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Marco Antonio Arteaga
sin título, s/f, ensamble.
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Símbolos nacionalistas en la pintura posmoderna mexicana
A mediados de la década de 1980, la escena artística
mexicana vio nacer una nueva pintura fuertemente influenciada por
la simbología que representa nuestro nacionalismo. Este
fenómeno fue ampliamente estudiado en su momento, debido
en parte a que tuvo un sonado éxito comercial. No obstante,
hasta ahora son pocos los trabajos conclusivos sobre lo que
oportunamente se denominó “neomexicanismo”.(1)
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ARTURO
RODRÍGUEZ DÖRING
• MAESTRO EN ARTES VISUALES
Investigador
del Cenidiap
ardoring@gmail.com
Para Ricardo Anguía, in memoriam
El final de la década de 1970 y la primera mitad de los
años ochenta estuvieron caracterizados por lo que se conoce como
el “retorno
de la pintura” a la escena dominada por el mainstream.(2) Este
no es el espacio para la recurrente discusión de si acaso
la pintura retornó o nunca se fue, pero el hecho de que
en países como Alemania, Italia y, por supuesto, México
se le haya dado tanta importancia a esta idea influyó de
modo muy significativo en su revaloración y evidente repunte
en el mercado artístico. A treinta años de distancia
queda claro que hubo una abundante producción pictórica
orientada en gran parte hacia la figuración.
A partir de la ruptura que significó el arte conceptual, surgieron decenas de escuelas y estilos emparentados más o menos con este fenómeno, algunos de ellos con fuertes tintes localistas. Los que mayor impacto tuvieron en el ámbito internacional fueron, sin duda, la transvanguardia italiana y el neoexpresionismo alemán, y muchas de las tendencias más regionales —como el neomexicanismo— fueron identificadas en un principio con alguna de estas dos corrientes.
En México fueron diversos los factores que alentaron la
efervescencia del mundo pictórico durante la década
de 1980. Por un lado, la feliz coincidencia de que la pintura figurativa —de
corte expresionista o no— gozara de enorme aceptación
en los principales mercados internacionales, y por otro, una saludable
y numerosa camada de pintores jóvenes, que aunados a sus
colegas de generaciones anteriores disfrutaron del efímero
entusiasmo a favor de la pintura. Pero más importante aún
fue el apoyo institucional que todavía recibía la
producción artística de parte del gobierno mexicano.
Una de las razones por las que arte hecho en México ha
alcanzado reconocimiento internacional es el apoyo y difusión
que ha tenido de nuestros gobiernos, algunas veces más que
otras y debido a muy distintos factores. Esto propició,
por lo menos hasta el final de la etapa muralista, que el arte
mexicano tuviera fuertes tintes nacionalistas. La creciente disminución
de popularidad de los gobiernos posrevolucionarios provocó que
los sectores más críticos de la comunidad artística
abandonaran la política que defendía los ideales
revolucionarios y aquellos que se basaban en nuestra identidad
nacional y que habían allanado el camino a la independencia
de España desde el siglo XVIII. En este clima de libertad
temática surgido a raíz de la “Ruptura” con
la llamada Escuela Mexicana, los artistas de las décadas
subsecuentes siguieron gozando del apoyo gubernamental, muchas
veces legítimo pero también cargado de buenas dosis
de demagogia. La creación del Museo de Arte Moderno en
1964 y de los diversos salones anuales, bienales y trienales que
existieron de manera regular hasta finales de los años
ochenta favorecieron el escenario idóneo para que la extensa
producción artística nacional viviera sus mejores
tiempos desde el apogeo del muralismo. La proliferación
de salones y concursos, la mayoría impulsados por organismos
oficiales, propició que artistas más jóvenes
confrontaran su trabajo con algunos de mayor experiencia, compitiendo
por premios y reconocimientos que los ubicaron en lugares connotados
dentro del débil pero existente mercado nacional. Sin embargo,
esta confrontación —que se dio precisamente
en la exposición titulada Confrontación 86— no
ocurrió de manera explícita en todos los salones.
El jurado de la sección de pintura 1987 del Salón Nacional hizo una generosa selección que permite tomar el pulso de lo que está aconteciendo actualmente en México entre los artistas jóvenes. Son en realidad pocos los participantes de las generaciones intermedias presentes en esta exposición […] ¿Por qué Von Gunten, Ricardo Rocha, Raúl Herrera […] y otros más que han sido asiduos participantes no confrontan sus obras con las de sus colegas?(3)
Los años inmediatos al repunte de la pintura figurativa
mexicana fueron testigo de otro fenómeno que permitió no
sólo que algunos de estos artistas se cotizaran en altos
precios nunca antes vistos, sino que también accedieran
a mercados internacionales, principalmente en el noreste y sur
de Estados Unidos (de manera notoria la ciudad de Nueva York y
los estados de Texas y California). La pudiente burguesía
industrial del norte de México se interesó de inmediato
en invertir en esta generación de pintores y muchos se
beneficiaron enormemente con la creciente difusión y la
inversión en museos, galerías y colecciones privadas.
