Luis Buñuel
• Los olvidados •
1950, fotograma de la película.
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Notas
sobre el paisaje
“Conforme ha crecido la ciudad ha aumentado la pobreza”,
realidad social que comienza a ser más frecuente como tema de algunos
tratamientos artísticos del actual paisaje urbano, alejados ahora de
las tradicionales vistas idílicas o bucólicas que imperaron en este
tipo de obras hasta bien entrado el siglo XX.
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ARTURO
RODRÍGUEZ DÖRING
• MAESTRO EN ARTES VISUALES
Investigador
del Cenidiap
ardoring@gmail.com
El “paisaje” es tan común que no
pensamos más en él. Es “normal” ver en las paredes de casas, oficinas
y
comercios pinturas, fotografías o reproducciones de vistas bellas, que
distan mucho del paisaje actual, “real”, al que estamos acostumbrados
quienes habitamos en las ciudades, principalmente en países con bajos
niveles de desarrollo, que constituyen una muy buena parte de la
superficie urbanizada del planeta. En la exposición Metrópolis. El
mito de la gran ciudad, curada por Sylvia Navarrete, que viaja
por diversos estados de la República Mexicana desde diciembre de 2008,
cuando fue inaugurada en el Centro Cultural El Nigromante en San Miguel
de Allende, varios pintores que comenzaron a exponer hacia finales de
la década de 1970 (quien esto escribe incluido) retratan la ciudad
desde un punto de vista más crítico que estético. En la hoja de sala
que acompaña la muestra, Navarrete explica que “El ‘mito de la gran
ciudad’ es una de las claves del debate posmoderno, que parte de
teorías de la arquitectura para abarcar todas las esferas culturales;
su planteamiento coincide en México con el parteaguas simbólico del
temblor de 1985.”
La ciudad de México tuvo
una etapa de crecimiento desmedido durante la segunda mitad del siglo
XX que la llevó a ser una de las más pobladas del mundo, lo que propició
que su fisonomía se modificara de manera tajante respecto a otras
épocas de su existencia. Por poner un ejemplo, la zona de Santa Fe,
ubicada en el occidente de la capital mexicana, que podemos apreciar en
la película El Chido One (Alfonso Arau, 1985), no tiene ya
nada que ver con la moderna ciudadela que han erigido ahí los grandes
empresarios del siglo XXI. El cine constituye uno de los materiales
documentales más confiables para visualizar los cambios manifiestos en
la fisonomía de nuestras urbes. En Los olvidados, de Luis
Buñuel, es posible apreciar las villas-miseria de los alrededores de la
entonces periférica Colonia de los Doctores, muy similares, guardando
toda proporción, a las ciudades perdidas de las décadas de 1970 y 1980
en Iztapalapa, Ecatepec, Tacubaya y Mixcoac, cuna, estas dos últimas,
de bandas de adolescentes marginados como los famosos Panchitos y
la
Banda Unida Kiss, cuyas iniciales características (B=U//K) tapizaron
muchas de las bardas que en el occidente de la ciudad exhibieron los
primeros ―y muy burdos― grafitis modernos de México.
A pesar de las “mejoras” llevadas
a cabo durante gobiernos sucesivos, algunos menos ineficientes
que otros, los
macehuales, los esclavos, los ex esclavos, los limosneros y los
vendedores ambulantes son una constante en el paisaje urbano de nuestro
Distrito Federal de todos los tiempos. Además de las películas, como
las del Santo, las de Mauricio Garcés y más adelante las de ficheras,
diversos testimonios dan cuenta de la incómoda convivencia permanente
de la “gente decente” con los “pelados”, “léperos”, “nacos” y
parias
que han pululado desde siempre en esta ciudad.
Son los pobres los que me interesan. Si
bien los virreyes, los marqueses y los condes son responsables de
muchos de los edificios más bonitos de la ciudad, y los gobiernos
progresistas de las obras hidráulicas, los ejes viales y la
multiplicidad de puentes y “segundos pisos”, el grafiti, los tiraderos
de basura y los mercados ambulantes resultan mucho más significativos
que la opulencia que pretende enmascarar nuestra triste realidad.
Diversos testimonios dan cuenta de esta constante a través de los
tiempos.
Hoy las cosas no han cambiado. En la década de
1990 hice una serie de pinturas que retrataban grandes tiraderos
de basura, en ellos
trabajan cientos de pepenadores que después de clasificar lo que es
“útil” lo venden a los tianguistas, quienes después la revenden en
puestos especializados en los múltiples mercados callejeros que se
instalan principalmente en barrios periféricos. Estas personas viven
entre la basura, muy pobremente, y es frecuente que incluyan en su
dieta comida encontrada en los desperdicios; sus sistemas inmunológicos
son de los más resistentes del mundo. Ellos son los pordioseros
organizados, pero también están los clochards, teporochos y
vagabundos, personas de orígenes muy variados, a veces de clase media,
y hasta ex intelectuales que por razones muy diversas decidieron no
volverse a bañar y vivir en la calle. Deambulan ―como lo hizo el Dr.
