Javier Hinojosa
• De la serie Fata Morgana • 2007.
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Ver en el paisaje
A partir del análisis de algunos trabajos de fotógrafos contemporáneos,
es posible aproximarse a la fotografía de paisaje como una interacción
entre cultura y naturaleza, es decir, el paisaje ya no como tema en sí,
sino en relación con una acción determinada.
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DANIEL MONTERO • HISTORIADOR DEL ARTE
SONIA VARGAS
• HISTORIADORA DEL ARTE
hombre_tictac@hotmail.com
Una línea divide horizontalmente el
espacio, sobre el que se funden manchas hacia arriba y hacia abajo, en
tonalidades de grises, unas más oscuras y otras más claras. Nos
enfrentamos a descifrar la imagen que parece un dibujo diluido,
difuminado. Son como manchas de tinta china en escala de grises sobre
el papel. Esta fotografía en blanco y negro de Javier Hinojosa (de la serie Fata
Morgana)
ropone
un paisaje indefinido, revelado por la línea que crea el horizonte y
divide la imagen.
Precisamente esa idea de “línea de horizonte”, que nos refiere al
paisaje, permite plantear que la división del espacio nos remite a un
territorio natural. El paisaje fotográfico es una construcción
cultural que tiene implícitos fines sociales, económicos, políticos
etcétera, y que además tiene una relación directa con la mirada y con
el “ver”: por un lado se define como “todas las características
visibles de un pedazo de tierra, por lo general considerada en términos
de sus características estéticas”; por otro “como una imagen (dibujo,
pintura, fotografía) que representa un área de tierra”.(1)
El paisaje no es la presencia de la naturaleza como tal; es más bien el
producto de una relación múltiple; en el caso que se da entre el
espectador y el paisaje natural dicha relación es directa: él elije lo
que quiere ver y lo ordena a través de su experiencia. En un segundo
caso, cuando hay una mediación entre el espectador y el paisaje, o sea
la imagen, la libertad de éste se ve limitada por la mirada del
fotógrafo: encuadre, manipulación (análoga o digital) y edición.
En ese sentido, la historia de la fotografía de paisaje que relata
Olivier Debroise en su libro Fuga
mexicana es la de una construcción de la identidad nacional
mexicana a través de imágenes más o menos desde finales del siglo XIX
hasta la década de 1970; según él, “un sector de la fotografía mexicana
adoptó el paisaje como el género natural que les solicitaba la
naturaleza del país […] y una forma de nacionalismo que se entrelaza y
confunde con la promoción turística del territorio”.(2) Esta forma de
historia, que ve en el paisaje una construcción social implícita a
través del fotógrafo, ve también al signo fotográfico lleno de sentidos
que no son sólo naturaleza. ¿Por qué recurrir de nuevo al “viejo
motivo” del paisaje?
A partir de lo que se puede ver en los trabajos de varios fotógrafos
actuales se evidencia que en la fotografía de paisaje ya hay una
conciencia de ese carácter cultural y que se hace explícito hacia el
cuestionamiento del género. ¿Cómo se hace? En primera medida, los
autores se están tratando de apropiar del paisaje de alguna manera para
expresar algo. Si la foto de paisaje mostraba antes un aquí y un ahora,
una unidad espacial, de acción y de tiempo, podríamos decir que lo que
ahora muestra es una relación explícita entre la cultura y la
naturaleza. El paisaje se “llena” voluntariamente de elementos
culturales, de presencias. Un ejemplo claro son las
fotos de Paola Dávila y Adela Goldbard. Cada una a su manera, ya sea
por la introducción de un elemento ajeno al paisaje (puede ser de
manera real o digital) o por un cuestionamiento de un elemento que
estaba con anterioridad en el “territorio” a través de la fotografía
misma, tratan de abordar “un tema”. El paisaje ya no es “el
tema”, sino
que está en relación íntima con una acción. El antecedente más claro de
esta situación es Lourdes Grobet, quien hacia la década de 1970 pintó
de colores los cactos y piedras de un paisaje y luego los fotografió.