Entre los artistas que pertenecen a esta generación de
pintores figurativos podemos distinguir básicamente
dos tendencias: aquella que se identificó con el neoexpresionismo
alemán, fuertemente influenciada por la exposición Origen
y visión: nueva pintura alemana, presentada en el
Museo de Arte Moderno (MAM) de la ciudad de México en 1984,
y la otra, menos visceral, que se interesó, de manera poco
estudiada hasta ahora, en los temas nacionalistas y que es la que
nos ocupa en el presente ensayo.
Los primeros dos tercios de la década de 1980 presenciaron
esta proliferación de artistas que buscaban utilizar imágenes
relacionadas con nuestro nacionalismo. En los salones importantes,
y en muchas de las exposiciones colectivas que de manera independiente
se organizaron durante esos años, hubo mucha pintura figurativa
y en ésta fue común apreciar simbología aparentemente
patriótica: retratos de héroes nacionales, banderas
mexicanas, alegorías del escudo nacional, charros y chinas
poblanas, muñecas de cartón y hasta calaveritas de
azúcar y otros dulces típicos. En 1986 el gobierno
cerró el MAM y su director, Jorge Alberto Manrique, fue
obligado a renunciar debido a que el artista multidisciplinario
Rolando de la Rosa presentó una bandera mexicana debajo
de un par de botas texanas y una Virgen de Guadalupe con el rostro
de Marilyn Monroe. En la tormenta de imágenes “nacionalistas” que
inundó la imaginería generalizada de los artistas
mexicanos de los años ochenta —pongo “nacionalistas” entre
comillas porque en la mayoría de los casos se trataba en
realidad de una mofa al gobierno— no fueron pocos los usos
críticos y sarcásticos hacia nuestra
propia identidad, inventada por los regímenes corruptos
e ilegítimos que hemos tenido desde épocas inmemorables.
Muchos de los símbolos que hoy nos parecen tan mexicanos
fueron impuestos en algún momento u otro de nuestra historia
independiente. Por ejemplo, “Su imposición [de la
figura de la china y charro] fue producto de una combinación
de factores que la hicieron aparecer como una ‘tradición
inventada’.” (4).
Por un lado, los artistas y los entusiastas que los rodearon organizaban
exposiciones, performances y simposios para protestar contra el
gobierno —particularmente a raíz de la censura ejercida
contra el MAM y otros espacios y personas, muy común en
México y más reconocible a partir de la matanza
del 2 de octubre de 1968— pero por el otro también
convocaban a paradas tan absurdas como las “Bienales Guadalupanas” o
exposiciones realizadas en torno al “Grito de Independencia” y
otros temas pseudopatrióticos.
Esta época coincidió con la moda neoyorquina de organizar
exposiciones y publicar libros sobre artistas “marginales”:
homosexuales, feministas, discapacitados, jóvenes, chicanos,
negros y todo tipo de outsiders, según la falsa
minoría anglosajona, protestante y blanca. México
no fue la excepción, puesto que cualquier pretexto bastaba
para organizar una exposición colectiva, desde tomar edificios
abandonados hasta utilizar los espacios públicos para hacer
exposiciones de parejas de artistas, inmigrantes europeos, oaxaqueños
o cualquier otra ocurrencia. En todas estas muestras, que no fueron
pocas, además de los múltiples salones oficiales
que existían, abundaban las representaciones de nuestros
símbolos patrios. Fueron muchos los artistas que los utilizaron
(algunos lo siguen haciendo). Claro que ahora no se les
celebra ni se les promueve como entonces. Productores de arte-objeto
como Ricardo Anguía, “uno de los pioneros en la recuperación
del folclor popular urbano”(5) y
Marco Antonio Arteaga, así como Adolfo Patiño y posteriormente
Juan Carlos Jaurena, armaron todo tipo de cajas y gabinetes a partir
de objetos encontrados en mercados de antigüedades, en los
cuales no faltaban medallas conmemorativas, escudos nacionales,
banderas tricolores o efigies de algunos de nuestros héroes.
Los pintores como Javier de la Garza, Esteban Azamar, Rocío
Maldonado, Nahum B. Zenil, Julio Galán y Germán Venegas,
de quien alguna vez dije que era “el más mexicano.