Atl cuando retornó de la Revolución y terminó instalándose en el Convento
de la Merced―(1) alrededor
de los mercados, en busca de frutas y verduras abandonadas por los marchantes
(que en México son tanto los
vendedores como los compradores). Éste es el paisaje del siglo XXI que
me interesa resaltar.
La pintura de paisaje, como la conocemos
hoy en día, tiene sus orígenes en la Alemania del siglo XVI, si bien
aparecen paisajes en muchas pinturas durante todas las épocas y en
todas las culturas.(2) Es importante
subrayar la diferencia entre el paisaje, propiamente dicho, y las escenas costumbristas.
Hasta mediados
del siglo XIX, el paisaje y el desnudo, por poner dos ejemplos muy
habituales, estuvieron íntimamente relacionados con la belleza. A
partir de desnudos como El origen del mundo (1866) de Gustave
Courbet, y más recientemente en la pintura de Francis Bacon o Lucian
Freud, la belleza clásica dejó de ser una referencia obligada. Lo mismo
ocurrió con el paisaje. Los paisajes urbanos, de tierras devastadas y
asoladas, hicieron su aparición en muchas imágenes del siglo XX. La
pobreza, antes parte de la temática costumbrista, es hoy en día
protagonista ineludible del paisaje contemporáneo.
Dado el alto estatus que ha
tenido la pintura a lo largo de la historia, el tratamiento temático ha sido
siempre
de
la
mayor
relevancia. Elegir un tema adecuadamente, hasta hace relativamente
poco, era una de las responsabilidades de todo artista. Una buena
pintura muchas veces se evalúa desde el acierto o no del tema elegido.
En el aspecto comercial, históricamente estaban normados los precios
que algunos temas alcanzaban sobre otros no tan cotizados. Cuando algún
mecenas poderoso encargaba una obra significativa, como pudiera ser una
representación del Cielo o del Paraíso, sabía que debía invertir mucho
y contratar los servicios de los mejores artistas. La “temática de
segunda”, por llamarla de algún modo, podía encargarse a artistas de
menor categoría y ahorrarse mucho dinero. Después de las escenas
divinas, los retratos de personajes importantes alcanzaban los mejores
precios. Las pinturas de escenas terrenales y de la gente común y
corriente eran más accesibles para el resto del público.
Muchos de los cuadros que narran escenas
contienen paisajes, y éstos funcionan de diversas maneras. La mayoría
de las veces son el fondo detrás de los personajes, pero en otras
ocasiones sirven como marco para la escena descrita o los personajes
retratados. Este marco no sólo es referencial, para saber si es de día
o de noche, si es invierno o verano, si la escena ocurre en una ciudad
o en el campo, en la montaña o en la costa, sino que funciona como
marco compositivo. Es decir, el o los personajes aparecen “rodeados” de
este paisaje y éste cobra mucha mayor importancia.
La pintura de paisaje alcanzó grandes
niveles de popularidad en el siglo XVII, particularmente en Holanda,
poco después de su independencia de España en 1648, cuando los artistas
y su público consideraron importante resaltar la importancia del
paisaje local como elemento de cohesión nacionalista. Los siglos XVIII
y XIX vieron nacer importantes escuelas paisajistas tanto en Francia
como en Inglaterra e Italia, donde surgieron figuras tan relevantes
como Canaletto, Claudio de Lorena, John Constable y William Turner. El
gusto por el paisaje entre los aristócratas europeos y la gente
acaudalada permitió que muchos grandes pintores se especializaran en el
tema, casi siempre con referencias al pasado glorioso de la Antigüedad
clásica o retratando lugares idílicos con no pocos dejos de nostalgia.
Para los primeros pintores modernos, el paisaje funcionó como el
pretexto ideal para ensayar nuevas técnicas de representación del
espacio y el tipo de composición, lo que dio paso a los primeros
experimentos dentro de la abstracción. Pienso concretamente en los
paisajes de Paul Cézanne como antecedentes directos del cubismo.
En América, la pintura de paisaje tuvo
otras connotaciones. Siendo éste un continente relativamente virgen
hasta el siglo pasado, la mayoría de los paisajistas, tanto en el norte
como en el sur, tuvieron como propósito principal la tarea de
documentar las características geográficas, botánicas y zoológicas de
los extensos territorios que exploraban los colonos europeos y sus
descendientes. En este contexto, José María Velasco retrató
insistentemente el Valle de México en un intento por comprender no sólo
la orografía y geología del suelo donde creció, sino también los
fenómenos atmosféricos que generan esa luz tan especial que todavía a
veces experimentamos quienes vivimos aquí. A partir de la “escuela
paisajista” que encabezó, los pintores más jóvenes inauguraron el arte
moderno de México, el cual vivió sus momentos más
grandiosos con la pintura mural. Las preocupaciones formales del
espacio pictórico modernista, como la perspectiva curvilínea o la
desaparición de todo intento de perspectiva en aras de una
representación pictórica y no geométrica del mundo tridimensional,
dieron pie a una serie de extraordinarios pintores que supieron no sólo
describir el imponente paisaje mexicano, sino hacer valiosas
aportaciones a la incesante investigación acerca de nuestras formas de
ver y entender el mundo. Las avasallantes vistas de Gerardo
Murillo de valles y montañas con nubes de vapor y piroplásticas marcan
el inicio de una nueva tradición dentro del agreste paisaje mexicano.