Con esta acción, nos señala un paisaje a través del extrañamiento de un
elemento. El color en el objeto natural es un intento por apropiar el
paisaje, cuestionando su “ser natural”: por ejemplo, el color amarillo
y el rojo en el cactos es una subversión de la naturaleza.
Adela Goldbard nos muestra una serie de imágenes de paisajes en las que
se pueden ver elementos como aviones de papel, burbujas y
juguetes. Una de esta fotografías a color, de un formato
panorámico (1.20 metros), muestra la escena de unos aviones de papel en
un paisaje en el que la única vertical es una torre de energía. La
fotografía es trabajada digitalmente no sólo por la presencia
simultánea de varios aviones, sino que el color y la panorámica abierta
hacen evidente el paso de la imagen por la computadora. La imagen,
dividida en franjas de color, deja ver la amplitud del cielo a través
de un horizonte muy bajo. En el territorio aparece también un camino
que se fuga de lo más próximo a lo más lejano.
Goldbard relaciona el paisaje, en particular el cielo, con los aviones
que van de un primer plano hacia el segundo plano. Esta idea es análoga
a lo que la fotógrafa Paola Dávila propone en su serie Casas, pero en este caso dicho
elemento cultural, en la medida en que es multiplicado (así sea
integrando dos imágenes y que ningún avión se agregó digitalmente),
juega con la noción misma de realidad del paisaje. Dávila nunca
pretende, como explicaremos más adelante, que la casa se vea de verdad.
Goldbard, no obstante, explora un poco más la idea de lo ficcional en esta imagen. De la
misma manera, ese elemento de ficción pone en juego no sólo la
imaginación del espectador, sino también su memoria: es evidente que
los aviones nos remiten a la infancia, pero más allá de esa lectura,
los aviones y el paisaje, las dos cosas integradas, nos remiten a una
presencia que dejó allí (o lanzó) los aviones. La artista juega
frecuentemente con esos trazos como huellas en otras imágenes: por
ejemplo, en otra imagen muestra una playa desolada, sin ninguna
presencia humana y con la arena oscura revolcada por el mar, de repente
aparecen medio enterrados un pequeño baldecito con su pala. Esa
referencia no sólo alude a lo infantil, sino a la relación de lo
cultural con el paisaje desde la idea de huella, de rastro.
Goldbard hace énfasis en la idea que de que la foto siempre es foto de
algo. Que el referente real tiene que estar presente siempre,
precisamente con la idea de realidad hacia dos puntos: lo imaginario y
la memoria. Sin embargo, ha utilizado también otra estrategia para
cuestionar el paisaje cuando plantea la ambigüedad entre una cosa y
otra. Por ejemplo, si se ponen en relación sus imágenes Nubes y Olas (la
primera fotografía en
blanco y negro tomada desde un avión mientras pasa por un banco espeso
de nubes; la segunda, una serie del mar en blanco y negro tomada desde
el borde de la playa) hacen dudar de su referente: las nubes pueden ser
espuma del mar, la espuma del mar, asimismo, nube. Un juego de
referencias.
Por su parte, Paola Dávila, después de autorretratarse y de ser ella
misma el objeto de investigación de su trabajo, desplaza la idea de
identidad hacia objetos en los que también se puede afirmar, utilizando
la noción de vivienda como hogar y como habitación. Lo hace de dos
maneras: introduce la maqueta de una casita en el paisaje o fotografía
madrigueras. Las fotos del proyecto Casas
son impresiones a color de fotos Polaroid digitalizadas.
Lo que se puede ver en la serie de imágenes es la maqueta de varios
tipos de casas de dos aguas, en diferentes paisajes, ya sea la playa,
una locación rural con montañas, etcétera. La casa está desplazada del
centro en casi todas las imágenes poniéndola en relación justamente con
el paisaje: la casa no es el centro de la imagen, está en contexto. La
casa como motivo se toma desde diferentes puntos de vista y a veces
aparece en primero, segundo o tercer plano. Por ejemplo, la composición
de una casa blanca con el paisaje de playa y palmera. Esta fotografía
conserva una forma tradicional de tomar el paisaje, con la casa
en primer plano y desplazada a la izquierda dejando ver el mar a la
derecha. El horizonte, ni muy arriba ni muy abajo, justo en la mitad,
aparece como una línea de arcos que dividen el cielo del mar, pero que
también genera un ritmo entre la playa y el mar al dividir la foto en
planos de color. Esta imagen de la casa en la playa cumple, digamos, un
sueño: poder tener una residencia a orillas del mar. Dávila afirma que
la Polaroid da una calidad del color que refuerza la idea de calidez
del hogar, de la habitación con colores apastelados, casi nuca
saturados, pero se digitalizan para poder modificarlas.
