D I V E R S A L I B R A R I A • • • • • •
 



Raffaele Milani, El arte del paisaje, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, 250 páginas.

 

 

Transfiguración y contemplación del paisaje


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BENIGNO CASAS ARTISTA VISUAL Y EDITOR
benignocasas@yahoo.com.mx


 

Acertadamente se reconoce que el paisaje se contempla y el placer que esta acción produce conlleva a su descripción gráfica, pictórica, literaria o fotográfica, así como a la reflexión filosófica. Campo de estudio relativamente reciente, la investigación sobre el paisaje goza de un interés cada vez mayor no sólo entre los historiadores del arte sino también entre otros especialistas como geógrafos, agrónomos, ingenieros, arquitectos y urbanistas. La investigación de Raffaele Milani, autor de El arte del paisaje, comprende el significado y el valor del paisaje como categoría estética que orienta y caracteriza complejas reflexiones sobre las múltiples manifestaciones de la naturaleza y sobre sus transfiguraciones en el arte y la literatura. Aunque en la actualidad el paisaje aparece más vinculado con la ecología, el urbanismo y la geografía, en este estudio se analiza desde sus valores propiamente estéticos para explicar las identidades culturales e históricas. De esta manera, el paisaje considerado como categoría estética se convierte en instrumento de la filosofía, y al ser resultado del placer de la mirada interactúa con los procesos de construcción artística.

La discusión sobre el arte del paisaje ha sido constante, generalmente asociada con la mirada pictórica que recurre a la representación de la naturaleza; no obstante, también se ha analizado a partir de un concepto más amplio, que saca a relucir la figura del hombre entre la naturaleza, la historia y el mito, en donde la experiencia estética resulta fundamental. La idea del paisaje se distingue así de la de territorio, espacio, ambiente y naturaleza para descubrir su relación con el arte, cuya constitución se vive a través de los sentidos, la imaginación, la razón y el trabajo.

El arte del paisaje se compone de tres grandes apartados. En el primero, “Recorridos”, el autor hace una revisión histórica de las ideas del paisaje concebido como arte, ambiente, espacio y territorio, para insertarlo en su acepción de categoría estética. Recurre para ello lo mismo a las ideas platónicas sobre la aprehensión creativa de un objeto natural percibido, que a las románticas de Goethe y Carus sobre la purificación del alma del artista por el elemento suprasensible de la belleza natural. Analiza los conceptos de lo bello y lo sublime tratados por Longino, Burque, Kant y Hegel, lo mismo que las aportaciones de Leopardi sobre lo indeterminado e indefinible de lo bello natural, o lo señalado en tiempos más recientes por Merleau-Ponty sobre la intuición estética que no corresponde necesariamente a la objetividad de las cosas. En este recorrido, Milani se reconoce deudor de Venturi Ferriolo, para quien el concepto de naturaleza entraña cierta complejidad que incluye lo trascendente, que va más allá de los límites de cualquier conocimiento posible, lo mismo que lo inherente, que atañe a la sustancia.

El segundo apartado del libro lo denomina Milani como “Categorías”, y en él trata de manera más específica el arte del paisaje, con una reflexión sobre la evolución de las categorías estéticas, y de las muy particulares que rescata y enuncia, como las de maravilla, pintoresco, sublime, gracia y belleza. Dentro de la historia del pensamiento estético argumenta que la maravilla es un instrumento de mediación entre la mirada del sujeto y la contemplación intelectual, lo mismo que una condición de la contemplación que se coloca entre mito y filosofía; la maravilla forma parte de lo inverosímil, pero también de lo monstruoso, de aquello incomprensible al modelo cultural conocido; ofrece un catálogo de fenómenos y estados emotivos: sorpresa, temor, curiosidad, atracción, deseo, embotamiento, etcétera.

Lo pintoresco toma forma en los escritos del siglo XVIII de Gilpin, Price o Knight, y atraviesa el barroco y el rococó, compartiendo con ellos los excesos de la imaginación, para después encontrarse a las puertas del romanticismo; lo pintoresco tiene su origen en el gusto del viajero sentimental, situado entre la emoción provocada por las ruinas de antiguas culturas y el entusiasmo por las curiosidades y extravagancias de Oriente (India, China, Japón, Medio Oriente).

