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Frente a Picasso
Texto leído el 13 de octubre
de 2004, como parte del diplomado Cartografía del pensamiento
contemporáneo, organizado por 17, Instituto de Estudios
Críticos, en la Casa Refugio Citlaltépetl,
ciudad de México.
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LUIS ARGUDÍN • ARTISTA PLÁSTICO
Escuela Nacional de Artes Plásticas,
Universidad Nacional Autónoma de México
luisargudin@hotmail.com
Picasso ha sido para mí un tema no tocado, un monolito al que se le da la vuelta, un abismo en donde uno no intenta explorar profundidades. Entonces, escribir sobre este artista implica dificultades: ¿qué voy a hacer si no tengo el equipo para escalar ese peñón o bucear en ese cenote? No soy historiador de arte, especialista, conocedor de los nuevos métodos de la historiografía del arte. Soy pintor y aficionado, amateur prefiero decirlo, en todo lo demás. Sin embargo, el tema ha sido durante años como la piedrita en el zapato que no te molestas en quitar, el problema al que no te enfrentas, por eso sigue ahí presente. Confieso que por mucho tiempo no quise saber de Picasso; compraba libros de su obra para verlos de reojo, una sola vez, leyendo sólo lo indispensable, para después guardarlos muy formalitos en mis libreros de arte, diluida su influencia entre todos los demás. Y es que no se trata de cualquier otro pintor moderno, es la pintura moderna; no es un ejemplo más ante el cual un artista joven se pueda formar, es el ejemplo del pintor fértil, poderoso y sumamente exitoso. Es la supernova del arte del siglo XX, la cual cualquier asteroide que se quiera formar en relativa independencia debe evitar para no ser tragado por su monstruoso campo gravitacional. La explosión ya se apagó hace mucho tiempo, pero su luz nos sigue llegando.
Picasso encarna lo que escribió Herman
Hesse en El lobo estepario: somos multitud, manada,
debajo de nuestra apariencia de individuos civilizados. En él
lo vemos claramente, siempre va a ser más grande que cualquier
estilo, interpretación o lectura que hagamos de su
obra. Después de él vienen los pintores de una
idea, de un estilo: los conos y cilindros de Léger, las
muñecas de Bellman, la acumulación de objetos
de Fernández Arman, la geometría de Sol LeWitt,
el campo de color de los expresionistas abstractos, etcétera.
El arte consiste en encontrar una idea y seguirla hasta sus últimas
consecuencias. Pero fue Picasso quien mostró lo que era
seguir una idea. Él y Braque, como Wilbur y Orville Wright,
se lanzaron al vacío a explorar las consecuencias de las
ideas de Cézanne y la influencia del arte africano. El
cubismo analítico de los años 1909 a 1912 es la
lección más completa del desarrollo de una idea
plástica; el arte transformándose aquí en
un ejercicio intelectual de búsqueda del espacio y su
representación. No es de extrañar que la obra
de este periodo haya sido comparada con la revolución
que se llevó a cabo en la física en esos mismos
años por Einstein, Heisenberg y otros. El espacio, al
relativizarse, se volatiliza, tiempo-espacio juntos introduciendo
una nueva era abstracta, donde
la velocidad de la luz establece el tempo de la
sociedad. Marshall McLuhan lo diagnosticó cuando todavía
Picasso estaba vivo: la visualidad lineal que aprendimos a través
de la uniformidad tipográfica en la cultura del libro ha
dado paso, ya desde la mitad del siglo XX, a una cultura instantánea,
multimedia, multisensorial, en la que el punto de vista fijo del
Renacimiento cede su lugar al happening multirreferencial,
poliespacial. El sentido de la vista, primordial entrada a la cultura
Gutenberg, es sustituido por el “oído estilo home
theatre” que, por otro lado, tampoco excluye, como
lo hacía la visión, a los otros sentidos. El leitmotiv ahora
es la sinestesia, el collage de sentidos, la contigüidad
de lo disímbolo.
Ante la era de los pintores monotemáticos, Picasso descolló por su capacidad de seguir con tenacidad una idea y a la vez no perderse en ella. Sus pasiones, su familia perennemente creciendo, sus amigos, sus obsesiones, su sexualidad y el diálogo con los pintores, vivos o muertos, que le interesan son el gran tema de su obra. En una palabra, para Picasso el arte era la vida; la obra y la pintura una manera de existir, una forma de “respirar”.