El sitio escogido por la fotógrafa para emplazar sus casas es
“cualquiera”, y depende de una motivación personal. No está en
lugares representativos ni reconocibles. En ese sentido, el paisaje en
el que se pone la casa es escogido no por su espectacularidad ni por su
carácter único, sino por su anonimato y por su cualidad de no-lugar. En
la serie Casas, Dávila
desplaza su cuerpo hacia la casa como investigación. Si su cuerpo
habitaba antes un sitio en su serie Entre
lugares, ahora es la casa la que “habita” el paisaje.
En la serie Madrigueras
vuelve a hacer referencia a la morada y a la habitación. Las fotos de
mediano formato, en blanco y negro, muestran madrigueras hechas por
animales. El hoyo en el piso es el tema, pero al igual que en las fotos
de Casas, están en contexto.
La composición de la
imagen es dinámica, sólo que esta vez la idea de recogimiento y de
habitación no lo da el color sino los tonos de grises y, sobre todo, el
negro del agujero. Nos recuerda el hoyo por el que desciende Alicia
hacia “un mundo”. En las fotos de la madriguera, Dávila encuentra
una
casa en sí misma en el paisaje. Así, el paisaje también ofrece formas
de arraigo.
Evidentemente en estas fotos hay un regreso a la naturaleza. Esto se da
como una reacción a lo excesivamente conceptualizado que la fotógrafa
ve en las últimas tendencias artísticas, al tratar de establecer
relaciones más claras entre la imagen y el concepto; relaciones, como
decíamos, del adentro con el afuera, de lo natural con la introspección
y con lo humano.
Por su parte, Javier Hinojosa nos muestra lo que serían escenas de la
naturaleza comunes, pero que en el caso de algunas imágenes dejan de
serlo por el tratamiento que presentan: desenfoque intencionado para crear
la ilusión de espejismo, inversión y/o
reducción del color al blanco y negro, entre otras, que dan como
resultado una abstracción de la imagen que a su vez es luminosa, todo
un procedimiento al cual el fotógrafo llama “trabajar la imagen”.
Este tipo de escenas de la naturaleza de Hinojosa invitan a una nueva
interpretación de la definición que da Roland Barthes del tiempo verbal
de la foto haber estado ahí.
La presencia que suscitan estas fotografías es más que ese dejá vú, del paisaje como ya visto;
es aquí donde la imagen juega con la cualidad propia de la realidad
representada, no es una reminiscencia del lugar como representación, es
un fata morgana, un
espejismo, algo que oscila entre lo “real” reconocible de la naturaleza
y lo que logramos descifrar en la imagen.
Hinojosa trabaja imágenes seriadas que reflejan tanto una
intencionalidad poética como documental en el sentido de marca, de
huella de su misma presencia sobre la superficie “desnuda” del paisaje.
Su obra más reciente es un proyecto de registros de viaje titulado Cuadernos
del insomnio (que remiten
a los diarios de los artistas viajeros del siglo XIX), fabricados de
manera artesanal; las fotografías están impresas sobre papel William
Turner de 190 gramos, el cual permite que las imágenes respiren y al
mismo tiempo se fundan con la textura y la superficie blanca.
Una de las intenciones del autor al elaborar cuadernos manualmente para
este proyecto es alejarse de la reproducción masiva y la distribución
comercial; sus cuadernos son sumamente cuidados y de pequeño formato,
lo que permite una relación íntima entre el espectador y las imágenes.
