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México y Cuba: relaciones históricas
en la enseñanza artística


El siguiente texto se inscribe dentro del estudio del arte latinoamericano y caribeño desde la perspectiva de las relaciones históricas. En particular se hace referencia a los vínculos artísticos que en el siglo XIX y principios del XX se dieron entre México y Cuba, países que de manera sistemática han tenido influencias recíprocas a lo largo de sus respectivas historias culturales.

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OLGA MARÍA RODRÍGUEZ BOLUFÉ DOCTORA EN HISTORIA DEL ARTE
Académica de Historia del Arte, Universidad Iberoamericana, México
olga.rodriguez@uia.mx


 

La Academia de San Carlos de México (1785), en tanto propuesta “ilustrada” de conjugar lo útil y lo bello —idea difundida en América por los pensadores españoles, una vez conocidas las versiones originales de Joshua Reynolds y de las academias francesas del siglo XVIII— fue uno de los modelos para la Academia de San Alejandro de Cuba (1817),  primera institución de este tipo en el área del Caribe. De este modo, México funcionó para las islas como mediador en el contexto latinoamericano de las tendencias europeas que destacaban la valoración del artista como un profesional, a diferencia de aquella visión colonial que aún conservaba ciertos temores ante esta idea y prefería concebirlo dentro de un gremio artesanal.

Precursora de este tipo de instituciones en América, la Academia de San Carlos postuló las normativas básicas inspiradas en el modelo hispano de San Fernando de Madrid y dio así entrada a los nuevos conceptos sobre el arte derivados del pensamiento ilustrado, combinándolos con los requerimientos prácticos que exigía la realidad cambiante.

La Academia de San Alejandro de La Habana, por su parte, surgió como consecuencia de las proyecciones de modernidad que la nueva clase criolla adinerada había propiciado mediante la Sociedad Económica de Amigos del País, institución que también tenía su representación en el virreinato y que respondía a la política ilustrada de entonces.

Desde sus inicios, la academia cubana fue escuela de dibujo y pintura gratuita, y los criterios de artisticidad adoptados se complementaron con el sentido utilitario que sus promotores incluyeron en la concepción del arte. Entre los años 1825 y 1828 este concepto estuvo ligado a la industria y se asoció con la referida enseñanza útil, lo cual se acentuó con la creación, en 1863, de las Escuelas Profesionales.

Algo similar había ocurrido con la academia mexicana, creada con el fin de proporcionar instrucción técnica para acuñar monedas, a la par que se proponía dar a conocer las reglas de la belleza y el buen gusto. Su papel secundario fue ofrecer instrucción útil a los artesanos y artistas para mejorar su competencia en la labor diaria y en la industria artesanal, ideas que emanaban de España y que tuvieron como voceros a los pensadores ilustrados españoles Gaspar Melchor de Jovellanos y Pedro Rodríguez de Campomanes.

Por otra parte, vale recordar las ideas genésicas del primer presidente de la Royal Academy de Londres, Joshua Reynolds, quien vinculaba estas instituciones con consideraciones comerciales de tipo pragmático y con el orgullo nacional, sin perder de vista el revivir de la tradición clásica. El entusiasmo que los comerciantes de Nueva España tuvieron por las academias de arte demostró la conveniencia que “las artes fueran una rama utilitaria y necesaria en la enseñanza, que debía ser alentada y apoyada al igual que otras disciplinas más experimentales".(1)

San Carlos y San Alejandro tuvieron rumbos similares en su orientación artística, marcada por las normas europeas. Del primer impulso por formar parte de un panorama incipiente de modernidad al vincularse con el desarrollo científico e industrial que emanaba de la Ilustración, se fue pasando a privilegiar un concepto de arte donde la perfección y la norma avanzaban sobre “los oficios”, comenzando a deslindarse ambos campos, a lo que contribuyeron también las exigencias de los respectivos contextos.
 
En las dos academias se siguieron parámetros como la importación de piezas en yeso para formar galerías de modelos clásicos, el sistema de copias como factor decisivo para el aprendizaje del manejo de las proporciones, la necesidad de crear un espacio cualificado en los salones de exposición, la transformación de los planes de estudio de acuerdo con las exigencias de la época y la creación de una tradición formativa que garantizaba el dominio seguro del oficio y de la técnica. Además, se diseñó un tipo de sujeto receptor al promover un arte concebido para una clase adinerada formada sobre la base de los fundamentos de la cultura europea, que buscaba disfrutar del placer hedonista y artístico entendido dentro de lo bello formal. Por otro lado, tenemos la poderosa influencia que ejerciera J.J. Winckelmann en las orientaciones artísticas del siglo XIX. El concepto de imitación se identificó entonces con una nueva ratificación del conocimiento y una pasión del alma: “Nuestra única vía de ser grandes es la imitación de lo antiguo".(2) En México, por ejemplo, pronto se trajeron piezas que vinieron a presidir la majestuosa Academia de San Carlos. Romero de Terreros demuestra en su catálogo de las exposiciones de este centro, año tras año, la significación de las copias de modelos clásicos, así como la inspiración en estos ideales de belleza para la realización de buena parte de la producción plástica generada por esta institución.