[ya que] Su obra encierra toda la esencia de lo que es ser mexicano.
No me refiero exclusivamente a lo azteca o a lo folclórico,
sino también al México moderno en el cual vivimos.”(6) Abusaban
de figuras como los charros, el papel picado, los sarapes
de Saltillo, esculturas prehispánicas, máscaras
policromadas y todo tipo de iconografía cristiana que nos
remite más a los estandartes cristeros que a la Santa Sede.
Al respecto, Abelardo Villegas aclara que “Es en relación
con este indigenismo que a su vez se define el criollismo y el
hispanismo. Éstos son casi siempre conservadores o antirrevolucionarios”,(7) lo
cual no es necesariamente el caso de los jóvenes que empezaron
a exhibir durante los años ochenta.
Si bien encontramos decenas de pinturas nacionalistas producidas
durante el siglo XIX y la primera mitad del XX (Petronilo Monroy,
Jesús Corral, José Obregón, Diego Rivera,
María Izquierdo o Jorge González Camarena), a partir
de los años sesenta de la centuria pasada, con la inserción
de México en el panorama artístico internacional,
la temática nacionalista quedó fuera de lugar. La
Revolución, y más aún la Independencia, ya
eran acontecimientos muy lejanos y México luchaba por formar
parte de los países más industrializados donde se
había
gestado el arte moderno y que arañaban ya la posmodernidad.
Sin embargo, hubo unos cuantos artistas que curiosamente sí se
inspiraron en nuestros símbolos patrios, como Enrique Guzmán,
aguascalentense que trabajaba en Guadalajara, y el duranguense
Fernando Andrade Cancino. Guzmán, quien pasó casi
inadvertido mientras vivió (falleció en 1986), se
convirtió en
una especie de icono para los artistas más jóvenes
que adoptaron la tendencia posmoderna del neomexicanismo. Sin embargo,
para Esther Acevedo “El discurso de la posmodernidad en las
artes mexicanas es ambiguo porque se retoman partes descontextualizadas
de las propuestas de las categorías posmodernas y se busca
en diferentes manifestaciones plásticas del pasado su legitimación.”(8)
En muchas de las pinturas más reconocibles de Guzmán,
aquellas producidas entre 1973 y 1978, podemos apreciar varios
símbolos
muy directos como la bandera o los colores de ésta, utilizados
de modo evidentemente crítico. Los sombreros charros, los
nopales y los sarapes en la obra de Javier de la Garza también
cuestionan seriamente nuestra identidad al grado de funcionar como “puntillas
visuales para la reconsideración de un gusto paraestético
que en el fondo traiciona al México más macho”,(9) lo
cual bien puede valer en mucha de la obra de Julio Galán.
Sin embargo, encontramos sentimientos mucho más auténticos
y verdaderamente nacionalistas y tradicionalistas en el trabajo
de Germán
Venegas, quien enaltece figuras como las de los luchadores, revolucionarios
o cartas del juego de lotería, como el “Valiente” de
uno de sus cuadros más conocidos. En cambio, Nahum B. Zenil,
en sus múltiples autorretratos desnudos hace una especie
de apología de la homosexualidad en México, casi
siempre enmascarada detrás de una sociedad profundamente
religiosa, conservadora y machista. El nacionalismo en este último
autor recae más en nuestra tradición artística,
obviamente representada en el arte sacro de la época colonial.
Muchos de estos neomexicanistas fueron incluidos en la exposición En
tiempos de la posmodernidad, inaugurada a mediados de 1988
en el MAM, lo que me lleva a reflexionar acerca del parentesco
que existe entre el neomexicanismo y la posmodernidad. Respecto
al Salón Nacional de Artes Plásticas. Sección
Pintura, de 1987, del Conde dice que “La neofiguración
emparentada con lo que se ha dado en llamar transvanguardia —saco
en el que caben todos los nuevos expresionismos— es la corriente
más prolífica en este salón.”(10) Cuando
se publicó esta reseña todavía era muy confusa
la nomenclatura existente para la enorme cantidad de neo-ismos
surgidos al principio de los ochenta. Incluso en la exposición Avantgarde
of the Eighties presentada en el Museo de Arte del Condado
de Los Angeles (LACMA) en 1987, estaban mezcladas en un mismo espacio
las fotografías apropiacionistas de Cindy Sherman con enormes
telas neoexpresionistas de Jörg Immendorf y las esculturas
neodadaístas de Jeff Koons, en lo que algunos críticos
llamaron simplemente New Art o “arte nuevo”.
