
12. Alfonso Caso sería uno de los intelectuales que criticarían
duramente esa concepción. Véase “Una carta del doctor Alfonso
Caso al arquitecto Pedro Ramírez Vázquez”, México
en la cultura, suplemento de Novedades, México, 20 de
abril de 1958. PCFG, FG-PRENSA.58/40-42.
13. Idem.
14. Alardo Prats, “En el umbral de la era atómica”, Excélsior,
México, 30 de abril de 1958, pp. 1 A, 20 A. FG-PRENSA-.58/47-48.
15. Fernando Gamboa, “Programa museográfico”. PCFG, FG-BRUSELAS-1-22.
16. Fernando Gamboa, “Programa para la decoración artística
figurativa del Centro Médico del Distrito Federal”. PCFG, FG-C.MÉDICO/318-319.
17. Integraron el Comité seleccionador, entre otros, Emile Langué,
director de Bellas Artes de Bélgica; sir Philip Hendy, director de
la National Gallery de Londres; Jean Cassou, director del Museo de Arte Moderno
de París, y el historiador y crítico inglés sir Herbert
Read.
18. Luis Suárez, “Nuestro pabellón”, México
en la cultura, suplemento de Novedades, México, 22 de
junio de 1958, pp. 1, 11; Luis Suárez, “Cincuenta años
de arte moderno”, En la
cultura, suplemento de Novedades, México, 17 de agosto
de 1958, pp. 1, 10. PCFG, FG-PRENSA.58/75-76, FG-PRENSA.58/98-99; 50 ans
d’art
moderne, Colonia, Alemania, Editions Dumont Schauberg, 1960.
19. Herbert Read, Breve historia de la pintura moderna (1959), Barcelona, Ediciones del Serbal, 1988, p. 8.
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