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Educación, museo y posrevolución
El 3 de abril de 1917,
mediante un decreto del presidente Venustiano Carranza, en México
se suprimió una de las dependencias más representativas
de la ideología del Estado porfirista, que había
sobrevivido al derrocamiento de la dictadura a comienzos de la
década: el Ministerio de Instrucción Pública
y Bellas Artes. En su lugar quedó la Dirección
General de Educación Pública. En aras del fortalecimiento
de la autoridad municipal y de los gobiernos de los estados,
los constitucionalistas de 1917 juzgaron fundamental la desaparición
de esta última, que únicamente tenía
jurisdicción en el Distrito Federal.(1) La
consiguiente descentralización de los asuntos educativos
y culturales proporciona un excelente portal para el análisis
de procesos históricos disímiles y hasta contradictorios.
En este texto se hace una breve revisión de dos
instituciones de importancia capital que vieron modificados sus
parámetros de operación por el decreto: la escuela
básica y el museo, en concreto el Museo Nacional, paradigma
del sector cultural.
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ANA GARDUÑO • HISTORIADORA DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
xihuitl2@yahoo.com.mx
I
Los primeros gobiernos posrevolucionarios, entre 1917 y 1920, no diseñaron políticas educativas que, de manera prioritaria, se ocuparan de atender los graves rezagos que había en México en ese sector. Como es sabido, fue hasta la instauración del régimen obregonista que se intentó modificar esta situación.
La Constitución de 1917 entregó la
responsabilidad de la educación básica (elemental
y superior) a los municipios pero sin dotarlos de infraestructura.
Desde el inicio fue evidente que esta estrategia no contaba con
las condiciones mínimas para su aplicación; por
ejemplo, el gobierno federal tuvo que continuar una subvención
elemental para garantizar la continuidad de la impartición
de las clases: el pago de salarios a los profesores. Poco después
de suspender las remuneraciones, en mayo de 1919, éstos
iniciaron una huelga que provocó el cierre de una buena
cantidad de escuelas y que coadyuvó a preparar el clima
para la aceptación estatal del fracaso. Un indicador refleja
la situación: en 1870 había 183 escuelas públicas
y para 1920 no sólo no aumentó el número
sino que había una menos, es decir, 182.(2)
Entregar a los municipios la educación
básica
no los fortaleció y sí les representó
una carga imposible de sobrellevar y de realizar con resultados
positivos,
y no sólo por la crónica escasez de presupuesto
sino por la falta de un proyecto educativo común, con métodos
y programas de estudio definidos y aplicados en coordinación
con el gobierno del Distrito Federal; además, los funcionarios
municipales se caracterizaban por un perfil totalmente ajeno a
cuestiones pedagógicas, lo que imposibilitó que
al menos mantuvieran la educación básica en las condiciones
en que la recibieron. Frente a los problemas que visualizaban de
manera cotidiana (escamoteo de sus presupuestos por parte de los
gobiernos locales, conflictos por el uso de suelo o por la distribución
del agua, entre otros) los asuntos educativos y culturales fueron,
por lo general, postergados.
A su vez, los particulares que incursionaban en educación, a título personal o como asociaciones civiles o fundaciones religiosas, encubiertas o no, tampoco aprovecharon el vacío en el liderazgo educativo y la debacle del sistema público. Si bien el porfiriato tampoco había depositado en el sector educativo las claves, simbólicas u operativas, del régimen, ya que sólo hasta 1905 había creado un muy raquítico Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, que sólo tenía injerencia directa en el Distrito Federal y los territorios federales (Quintana Roo y Baja California Sur), los mismos presidentes municipales reconocieron públicamente el empeoramiento de las condiciones materiales de los centros educativos del sector público en 1919.(3)
Así las cosas, en pocos años los poderes legislativos y el ejecutivo se dieron a la tarea de rectificar. El proyecto fue encargado a José Vasconcelos, un promisorio funcionario cultural que en 1920 fue nombrado rector de la Universidad Nacional y, por tanto, jefe del Departamento Universitario y de Bellas Artes, al que se adscribía la educación superior y el sistema de museos.
