|
|
Rescate entre las cenizas. El arte de Pompeya en el Museo Nacional de San Carlos
A lo largo de cuatro décadas
este museo ha albergado numerosas exposiciones que han mostrado
al público mexicano y extranjero muchas de las maravillas
del arte universal de todos los tiempos. Una de las más
extraordinarias, y también entre las más visitadas,
fue la que exhibió algunos de los tesoros de Herculano
y Pompeya, ocultos durante siglos por las rocas y las cenizas
de la erupción
del Vesubio.
• • •
MARÍA TERESA SUÁREZ MOLINA • HISTORIADORA DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
tere_suarez_2000@yahoo.com
Una pareja de antiguos romanos mira al espectador. Él
está vestido con una toga y sostiene en la mano un rollo
de papiro con su sello rojo. Su rostro es un retrato, la gran aportación
de la pintura romana frente a la idealización griega, por
lo que podemos conocer su verdadero aspecto. Tampoco la imagen
de su esposa ha sido modificada; ella lleva una túnica roja
y un manto, y su cabello ha sido recogido como era usual a mediados
del siglo I de nuestra era. Con su mano derecha sostiene un stylus,
una especie de punzón que servía para escribir en
tablillas de cera sobre madera, tal como lo muestra el díptico
que lleva en su mano izquierda (e idéntica a las que se
encontraron en las posteriores excavaciones). Esta pintura pertenece
a los últimos días de existencia de la ciudad de
Pompeya, poco antes que el volcán Vesubio hiciera erupción
y la sepultara por casi diecisiete siglos. Se trata también
de una de las espectaculares piezas que se pudieron ver en México,
en la exposición El arte de Pompeya, entre
los meses de octubre de 1981 y enero de 1982, en el hoy homenajeado
Museo Nacional de San Carlos por sus cuarenta años de existencia.
La mañana del 24 de agosto del año 79 de nuestra era, el volcán, que por años había estado dormido y que incluso un día antes dominaba tranquilamente la vida de todas aquellas ciudades, junto al hermoso Golfo de Nápoles, hizo erupción y Pompeya y Herculano, así como Estabias, la llamada “Cenicienta” de las tres, quedaron medio enterradas por una lluvia de cenizas, pumita y lodo volcánico.(1) “Bajo tremenda presión, los gases aprisionados en las cavernas del volcán acabaron por abrirse paso. Al fin tuvo el Vesubio la fuerza suficiente para empujar hacia arriba las piedras que le ahogaban y hacer que éstas abrieran un agujero, que al cabo de poco se convirtió en un tremendo cráter de fuego.”(2)
Con el tiempo, las dos ciudades desaparecidas
fueron totalmente olvidadas y nadie se ocupó de localizarlas.
En su momento, la catástrofe fue interpretada como un castigo
de Dios al emperador Tito que había hecho la guerra a los
judíos.(3) Fue
hasta 1709, en la perforación de un pozo, cuando fue descubierto
lo que treinta años después se sabría que
era el teatro de Herculano. Fue entonces cuando Carlos III, de
la casa real de los Borbones (que gobernaba Nápoles y Sicilia)
puso en marcha un programa para la búsqueda organizada
de restos. Según el poeta alemán Johann Wolfgang
Goethe, contemporáneo a los hallazgos, se trató de
una “excavación desordenada y voraz”, de la
que resultaron las colecciones reales que pasaron a formar parte
del Museo Nacional de Nápoles (y de donde procedía
la mayor parte de las piezas de la exposición en México).
Después, en 1748, unos campesinos hallaron restos arquitectónicos
en un lugar cercano, que señalaban el sitio de la desaparecida
Pompeya.
Lo que despiertan en nosotros estas piezas, pinturas, esculturas y artículos de uso cotidiano, es la sensación de lo inmediato; es esta referencia a la vida diaria lo que hace únicos los hallazgos de Pompeya y Herculano, así como su implícito mensaje de la finitud de las riquezas: “Siglos después, lo único que diferenciaba a los señores de los esclavos era un pequeño adorno carbonizado de las sandalias o el leve vestigio de un rico vestido.”(4) En este sentido hay que leer también la inscripción que mandó poner el virrey de Nápoles, Manuel de Fonseca, en 1631, cuando una erupción semejante a la del 79 volvió a cubrir de arena, ceniza y escombros la región: “[…] El volcán castiga a los descuidados y a los codiciosos, que estiman más sus bienes que su propia vida. Tú, si eres juicioso, escucha la voz de este mármol que para ti habla. No te preocupes del hogar y huye sin dudarlo un instante.”(5)
La exposición en México se centró en
el despliegue de objetos situados entre el arte y la artesanía,
surgidos a partir de las excavaciones, tal como eran en el momento
en que su existencia se interrumpió dramáticamente.