La adquisición de modelos inspirados en la civilización grecolatina se mantuvo en ambas academias hasta el siglo XX. “" [...] en México, con el fin de enriquecer el Museo de Arquitectura, se propuso en 1904 mandar traer de París un modelo de tamaño natural del Partenón”, mientras la mayoría de los cursos seguía enfocándose “al estudio de los ‘estilos del pasado’ y a su asimilación en la construcción arquitectónica académica”.(3) Por su parte, el cubano Jorge Rigol, al comentar los concursos promovidos por la Academia de San Alejandro en 1832, nos dice que fueron premiados una Venus de Médicis, un Germánico de frente y un Laoconte. Pero lo que resulta más elocuente es que se trataba de copias al fulmino del yeso y copias planas de cuerpos enteros dibujados a lápiz, de modo que en estos casos el factor creativo quedaba limitado a la mimesis como recurso esencial. Sintomáticas de estas estrategias son las recomendaciones que Domingo del Monte, intelectual y promotor cultural de la Cuba del siglo XIX, le hiciera al joven artista Juan J. Peoli, que se encontraba en Europa realizando estudios de pintura: “Estudie usted el antiguo, estudie usted la naturaleza de la cual fueron inspirados intérpretes los antiguos griegos, apréndase de memoria las maravillosas composiciones de Rafael, del Buonarroti y de todo el resto de las Escuelas italianas [...] rompa mucha brocha en copiar obras maestras de esos peregrinos ingenios [...] y después a velar por sí.”(4)

Por otro lado, tanto en México como en Cuba, a partir de sus correspondientes situaciones contextuales y tradiciones históricas, se desarrolló un interesante fenómeno de adecuación de temas “locales” a los modelos clásicos, impulsados por la necesidad de afianzar discursos nacionales ante los reclamos políticos de la condición de nuevas repúblicas.

 

Vínculos e influencias

Aunque no se conservan obras de artistas mexicanos que hayan trabajado en Cuba, sí se han podido rescatar algunos datos, como el nombre del jalapeño Carlos Torquemada y Santamaría (1820-1852) que se trasladó a La Habana para estudiar en la Academia de San Alejandro. Como dato curioso se recoge que fue premiado en los Juegos Florales del Liceo de La Habana por su cuadro Santa Cecilia, el cual destinó a la Sociedad Filarmónica de Puerto Príncipe, lo que evidencia la inserción de este pintor mexicano en las principales instituciones rectoras del sistema de la cultura artística en Cuba en el siglo XIX.

En cuanto a la crítica de arte vinculada al sistema de enseñanza en ambos países, José Martí (1853-1895) fue la figura más descollante. El patriota e intelectual cubano viajó desterrado a México donde publicó, entre 1875 y 1876, sus crónicas sobre arte mexicano en la Revista Universal, que complementó en 1880 con otros trabajos incluidos en La Hora de Nueva York. Sobresale su preocupación por orientar a los pintores hacia búsquedas que les permitieran librarse de las ataduras a los modelos históricos europeos; de este modo asumió una preocupación personal por “nuestras” pinturas de México, preguntando si no se animarían “nuestros” pintores a copiar “nuestros” tipos y paisajes. En la compilación sobre la crítica de arte en México en el siglo XIX, Ida Rodríguez Prampolini afirma:

Martí asume el carácter de verdadero crítico que debe no sólo juzgar y señalar defectos y aciertos, sino abrir los ojos de los artistas a las nuevas rutas y caminos [...] Quiere abrir posibilidades sin negarle al artista lo más importante, la fantasía, la imaginación, ya que estas facultades en todas las épocas existen, pero señala un grave peligro en el uso y desarrollo de la fantasía.(5)

Otro de los momentos más reveladores de los vínculos entre ambas naciones en la esfera de la enseñanza artística, fue la llegada a la isla de experiencias como las Escuelas de Pintura al Aire Libre, emanadas de los proyectos de renovación pedagógica en México desde la primera década del siglo XX. Aquellas escuelas iniciadas por Alfredo Ramos Martínez en 1913, con la de Santa Anita en Iztapalapa, inauguraban un ciclo de instrucción artística que buscaba brindar opciones distintas a la tradición pedagógica de la Academia. El proyecto cultural de José Vasconcelos desde la Secretaría de Educación Pública contribuyó al desarrollo de esta iniciativa, al coincidir con el ideario de educación para el pueblo y creación de un arte profundamente nacional, que exigía el contexto posrevolucionario. Esa nueva condición del alumno libre, dueño de su individualidad, y del profesor como orientador, fecundó en la primera mitad de la década de 1920 en las escuelas de Xochimilco, Coyoacán, Tlalpan, Guadalupe Hidalgo y Taxco.(6)