La historia es conocida: Vasconcelos recorrió el
país para convencer a estados y municipios que la creación
de una Secretaría de Educación Pública (SEP)
no significaba una intervención arbitraria de la esfera
federal sino representaba la única opción para crear
un sistema educativo coordinado, con lineamientos generales, a
partir de la colaboración conjunta ya que se crearían
consejos educativos locales y un Consejo Central Federal de Educación
Pública. El alivio que la propuesta causó a los
agobiados gobiernos estatales y funcionarios municipales se refleja
en el efusivo apoyo que dieron al proyecto de creación de
la SEP; los estados cuya problemática educativa llegaba
al nivel del desastre fueron los primeros en responder positivamente.(4)
Después de la fructífera campaña
nacional y de un complicado proceso político, en el que
se insistió hasta
el cansancio que el proyecto no lesionaba los intereses de los
municipios y los estados, se logró el consenso necesario
en la Cámara de Diputados para que el 9 de febrero de 1921
se modificara el apartado XXVII del artículo 73 de la Constitución,
con lo que el presidente Obregón pudo emitir el decreto
de creación de la Secretaría de Educación
Pública y Bellas Artes, y colocar al frente de la flamante
institución a su principal promotor: Vasconcelos.
Centrar en la “educación al pueblo” la
identidad del régimen, en una época en la que México
reconstruía su imagen dentro del plano nacional pero también
en el ámbito internacional, fue mucho más que una
estrategia publicitaria. La retórica de esta postura educativa
proponía crear un sistema educativo nacional, enfocado en
la educación básica y en el que la alfabetización
era sólo la fase inicial y en la cual “el pueblo”,
para la élite estatal, “se reconocía como rural,
provinciano, pobre, marginado, pero sobre todo mayoritario”.(5)
De esta manera, con el poderoso dúo Obregón/Vasconcelos
se concretó una de las primeras modificaciones sustanciales
a la Constitución de 1917, y se definió una política
educativa que caracterizaría no sólo a ese régimen
sino a los que le siguieron, aunque sólo fuera en el discurso.
La gestión vasconcelista se concentró, entonces,
en introducir nuevas corrientes pedagógicas; duplicar en
número los centros educativos de profesores y de estudiantes;
priorizar la educación en el ámbito rural; impulsar
la educación técnico-industrial; fundar bibliotecas
tanto itinerantes como fijas, y editar un gran número de
publicaciones.(6)
Inmediatamente se suscitó un grave conflicto por las escuelas del Distrito Federal que Vasconcelos ordenó desalojar porque consideraba ilegal su ocupación por parte de los municipios. La crisis se resolvió a inicios de 1922 mediante un convenio en el que la SEP recuperó los inmuebles educativos de propiedad federal, tomó el control de un porcentaje de las escuelas del Distrito Federal, ratificó nombramientos del personal y se hizo cargo de sus salarios; a cambio, los municipios cedieron alrededor de diez por ciento de su presupuesto anual.(7)
Este caso sirvió de modelo a los gobiernos
de los estados. Aquí cabe destacar que la consigna inicial
del proyecto vasconcelista era mucho más limitada en cuanto
a intervenir en la esfera de poder estatal y municipal, pero
la catastrófica realidad hizo que los propios gobiernos
estatales buscaran la firma de convenios a través de los
cuales la SEP crearía y sostendría nuevos centros
escolares que quedarían bajo su control y financiaría
otros que permanecerían bajo la tutela de los estados.(8) Así se
inició un proceso de centralización educativa que
se mantiene hasta hoy.
II
El Museo Nacional fue una institución nacida oficialmente desde 1825 —pero concretada con lentitud, luego de varias décadas de bajo perfil o hasta inoperancia— que desde sus objetivos iniciales se planteó la recolección, catalogación, conservación y exhibición de objetos considerados bienes culturales, sólo en su carácter de documentos históricos, arqueológicos, antropológicos o etnohistóricos. Así, dichas piezas se incorporaban a los acervos y se exhibían en su condición de patrimonio nacional y no en tanto sus valores plásticos o sus cualidades estéticas. Además de la publicación de obras especializadas que daban cuenta de los avances en las exploraciones, de sus últimos descubrimientos y los resultados de las pacientes y eruditas investigaciones por parte de los expertos que dirigían cada departamento, desde 1903 se impartían doctas cátedras de historia, antropología, arqueología y etnología.