Semejante a la primera obra descrita, es el retrato de La escribiente (identificada
hasta hace unos años con la poetisa Safo). Su peinado sigue
la usanza de la época, con una red dorada que detiene sus
rizos sólo en la parte superior de la cabeza. Lleva también
un carrizo para escribir, que toca sus labios y un grupo de cuatro
tablillas. Fue encontrada en mayo de 1760, en una de las casas.(6) En
otra, había una escena que transcurría dentro de
una panadería en la que el dueño, vestido con su
túnica, entrega hogazas a tres clientes. La mayoría
de las hogazas son redondas y esponjadas, aunque carbonizadas.
Hay también panecillos
dentro de un cesto y un montón de pan rebanado o en forma
de anillo que está detrás del dueño en una
esquina del anaquel.(7)
En efecto, la gran revelación de Pompeya y Herculano fue la pintura; cuando los hallazgos comenzaron a difundirse, ésta se reprodujo “en toda Europa, en millares de imitaciones libres, representadas en platos de porcelana, en los respaldos de las sillas, en medallones estucados, en camafeos y en pastas vítreas”.(8) Todos admiraron el esplendor incomparable de los colores y la forma como cada tema se adecuaba, en Pompeya, a sus espacios: en las habitaciones de invitados fueron pintadas escenas mitológicas; los atrios y vestíbulos con columnatas y pertistilos, que generalmente estaban junto al jardín, fueron decorados con paisajes y escenas campesinas. En las paredes de los comedores se pintaban bodegones con verduras y frutas, y en las pequeñas cámaras, escenas eróticas tratadas de modo realista y directo.
Cuando ahora miramos lienzos que representan naturalezas muertas, y apreciamos los cuencos, las jarras, los cántaros y jarrones, no solemos pensar que son descendientes en línea directa de las series que ya eran antiguas en Pompeya. Los romanos poseían una categoría pictórica denominada xenia. Son obras que representan cosas quietas, objetos en reposo; “fruta, cestos de flores, hogazas de pan [sic], aguamaniles, jarras, platos, pescado, marisco, caza”.(9) Sin embargo, fueron producidas en circunstancias culturales muy diferentes a las piezas que consideramos como del género de las naturalezas muertas. Y las xenia llegan hasta nosotros como una ruina, como lo es la ciudad misma, son sólo fragmentos.
Pompeya es un lugar privilegiado para estudiar
las habitaciones privadas de los antiguos en todas sus formas y
en su proceso natural de evolución,
los problemas humanos y culturales de sus habitantes,(10) así como
las artes decorativas del mobiliario, las vajillas y los candeleros.
Por otra parte, ciertos hallazgos están relacionados con
la persistencia de sus creencias. Entre noviembre de 1765 y marzo-julio
de 1766, se encontró una cabeza de mármol correspondiente
a la diosa egipcia Isis. La figura estaba en las arcadas de lo
que debió ser su templo, lo cual hace pensar que alguien
trató de salvarla en el momento de la erupción.
Conservaba sus aretes de oro en forma de discos, todavía
colocados en los orificios de sus orejas. Se encontraron sus manos
y sus pies, no así el resto del cuerpo que debió ser
de madera. En la mano derecha llevaba una sonaja de bronce, denominada sistro,
su atributo, de origen egipcio, y el de sus seguidores, la cual
hacían sonar durante el culto.(11) Todo
en él hacía recordar a Egipto. En ese mismo templo
se encontró gran cantidad de dinero, “entre el que
había muchísimas piezas de oro, acuñadas
cuando el reinado de Tito, así como estatuillas de Isis,
recipientes sagrados y otros objetos de culto [...] que fueron
metidos en un saco”. Con todo ello, como en muchos casos
más, se perdió un tiempo precioso.(12)
Las excavaciones arrojaron una ingente cantidad
de objetos pequeños y cotidianos, como vasos de cristal,
que se vendían con su contenido, que podía ser aceite,
ungüento o perfume; elementos para juegos de mesa como la taba,
popular desde tiempos de la Grecia clásica, que utilizaba
un conjunto de cuatro piezas (tali) hechas de astrágalo
de oveja o de cabra, o bien de terracota o bronce. Son oblongas,
de extremos redondeados, cada una con distinto valor y nombre diverso,(13)
o bien con forma de dado iguales a los modernos, pequeños
cubos con valores del uno al seis en grupos de puntos o letras.