Esta edición limitada (10 ejemplares) también muestra una peculiar
preocupación o necesidad de rescatar unidades espaciales, de acción y
de tiempo, por lo que significa en nuestra sociedad el desplazamiento,
la actitud de viajero, de “tiempo libre”. Recorrer la naturaleza no es
sólo capturar la imagen del paisaje, es adentrarse, explorar, caminar,
etcétera. Para Hinojosa el proceso creativo no termina allí; ese es
sólo el primer paso para continuar “trabajando la imagen”, además de lo
que implica la fabricación de cada uno de los ejemplares. Una labor que
inicia en el día con la toma de la foto y continúa en la noche con la
elaboración de los cuadernos; de ahí su título.
En Cuadernos del insomnio
vemos una secuencia de imágenes, las primeras son mucho más nebulosas y
abstractas, a medida que pasamos las páginas podemos percibir cómo
aquellas figuras “amorfas” se van delineando en paisaje: árboles, el
cielo y la tierra. La intención es el desciframiento de las imágenes,
cuyo encuadre crea una sencilla composición de sutiles y legibles
variaciones. Lo interesante es cómo el espectador reconoce finalmente
lo que está ante sus ojos, que termina con una foto mucho más nítida, y
cómo se relaciona con el cuaderno, en el que adelanta y retrocede las
páginas. Lo que pretende Hinojosa con este tipo de fotografías es
atesorar las imágenes que para él son “especiales” (en el tratamiento,
en lo que producen al espectador y por crear un acercamiento más íntimo
entre éste y el cuaderno) y ratificar su individualidad, aislándose de
la sociedad de consumo, creando objetos únicos; en sus palabras, “ser
el único dueño de lo que estás viendo”. Por último, el fotógrafo vuelve
al paisaje, pero de una “manera experimental”, como cuando se es niño y
se ve por primera vez. Primero mirar, luego fotografiar.
En este momento el retorno a la fotografía de paisaje se hace a través
de la conciencia, no sólo de “ver la naturaleza”, sino también en
la
intención de “ver en la naturaleza”. Esta modificación que ha sufrido
la foto de paisaje es consecuencia de una mirada que tiende a lo
subjetivo. La foto actual de paisaje tiene entonces un carácter muy
ambiguo, porque los autores tienen la idea de expresarse a través de su
trabajo y el espectador entra en una dinámica de ver no sólo la
naturaleza sino un tipo de expresión implícita: el autor toma, edita,
retrabaja la foto para que sea como él quiera, para que diga algo. Ésta
ha sido siempre la intención, pero en estos casos específicos se quiere
remarcar y/o evidenciar dicha intención. La fotografía de paisaje ya no
es necesariamente una forma de identidad nacional ni una manera de
promoción internacional del territorio. Para estos fotógrafos toda la
naturaleza es digna de ser fotografiada, no sólo las grandes montañas o
los paisajes majestuosos. Una rama o una madriguera sirven como tema.
La cuestión es cómo el fotógrafo se apropia de ellos. Cuando cualquier
cosa se pude fotografiar se llega al “anonimato natural”; en efecto,
como lo anota Hinojosa, “todos los paisajes se parecen en cierto
sentido”. No es que lo majestuoso los haya dejado de impresionar; es
que ahora lo “insignificante” también es impresionante. En
ese
sentido “la fotografía, con esa aparente realidad que parece dar, nos
camufla los mecanismos a través de los que sería comprensible […] creer
que los medios mecánicos son ‘realistas’, que transmiten una realidad
fácilmente, supone no comprender que el realismo, como toda invención
humana es relativo, histórico, condicionado por la idea que los hombres
se hacen del mundo y de sí mismos”.(3)
En este momento hay una posibilidad de “habitar el paisaje”. El
fotógrafo contempla e interactúa y su mirada hace del paisaje una
imagen; el caso de la madriguera de Dávila que se convierte en casa,
las nubes de Goldbard que se convierten en espuma, o las manchas de
Hinojosa que se vuelven espectros.
Paisajes ambivalentes, abstractos y además habitables. Eso es nuevo.
Notas
1. Oxford American Diccionary, edición digital, 2005.
2. Oliver Debroise, Fuga mexicana,
un recorrido por la fotografía en México, Barcelona, Gustavo Gili,
2005, p. 54.
3. Antonio Aguilera, “Tentativas sobre fotografía, realismo y
encantador de serpientes”, Materiales,
núm. 11, Barcelona, septiembre-octubre de 1978.
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