En 1917 era una sólida institución que había afianzado su prestigio desde décadas anteriores y que había organizado el display museográfico a partir de una acentuada conciencia de lo “propio”, de lo “nacional”, de lo “auténticamente mexicano”:
[...] el Museo de Historia y Etnografía,
además de cumplir con las operaciones museográficas
educativas y estéticas, debía promover los sentimientos
patrióticos [...] el museo no era una simple representación
de la Patria, sino su mimesis [...]. En la apreciación
de las grandes piezas arqueológicas el museo debía
servir para reeducar nuestros valores “occidentalizados”.(9)
Entonces, a lo largo del siglo XX, ante la escultura
prehispánica Piedra del sol, bautizada como el Calendario
azteca, “se tomaron la foto” todos aquellos funcionarios
y gobernantes, nacionales e internacionales, que querían
resaltar la importancia concedida a las antiguas culturas que,
aseveraban, constituían la raíz del “alma nacional”.
Porfirio Díaz lo hizo en reiteradas ocasiones, siendo una
de las más significativas —aunque la menos publicitada— la
que inauguraba la remoción total del prestigiado recinto
con motivo de las fiestas del Centenario de la Independencia y
que implicó el cambio de su nombre hacia el de Museo Nacional
de Arqueología, Historia y Etnografía (MNAHyE), ya
que sus acervos se habían dividido para crear el Museo
de Historia Natural.
Con Francisco I. Madero, a pesar del breve lapso
de ese gobierno, se mantuvo la posición hegemónica
del museo y se apuntó un gran logro cuando se le incorporó una
institución con la que había sostenido abierta competencia,
la Inspección de Monumentos Arqueológicos de la
República. Todavía en 1912 celebraron los 25 años
de su imprenta y también se les incorporó la recién
creada Inspección de Edificios Históricos. Poco
después, el proceso se revirtió; a la caída
de Victoriano Huerta perdieron las dos inspecciones, y sus talleres
de imprenta y sus cátedras pasaron a la Escuela de Altos
Estudios de la Universidad Nacional. Lo que sí continuó en
aumento, y de manera considerable, fueron los acervos. Lo que se
consolidó fue
su rol de acumulador compulsivo de todo aquello clasificado como
patrimonio nacional.
A su vez, Venustiano Carranza también favoreció a
tan importante repositorio de bienes culturales. Autorizó necesarias
obras de mantenimiento y conservación que se realizaron
entre 1916 y 1920 y, por supuesto, se hizo retratar en el mismo
sitio en que años antes lo hiciera por última vez
Porfirio Díaz. No hicieron lo mismo ni Álvaro Obregón
ni su todopoderoso secretario de Educación Pública,
José Vasconcelos, lo que se convierte en un indicador del
escaso interés que para el vasconcelismo revistió no
sólo el Museo Nacional sino el sistema de museos en su
totalidad.
La fase en que el Museo Nacional fue adscrito
a la Universidad Nacional no representó una mejoría
en sus presupuestos, no le generó mayor prestigio ni le
reportó mayor autonomía o el replanteamiento o adecuación
de sus objetivos. El anquilosamiento de la Universidad, que denunció Vasconcelos
al ser nombrado rector, la persistencia de la hegemonía
positivista, no contribuyó a la modernización del
museo. Los vientos de renovación que flotaron en la Universidad
Nacional llegaron con Vasconcelos pero no les favorecieron.
Así, ante la posición marginal en
la que les colocó la administración vasconcelista,
los funcionarios e intelectuales que participaban en el Museo Nacional
concibieron una estrategia múltiple que incluyó publicaciones
que revisaban la trayectoria del prestigiado recinto y que, con
mirada retrospectiva, documentaban su importancia ya no sólo
en el campo de las ciencias, la historia y las antigüedades,
sino también en el ámbito educativo. Para ello,
destacaron un concepto que venían estructurando desde décadas
pasadas, el de la “educación objetiva”, misma
que se alcanzaba sólo a través de la experiencia
de conocer en vivo los objetos culturales, justo aquellos en los
que radica la identidad colectiva.