Sabemos que los griegos usaron tres, pero los romanos empezaron
a utilizar solo dos, que sacudían en una pequeña
copa.(14)
La historia de los arqueólogos, anticuarios
y entusiastas de las ruinas y sus descubrimientos ocupa un capítulo
aparte. Desde el príncipe austriaco d’Elboeuf, bajo
cuya propiedad en la Campania (región del sur de Italia)
aparecieron unas esculturas, que formaban parte del telón
del teatro de Herculano, las cuales logró sacar del país
y llevar al Palacio del Belvedere, en Viena(15) hasta
el anticuario inglés lord William Hamilton,(16) quien
vivió admirando al Vesubio desde su mansión plagada
de antigüedades; pasando, por supuesto, por el historiador
y arqueólogo alemán Johannes Joachim Winckelmann,
llegado a Nápoles en 1756 y cuyos escritos hicieron mirar
con otros ojos el arte clásico.(17) Todos
ellos vivieron entusiasmados por los restos que comenzaban a emerger
de sus cenizas.
Sin duda, la mayor trascendencia de estos hallazgos
fue su contribución en el cambio del gusto artístico
europeo, empezando por el arquitectónico. El estilo neoclásico
surgió, en parte, a partir de la fascinación por
las excavaciones y los maravillosos hallazgos realizados en estas
ciudades por siglos ocultas a la mirada. Por eso, cuando en 1981,
durante la exposición en el Museo Nacional de San Carlos,
quienes teníamos a nuestro cargo la atención a los
visitantes a la muestra, al término de la visita guiada
por la noche reuníamos al grupo en el centro del patio del
edificio, construido por el maestro valenciano Manuel Tolsá,
y mostrábamos la implantación de ese estilo dieciocho
siglos después del esplendor de Pompeya y Herculano.
Notas
1. S/A, “Introducción”, en El arte de Pompeya, catálogo de la exposición, México, Museo de San Carlos/Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), octubre 1981-enero 1982, p. 13.
2. Egon Caesar Conte Corti, Muerte y resurrección de Pompeya y Herculano, Barcelona, Destino, 1958, p. 81.
3. Ibidem, p. 102.
4. Ibid., p. 89.
5. Citado en ibid., p. 114.
6. Catálogo El arte de Pompeya, op. cit., p. 91.
7. Ibidem, p. 113.
8. Fausto Zevi, “Pasado y presente de las excavaciones en Pompeya”, en ibid., p. 16.
9. Norman Bryson, Volver a mirar. Cuatro ensayos sobre la pintura de naturalezas muertas, Madrid, Alianza Editorial, 2005, p. 19.
10. Amadeo Maiuri, Pompei. I nuovi scavi. La villa dei misteri. L’antiquarium. Roma, Istituto Poligrafico dello Stato, 1970, p. 17.
11. Catálogo El arte de Pompeya, op. cit., pp. 101-102. Egon Caesar Conte Corti, op. cit., p. 154.
12. Egon Caesar Conte Corti, op. cit., p. 93.
13. Catálogo El arte de Pompeya, op. cit., p. 111.
14. Ibidem, p. 112.
15. Richard Brilliant, Pompeii AD 79. The Treasure of Rediscovery, Nueva York, Clarkson N. Potter, Inc., 1979, p. 31.
16. Retratado de manera magistral por Susan Sontag en su novela El amante del volcán, publicada en español por la editorial Suma de Letras en 2001.
17. Véase Johannes Joachim Winckelmann, Historia del arte en la antigüedad, Madrid, Aguilar, 1955.
|
|