Lo sublime nos remonta a la antigua Grecia, particularmente al texto así denominado de Longino, quien reconoce una categoría estética que refiere a una belleza extrema que arrebata al espectador hacia un éxtasis irracional, que lo mismo provoca disfrute o dolor, imposibles de comprender. Algunos pensadores ingleses del siglo XVIII rescatan el término, como Addison, quien en su obra Los placeres de la imaginación cita a Longino y toma en cuenta lo sublime en su tesis no aristotélica contra las reglas, definiéndolo como la expresión del horror placentero que provoca el inmenso paisaje; por su parte, Hume lo incluye en el ámbito psicológico de la asociación argumental y Burke le atribuye la propiedad de inducir al terror placentero, pues es en la mente donde se incendian las pasiones y los delirios, que se muestran al calor de la oscuridad o de lo indeterminado; pero es en Kant donde el concepto adquiere mayor claridad, al asociarlo a una visión de la inmensidad de la naturaleza, para convertirlo en un verdadero ideal de la estética romántica.

Después viene la categoría de gracia, que para Homero es una evocación de la belleza divina, que escapa y deslumbra, cuyo esplendor atraviesa los cuerpos y la materia, exaltando lo escondido y profundo; para Assunto se revela en la naturaleza, mediante una felicidad que pertenece a la perfecta alegría del mundo, como también la considera Leibniz, quien la reconoce como antagonista de lo sublime; en Schelling la gracia funde lo celestial y lo terrenal, para establecer un equilibrio entre lo humano y lo divino, lo mismo que una consonancia entre el espíritu de la naturaleza y el alma.

Finalmente está la belleza, que para Burke se distingue de lo sublime en tanto contribuye a despertar el amor a través de los sentidos y cuyas cualidades son el ser pequeño, liso, diverso, delicado, coloreado en su justa medida; lo sublime en cambio es lo basto, rudo, tétrico, tenebroso e intenso, es decir, una tranquilidad teñida de terror. Por su parte, Kant distingue entre belleza natural y belleza artística, reconociendo la autonomía de la primera, en tanto en la filosofía idealista prevalecerá la segunda, como lo afirmara Hegel, al señalar la superioridad de la belleza artística sobre la natural por ser “generada y regenerada del espíritu”, convirtiendo este postulado en principio fundamental de la estética del romanticismo.

Este segundo apartado del libro también abarca “la contemplación del paisaje”, en donde se discute el arte del paisaje como objeto estético mediante la reflexión de expresiones como las de Goethe, quien destaca las diferencias entre la mirada y la contemplación en tanto ésta implica una manera sensible de teorizar, que Simmel retoma un siglo después cuando afirma que el paisaje se revela, estéticamente, como “forma espiritual” mediante el registro de las tonalidades psíquicas que del mundo de la emociones avanzan al de las artes, lo mismo que del mundo de la percepción al de la intuición y del hacer. Es precisamente esta revelación la que nos permite transformar las puras y simples cosas naturales en objetos estéticos; como dice Baudelaire: “sí, la imaginación crea el paisaje”. De esta manera surge la idea del genius loci, que en la cultura moderna y contemporánea se refiere a un componente a través del cual la naturaleza infunde al artista el propio ingenium. De acuerdo con Shaftesbury, lo bello, la proporción y la conveniencia no están nunca en la materia, sino en el arte y en el esquema, en la forma y en la energía que prefiguran, siendo en la naturaleza donde el espíritu forma la belleza; es el genius loci el que dota del encanto a las agregaciones plásticas, lineales y coloristas. El genius loci es signo de la más amplia sacralidad, así lo atestigua Mircea Eliade al considerar que el más primitivo de los lugares rituales era un microcosmos, un paisaje hecho de piedra, árboles, agua, etcétera, que no era elegido, sino descubierto por el hombre, y que con el paso del tiempo se tornó simbólico.

La contemplación del paisaje implica también, entre la enunciación teórica y el espíritu creativo, la entrada en juego del placer de los cinco sentidos en lo que podría denominarse como un rito sinestésico. Es claro que al pasear o viajar por la campiña, los montes, las ciudades o los mares, se estimulan los sentidos, como pueden ser el olfato o el tacto en los jardines, o bien el oído ante el canto de las aves, lo que en el caso del pintor o el poeta constituyen importantes alicientes para su creación. Pero además el paisaje implica casi inmediatamente descripciones y representaciones mediante diversas formas, materiales y sonidos, que alientan no sólo el espíritu poético y pictórico, sino también musical, como lo llegaron a exaltar Vivaldi o Haydn. Reconoce Schopenhauer que muchos objetos de nuestra intuición provocan el sentimiento de lo sublime, en razón de su grandeza o antigüedad, haciéndonos aparecer reducidos ante la magnificencia de la altas montañas, los océanos o las ruinas de las antiguas civilizaciones. Dentro de esta línea, afirma Panofsky, se presentan dos tipos de arcadia: la primera, dulce, apacible y de ensueño, sujeta al retiro bucólico, a la calma y al abandono amoroso, y la segunda, dura, áspera y oscura, relacionándose con el miedo a lo primitivo y a la muerte. El paisaje de una y otra lo tuvo presente Sannazaro, en cuya arcadia conviven los dos aspectos, lo mismo que en Poussin en su Paisaje con hombre asesinado por la serpiente (ca. 1648).