En septiembre de 1921, poco después que el presidente Obregón decretó, con la anuencia de la Cámara de Diputados, la creación de la SEP, Jesús Galindo y Villa, jefe del Departamento de Historia y ex director del museo, escribió:
Ninguna enseñanza es de más fructuosos resultados que la objetiva; las más arduas explicaciones, las disertaciones más luminosas, no dejan tan profunda huella como la demostración práctica que pone al visitante en aptitud de examinar la bondad de las teorías y por sí mismo analiza y estudia las relaciones que sí guardan los hechos que se le refieren. La observación propia es siempre el origen de útiles deducciones y contribuye al esclarecimiento de la verdad.(10)
De acuerdo con esta idea, ninguna clase de salón, aunque utilizara los más sofisticados materiales didácticos, podría producir en el espectador la misma experiencia sensorial e intelectual que un recorrido por el museo. Y esta “educación objetiva”, subrayaban, estaba a disposición del pueblo en su totalidad, de las masas analfabetas en proceso de redención y de los sectores con mayor capital cultural y educativo.
A pesar de los esfuerzos desplegados, la tesis del museo educador(11) no fue suficiente para atraer los intereses y, por tanto, los presupuestos estatales,(12) con lo que la institución se mantuvo en un perfil bajo, sin recursos para la necesaria actualización museográfica, la realización de sus tradicionales expediciones en busca de nuevos documentos culturales, la continuidad de sus diversas publicaciones, suspendidas desde 1914, y mucho menos para la construcción de un edifico ex profeso que albergara en condiciones adecuadas los ricos acervos que se habían acrecentado con ritmo acelerado durante los últimos años del porfiriato y los primeros de la posrevolución.
El ambicioso proyecto de museo, autorizado por el porfiriato, fue cancelado definitivamente con la política vasconcelista que no sólo no fundó ninguna nueva institución museística sino que al diseñar el surgimiento del movimiento muralista, centró su doctrina artística en un arte supuestamente público, que traducía de manera lineal el hecho que por estar colocado en los muros de edificios de propiedad estatal, automáticamente era un arte visible para las masas y que, también de manera automática, sería apreciado por ellas. Este tipo de movimiento plástico, nacido como corriente oficial destinada a ocupar un lugar hegemónico dentro de las manifestaciones artísticas nacionales, como es evidente, prescindía de un espacio definido para su exhibición.
Más aún, la mirada de Vasconcelos
no estaba en el arte o los bienes culturales mesoamericanos, aquellos
de que estaba repleto el MNAHyE, y veía con desprecio la
pasiva tarea de “quitar
la telaraña de los monumentos del pasado”;(13) al
régimen le urgía construir nuevos paradigmas de la
identidad colectiva. Como hemos visto, el argumento central era
que ningún museo patrio sería objeto de interés
especial ni gozaría de aumentos presupuestarios mientras
no se hubieran cubierto las apremiantes necesidades educativas
del “pueblo”.
III
De esta manera, si bien en el Distrito Federal
a la educación básica le fue adversa su incorporación
al ámbito municipal, a partir de la fundación de
la SEP su compleja problemática empezó a ser atendida
e inició el mejoramiento de sus condiciones
materiales, de su sistema técnico-administrativo y de la
actualización y puesta en marcha de planes y programas
operados por un poder central.
A su vez, la desaparición del Ministerio de Instrucción Pública colocó en condiciones de precariedad e inestabilidad económica al Museo de Arqueología, Historia y Etnología, institución que, si bien mantuvo su prestigio y poder —discursivo y simbólico— dentro de la comunidad de intelectuales y científicos sociales de la época, y continuó detentando una posición hegemónica dentro de las políticas culturales estructuradas por los diversos gobiernos posrevolucionarios, dado que en sus colecciones residían las claves de la identidad nacional, debió despedirse de la materialización de proyectos que lo posicionaran, de manera indiscutible, como el recinto sagrado de la “religión civil del nacionalismo mexicano”.