En los siguientes decenios, diversos teóricos han podido
deshilvanar la compleja madeja del arte reciente y parece que finalmente
se han puesto de acuerdo en las múltiples nomenclaturas
de los muchos estilos que conforman el arte que, a falta de un
mejor nombre, seguimos llamando “arte contemporáneo”.
El fenómeno de la posmodernidad en el arte, puesto tan de moda precisamente en la década de 1980, incluye, por supuesto, todo el arte de avanzada producido a partir del supuesto fin de la modernidad, alrededor de 1970. Por ello, al neomexicanismo, que no es transvanguardia (en los términos ultranacionalistas planteados por Achille Bonito Oliva, acuñador del término) y mucho menos neoexpresionista (aunque algunos mexicanistas como Germán Venegas sí lo sean), quizá sí lo podamos entender como parte de la posmodernidad mexicana surgida de forma tardía al principio de la década de 1980.
Para entender el neomexicanismo como un fenómeno posmoderno
debemos comprender la situación política en México
durante las últimas décadas del siglo XX. El nacionalismo
mexicano, sólo comparable con el de muy pocos países
del mundo, tiene orígenes muy complejos, basados principalmente
en una confusión de identidad que inicia con la Conquista
si no es que antes. “El nacionalismo mexicano es muy anterior
a la Revolución mexicana, se remonta cuando menos hasta
el siglo XVIII, cuando los criollos comienzan a concebirse como
un
grupo
aparte distinto de los españoles y de los indios, en cuanto
comienzan a concebir a la nación mexicana como una nación
nueva.”(11)
Sin embargo, la iconografía patriótica con la que
estamos tan familiarizados se fortaleció enormemente a
partir de la Revolución, pero los gobiernos posrevolucionarios
se fueron alejando considerablemente de los ideales de ésta
con el transcurrir de los años. Después de la segunda
Guerra Mundial y con la modernización de México
hacia finales de los años sesenta, los vestigios de la Revolución,
y con ellos los de nuestro pasado nacionalista —por lo menos
en el sentido de la veneración a los símbolos surgidos
de la Independencia y reforzados a partir de la lucha iniciada
en 1910—, se fueron esfumando hasta casi desaparecer. Por
eso resulta un hecho de llamar la atención que durante la
transición a la posmodernidad, entre los gobiernos de José López
Portillo y Miguel de la Madrid y su “renovación moral” surgiera
este tipo de pintura. Nuevamente, la vieja ambición de
legitimación por medio del rescate de los héroes
y el pasado prehispánico se hizo presente, pero no necesariamente
por parte de las instancias gubernamentales sino de motu proprio y
de manera casi espontánea por un grupo de artistas jóvenes
inconformes y antigobiernistas todavía resquemados por
la masacre del 68 y la represión dentro de la que crecieron
durante toda la década de los setenta y principios de los
ochenta.
Notas
1. El término “neomexicanismo”,
con el que ahora estamos tan familiarizados, apareció alrededor
del año 1987 y se le atribuye a la crítica de arte
Teresa del Conde. Rastreando su origen pude dar con
el cuasi mítico
artículo donde se supone fue empleado por vez primera:
Teresa del Conde, “Nuevos
mexicanismos”, Unomásuno, México,
25 de abril de 1987. Ahí no aparece el término como
tal, sino repetidamente como “nuevos
mexicanismos”.
2. Véase Thomas McEvilley, The Exile’s Return, Cambridge University Press, Nueva York, 1995.
3. Teresa del Conde, “Las pinturas del Salón
87 en el Auditorio”, Unomásuno, suplementa Sábado,
México, 23 de mayo de 1987.
4. Ricardo Pérez Montfort, “Una región
inventada desde el centro. La consolidación del cuadro estereotípico
nacional, 1921-1937” en Estampas del nacionalismo popular
mexicano, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores
en Antropología Social, 2003.
5. Teresa del Conde, "Las pinturas del Salón 87...", op.
cit.
6. Arturo Rodríguez Döring, “Germán
Venegas, espejo de un sincretismo”, El Nacional
Dominical, núm. 118, año 3, México,
23 de agosto de 1992.
7. Abelardo Villegas, “El sustento ideológico
del nacionalismo mexicano”, en El nacionalismo y el
arte mexicano, (IX Coloquio de Historia del Arte), Instituto
de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma
de México, México, 1986.
8. Esther Acevedo et al., En tiempos
de la posmodernidad, México, Instituto Nacional de Antropología
e Historia, 1989.
9. Luis Carlos Emerich, Figuraciones y desfiguros de los 80s. Pintura mexicana joven, México, Diana, 1989.
10. Teresa del Conde, "Las pinturas del Salón 87...", op.
cit.
11. Abelardo Villegas, op. cit.
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