El tercero y último apartado del libro trata de las morfologías del paisaje o de las bellezas naturales. Aquí el autor revisa aspectos como el agua y sus colores y aduce que este elemento tiene una belleza propia que se propaga con fuerza al estar hecha de luces, colores, sabores, sonidos e incluso perfumes, además de poseer diversas cualidades en razón de su estado físico dentro de la naturaleza (nieve, rocío, lluvia, hielo, vapor, etcétera). Pero lo más importante son los valores simbólicos que entraña como elemento, don de las divinidades marinas o celestes, que así como puede constituirse en lluvia o manantial de vida en distintos mitos de creación, también es principio de disolución, anulación, pérdida o extravío. Otro aspecto morfológico del paisaje es el cielo, con sus transparencias y oscuridades, concebido según la tradición mítica en morada de los dioses o lugar de los difuntos que se han salvado, de acuerdo con la tradición bíblica. En China, en cambio, el cielo representa la energía que mueve el destino de todo lo terrenal. La tierra es el otro elemento cuya transposición simbólica y arquitectónica es el templo de los hombres, lo mismo que territorio de sagrada fertilidad y esplendor de las cosas. Las verdades del cielo, agua, tierra y de la vegetación se resumen en el ideal naturalista en el que se asienta el principio de la imaginación asociativa, generada a partir de la relación entre el sentimiento y las leyes del cosmos. Es un ideal que se ocupa solamente de las cosas por aquello que son, pero al mismo tiempo piensa el arte como un producto de la imaginación, según lo afirma Ruskin, para quien los fundamentos de cada descubrimiento estético se encuentran en el paisajismo.

Para concluir, reconoce Milani que el paisaje, real o imaginado, es el prodigio de una verdad de la mirada, de la mente y del sentimiento, que es producido por la humanidad y la historia, en una geografía de cultos, mitos y divinidades. En este contexto, la naturaleza, espontánea o artificial, material o adulterada, ya no está dividida en dos o tres naturalezas en función del trabajo del hombre y del principio de imitación, sino que es única. Enfatiza que en su estudio el problema estético del paisaje no parte del plano de la transfiguración artística, sino del plano de la contemplación: en la primera se comprende el paisaje como categoría estética en el campo de la sensibilidad humana, bajo el signo de la realidad y del valor, a la luz de múltiples manifestaciones de las cosas que nos rodean y de sus transfiguraciones en el arte y la literatura. A través de una red de juicios y sentimientos, la experiencia estética se nos ofrece en un proyecto de conocimiento, iniciándonos en un terreno noético o conceptual, en donde la categoría estética aspira a revelar la estructura misma de los objetos y de los fenómenos, colocándose entre la intención humana y la naturaleza íntima del mundo. Se trata de una disposición objetiva, un aspecto interno del goce ante las obras de arte que reproducen las formas de la belleza natural, resaltando así la sugestión, pero también la ambigüedad de la fórmula de Amiel: el paisaje es un estado de ánimo.

La segunda condición ―referida al plano de la contemplación―, en cambio, invita a la trascendencia, en donde “el aspecto de la naturaleza es devoto” y el hombre más feliz es “aquel que aprende de la naturaleza la lección de adoración”, como afirmara Emerson. Esta posición la refrenda el misticismo occidental y el aura de la mitología clásica, pues como señalara Novalis: para algunos la naturaleza es una fiesta, un banquete, en tanto para otros es un culto íntimo, religioso. La belleza del paisaje posee una sacralidad propia, lo que se ejemplifica en las antiguas representaciones chinas y japonesas en las que seres y cosas parecen desaparecer ante la supremacía del juego de elementos como viento, fuego, agua y tierra, sujetas a las leyes cósmicas del Yin y del Yang, y a los seis cánones de Hsieh Ho. Como bien lo explica Marchianò: “no es el hombre medida de lo creado y cumbre de la escala de los vivos, sino que es la naturaleza en su conjunto la que es medida de sí misma, modelo de un renacimiento que el hombre, en cambio, conquista con fatiga. En la doctrina del Loto, la naturaleza budista del universo no distingue entre una ameba, una estrella o un hombre”.