Con Vasconcelos se acentúo su desamparo político. La redefinición de la vocación nacional hacia la educación popular fue el fundamento sobre el que se edificó una nueva cultura oficial en la que el sistema de museos, con el Museo Nacional a la cabeza, ya no detentaba una posición central.
De nada sirvieron las publicaciones, discursos
y llamamientos públicos a las autoridades en turno por parte
de funcionarios y profesores. Reorganizar el sistema de museos
nacionales no era una de las prioridades y fue hasta 1939, al finalizar
el gobierno de Lázaro Cárdenas y a partir de la
creación del Instituto Nacional de Antropología e
Historia, que se aprobó la legislación para la fundación
del Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec. La
creación del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) fue
hasta 1946. Esto indica que la edificación
de la infraestructura para la exhibición de la historia
oficial fue anterior a la del arte.
De esta forma, las políticas públicas
del vasconcelismo afectaron de manera profunda a los museos, presentes
y futuros, ya que su dependencia con relación al Estado
era incluso mayor que la del sector educativo,(14) puesto
que los particulares, a título personal o corporativo,
se abstuvieron de incursionar en la fundación de museos
públicos. Sólo hasta la segunda mitad del siglo
XX empezaron a surgir, a cuentagotas, espacios destinados a la
exhibición pública de colecciones particulares,
administradas por fideicomisos y asociaciones de capital privado,
que compiten con los museos estatales por la calidad de sus acervos.
Es un hecho que tanto en el rubro de la educación
básica como en el museístico, contar con la participación
activa de los particulares, en tanto agentes culturales, a título
personal o en colectivo, amplió el abanico de posibilidades
educativas y culturales de los habitantes de esta ciudad. Si bien
en la legislación del ramo, sea el decreto de fundación
de la SEP o el INBA, se tuvo el cuidado
de consignar la responsabilidad estatal para el fomento y desarrollo
de estas áreas, la voluntad política para hacer cumplir
la ley ha sido, por decir lo menos, discontinua.
Notas
1. Luz Elena Galván, Los maestros y la educación
pública en México. Un estudio histórico,
México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores
en Antropología Social, Colección
Miguel Othón
de Mendizábal, 1985, p. 55.
2. Claude Fell, José Vasconcelos. Los
años del águila, México, Instituto
de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma
de México, 1989, p. 54.
3. Luz Elena Galván, op. cit., pp. 57-58.
4. Claude Fell, op. cit., p. 63.
5. Ricardo Pérez Montfort, Avatares del
nacionalismo cultural, México, Centro de Investigaciones
y Estudios Superiores en Antropología Social/Centro de Investigación
y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos,
2000, p. 40.
6. Guadalupe Lozada León, introducción
a José Vasconcelos. Hombre, educador y candidato,
México, Universidad Nacional Autónoma de México,
1998, p. L. (Biblioteca del Estudiante Universitario, 123).
7. Claude Fell, op. cit., pp. 69-71.
8. Ibid., pp. 72-73.
9. Luis Gerardo Morales, “Ojos que no tocan: la nación inmaculada”, Fractal, núm. 45, www.fractal.com.mx/F31Morales.html
10. Memorias de la Sociedad Alzate, sesión
del 1 de agosto de 1921, p. 308.
11. Véase Luis Gerardo Morales, Orígenes de la museología mexicana, México, Universidad Iberoamericana, 1994, p. 48.
12. El Museo Nacional de Arqueología,
Historia y Etnografía. 1825-1925. Reseña histórica
para la celebración de su primer centenario, México,
Talleres gráficos del MNAHyE, 1924, p. 38.
13. José Vasconcelos, “Discurso con motivo de la toma de posesión del cargo de rector de la Universidad Nacional de México (1920)”, en Discursos. 1920-1950, México, Botas, 1950, p. 7.
14. Desde su fundación hasta 1905, el
Museo Nacional dependió del Ministerio de Justicia, donde
en 1901 se creó la Subsecretaría de Instrucción
Pública; al instituirse, en mayo de 1905, el Ministerio de
Instrucción Pública y Bellas Artes, se trasladó a
esta dependencia; al desaparecer dicha institución, formó parte
del Departamento Universitario y de Bellas Artes. En 1921 se incorporó a
la recién fundada SEP.
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