Siqueiros y el propio Orozco incursionaron exitosamente en la
representación del país violento que vivieron durante las primeras
décadas del siglo XX.
Paisajes críticos
La violencia de hoy es otra. Los veintitantos
muertos diarios que arrojan el narcotráfico y la corrupción, y la
pobreza extrema a la que hemos hecho referencia forman parte inherente
e ineludible del paisaje mexicano del siglo XXI. No puedo dejar de
pensar en las visiones apocalípticas ―y casi proféticas― que plasmó
Antonio Luquín en los últimos años del siglo pasado, más aún cuando
escribo desde una de las oficinas que en ellas aparecen (la Torre de
Investigación del Centro Nacional de las Artes en la ciudad de México).
En el referido texto que acompaña la
exposición Metrópolis… Sylvia Navarrete nos dice que
“Familiarizados con el paisajismo decimonónico, las alegorías
modernistas del muralismo y la retórica disidente del 68, los pintores
actuales reciclan el tema de la metrópolis en composiciones que suelen
crear dinámicas de inestabilidad, vértigo y transitoriedad”. Allí pude
presentar, junto con otros pintores como Daniel Lezama, Roberto
Turnbull y Saúl Villa, uno de mis paisajes críticos de principios de la
década de 1990, donde retrato este mundo de basura, pepenadores,
revueltas sociales, etcétera, que me influyó de manera tajante, no sólo
como pintor y estudioso de los fenómenos artísticos sociales, sino como
ser humano. El paisaje actual, en la ciudad de México, salvo muy pocas
excepciones, es el del caos, del detritus, de los adefesios
tercermundistas y plazas mal planeadas; afortunadamente (para quien las
tiene que ver) desvanecidas detrás de gruesas capas de gases y polvos
nocivos que envenenan nuestra atmósfera en el colmo de la contingencia
ambiental.
Las pinturas que estoy trabajando en
estos momentos, una suerte de “vistas aéreas” de los puestos de los
tianguis de “basura” reciclada ―objetos de segunda, tercera
y cuarta
mano―, demuestran una mirada singular a un territorio con el cual me
identifico; son como acercamientos desde un satélite, o del vuelo de
una mosca, sobre los pequeños objetos que componen el paisaje
contemporáneo de gran parte de las colonias del Distrito Federal. Esta
suerte de “sobrevuelo” implica un recorrido por mi barrio, en el
cual
intento peinar toda la zona para crear un mapa de la microtopografía de la
miseria local. Recientemente, en el tianguis de cosas usadas —la
mayoría inservibles— cerca de mi casa me topé con una joven pareja en
busca de una cuna para su recién nacido, pero los precios no son tan
accesibles y no la pudieron comprar. Un vaso de licuadora de pésima calidad,
rayado
y
sucio,
que
probablemente nuevo y con el motor incluido no sobrepasa doscientos
pesos puede llegar a costar quince pesos. De hecho lo compré para armar
una instalación y cuando ofrecí diez pesos me respondieron que eso
valía la pura tapa. Ni siquiera tenía aspas; no valía ni un peso, lo
cual habla de cuán necesitados estamos todos.
Aprovechando los recurso técnicos a mi
alcance, y en una declarada intención de recuperar los aspectos
formales de la pintura ―esencialmente su cualidad matérica y plana―,
me
he basado en fotografías Polaroid y en imágenes retrabajadas
con la computadora para contrastar dos características del México actual
y de los países subdesarrollados en general: la pobreza y la relación
con la tecnología importada a naciones más industrializadas, particularidades
que
coexisten por todas partes, especialmente en los mercados, donde
igualmente se ofrecen quesadillas de maíz azul asadas en anafres de
carbón, que discos compactos piratas de películas que aún no se estrenan.
Muchos artistas contemporáneos, algunos
de ellos provenientes de ciudades como Mumbai, São Paulo o Bangkok y
que viven y trabajan en las grandes capitales del primer mundo,
combinan la experiencia de los mercados ambulantes, la basura, la
fayuca y la miseria con los medios tecnológicos más sofisticados para
producir sus obras, las cuales retratan inevitablemente un nuevo
paisaje que se nos presenta distinto a cualquier otro en la historia, y
el cual es representado, nuevamente, en formatos insospechados en el
pasado.
Notas
1. Véase Gerardo Murillo, Gente
profana en el convento, México, Botas, 1950.
2. En diversas ruinas de ciudades romanas
se han encontrado paisajes en los muros, pero debemos tomar en cuenta
que éstas no fueron excavadas sino hasta épocas muy recientes.
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