Cuando este proyecto educativo llegó a su fin en México por diversas circunstancias sociohistóricas, la idea fue retomada por algunos artistas plásticos cubanos. Ya el español Gabriel García Maroto había procurado reproducir en la isla la experiencia mexicana, e intentado mantener los mismos presupuestos sociales y estéticos al ubicar las escuelas en zonas rurales y enfocarlas hacia el desarrollo de la intuición de niños y adolescentes. Como resultado, se habían mostrado en la Sala de Arte de la Secretaría de Educación Pública de México unos doscientos dibujos de las Escuelas de Acción cubanas, a finales de 1932. Comentaba el promotor del proyecto:

No podía marcharme de América sin cumplir aquella ilusión que vosotros y las obras de vuestros alumnos supieron despertar en mí [...] con lealtad quiero servir a México, y es por eso que vengo a referirles con palabras sencillas lo esencial de mi etapa cubana: el nacimiento, crecimiento y florecimiento de las Escuelas de Acción Plástica Popular fundadas por mí y en cuya breve y viva historia viven esencias mejicanas.(7)

La experimentación de Maroto y la necesidad de transformar la enseñanza del arte, aunado a la preocupación que ya poseían los plásticos cubanos en torno a la creación de un arte nacional, fueron suficientes argumentos para estimularlos a presentar, en 1933 ante el secretario de Instrucción Pública, una solicitud para crear una Escuela Libre de Pintura, la cual permaneció engavetada hasta 1937. Tras muchos esfuerzos y solicitudes, se consiguió un espacio en las naves de la antigua cárcel de La Habana para poner en práctica los métodos docentes inspirados en las escuelas mexicanas.

La investigadora cubana Yolanda Wood refiere que la creación de estas instituciones respondía a perspectivas e intereses de artistas que habían estudiado en diversos centros culturales de Europa y América y que consideraban insostenible el academicismo vigente en San Alejandro. En sus fundamentos teóricos, los cubanos plasmaban su adhesión a una profunda renovación en la enseñanza de la plástica y que tendrían “cierta analogía con las realizadas en México”, a la par que se lucharía por la creación de un arte nacional y por “excitar la vocación por la pintura entre las clases pobres”.(8)

Aunque los puntos de contacto con el modelo mexicano eran evidentes, existieron algunos matices diferenciadores desde su ubicación en una zona urbana y no rural, y la ampliación de la matrícula a adultos. El director de la escuela cubana, Eduardo Abela, y el dibujante Juan David explicaron que las escuelas mexicanas y las creadas por Maroto eran de iniciación artística y a las nuevas instituciones asistirían individuos conocedores “pero con una iniciativa y un sentido nuevo del arte, cuyas vías de realización desconocían, y los que sin haber pasado por la Academia tenían una personalidad definida no desarrollada por falta de recursos económicos”.(9)

El éxito fue inmediato; en sólo diez días se llenaron doscientas inscripciones, entre aficionados y alumnos de la Academia.  De México llegaron a Cuba técnicas renovadoras como la talla directa y la pintura mural que fueron integradas a la Escuela de Arte Libre; si a esto sumamos que algunos de los maestros cubanos estaban muy influidos por la pintura mexicana por contactos directos mediante estudios en México, o por las ideas del arte de función social publicadas en revistas y manifiestos, era lógico que el resultado (entiéndase obras) de esta escuela cubana transpirara una fuerte influencia mexicana. Sin embargo, la Cuba de aquellos años no podía permitir la supervivencia de una escuela tan audaz; el proyecto apenas duró cinco meses.

La creación de estas escuelas en ambos países fue la consecuencia del empuje de la vanguardia plástica en la búsqueda de nuevos derroteros, no ya en el plano personal de cada creador sino en la esfera docente. Nacidas de anhelos y aspiraciones, creciendo en medio de la angustia y el esfuerzo por sobrevivir, provocaron polémicas y transformaciones en la enseñanza artística de una época tan compleja que marcaría pautas para los nuevos tiempos por venir.

 

Notas

1. Thomas A. Brown, La Academia de San Carlos de la Nueva España, México, Secretaría de Educación Pública, 1976, p. 28. (Sepsetentas.)

2. Hermann Bauer, Historiografía del arte,  Madrid, Taurus, 1981, p. 84.

3. María Estela Eguiarte,  1877-1910, Y todo... por una nación, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1987, p. 191. (Colección científica.)

4. Loló de la Torriente, Estudio de las artes plásticas en Cuba, La Habana, Úcar, García, 1954, p. 60.

5. Ida Rodríguez Prampolini, La crítica de arte en México en el siglo XIX, vol. 1, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México, , 1997, p. 139.

6. Acerca de la repercusión nacional e internacional de esta propuesta educativa, la investigadora mexicana Laura González Matute ha legado una enjundiosa investigación que muestra tanto la polémica como el éxito y la voluntad renovadora de esta experiencia. Laura González Matute, Escuelas de Pintura al Aire Libre y Centros Populares de Pintura, México, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas/Instituto Nacional de Bellas Artes, 1987.

7. Gabriel García Maroto, Acción plástica popular, México, Plástica Americana, 1945, p. 42.

8. Yolanda Wood, De la plástica cubana y caribeña, La Habana, Letras Cubanas, 1990, p. 57.

9. Testimonio del artista cubano Juan David, referido por Yolanda Wood, ibid., p. 61.