A lo que me refiero es a la proverbial “inspiración” de Picasso (“yo no busco, encuentro”, decía con un dejo de retórica), a esa gracia o don divino que los privilegiados tienen para concebir sin aparente esfuerzo, sin dolor ni sudor en la frente como estamos condenados a hacerlo el resto de los mortales. A esa capacidad de encontrar sin buscar, de recibir sin forjar, de asimilar todo lo que veía, sentía, vivía en el caldero mágico de su inspiración, para después, con toda la naturalidad del proceso de respiración, expelerlo, exprimirlo, expresarlo hacia el territorio elegido de la obra. Inspirar y expirar, internar y externar, asimilar y desechar, introvertir y extrovertir en el sentido más literal de estos términos es el ritmo natural de la vida y, por lo tanto, del arte vivo. Consecuencia de esta lógica biorrítmica es otra frase célebre: “si hay algo para robar, lo robo”. Todo es alimento para la creación, todo puede ser “inspirado” para después ser expresado. Tomar, pedir prestado, robar, saquear, son juicios morales de una misma acción asimilatoria, inspiratoria. Aquí es lo mismo crear y re-crear, dibujar o pegar un papel ya impreso, modelar o juntar pedazos de objetos ya hechos o de partes que dentro del todo adquirirán sentido.
El collage, el gran invento del cubismo
analítico, era una característica natural de la personalidad de Picasso; usar lo que sirva, de dónde venga y de quién sea. “Robar” en este contexto ya no tiene sentido. Él mismo no tuvo empacho de comprarle a Gèry-Pièret, el secretario de Apollinaire, dos cabezas ibéricas de piedra robadas por aquél del Louvre. Los museos están ahí para servir, para ser usados, o si se quiere, deshuesados con fines propios. Esta actitud irreverente en Picasso es natural como la respiración y anuncia la posición del futuro (nuestro presente): la información es de todos, el original ha dejado de existir ante el embate de sus copias, la piratería ha llegado para quedarse pues no es un fenómeno pasajero, periférico o inmoral sino la huella más característica de la información libre, la world wide web (www)
está ya en la cabeza de Picasso y, desde entonces, de cualquiera de nosotros que se quiera asimilar al proceso de concentración total de la información. Desde la Biblioteca de Alejandría hasta Roma, el sistema de carreteras romano, las bibliotecas de los monasterios medievales, las universidades y las grandes urbes contemporáneas son pasos en la concentración nodal de la información que antecede a la red virtual que hoy engloba al mundo. Picasso y sus contemporáneos ya se encontraban en París con cabezas ibéricas, esculturas de Nueva Caledonia, Gabón, Mesoamérica, grabados japoneses, pinturas chinas, indias, etcétera. Lo que ha hecho la tecnología de la computación digital es amplificar y potenciar la globalización y el acceso a la información, a tal punto que la www desafía no sólo cualquier copyright, sino
también cualquier visualización que nos queramos hacer de ella, por eso es abstracta y virtual, porque existe únicamente en el momento en el que alguien la utiliza; rizomática, porque no tiene centro, control, jerarquía o dueño, y se extiende como la plaga, la hierba, las enredaderas o las nuevas ideas. Como de hecho se extendió el cubismo, de Picasso y Braque a Juan Gris, Léger, Metzinger, Ozenfant, Rivera y de ahí al mundo entero, como cualquier virus. El cubismo fue el virus perfecto de la nueva época: impersonal (por eso puede ser asimilado por cualquiera), metódico (su aplicación es sencilla e infinita), abierto (hoy diríamos fractal), multimedia (con el collage se
abren las puertas a pegar todo con todo, y de ahí a los saltos entre un medio y otro, pintura y escultura y objeto y evento). McLuhan decía que sólo se puede ver la cara de una época una vez que ésta ya ha pasado. La era cubista,
como la llamó Douglas Cooper, ha quedado en el pasado y, sin embargo, por eso mismo ahora podemos ver claramente que abrió las puertas al momento actual, que de alguna manera no ha terminado y que la cola del collage sigue
activa juntando todos nuestros sentidos, todos los mensajes,
todos los medios tecnológicos y todas las ideas en todas las geografías posibles, formando un gran collage global: the world wild web,
alcanzándonos a todos con su dominio frankeinsteiniano.
Siguiendo con la metáfora, podríamos decir que la obra de Picasso, en sí misma, conforma una wide wild web a la que puede entrarse de muchísimas maneras y donde una dirección nunca llegará a ser un recorrido troncal, principal; que siempre habrá otros recorridos alternos tan importantes o más que el escogido. Y esto lo digo después de referirme al collage y al cubismo analítico
porque por mucho tiempo se interpretó a Picasso como a un pintor que hizo su contribución al arte moderno en los años en que surgieron estas corrientes, y posiblemente en algunos momentos del cubismo sintético, pero que posteriormente a ese periodo su importancia era meramente anecdótica, con una obra que se aferraba a la representación figurativa en tiempos del arte abstracto, biográfica y erótica, tercamente personal cuando el arte se convirtió en programático, metódico y conceptual; un anacronismo, pues. Quiero enfatizar esta palabra, “anacronismo”, pues implica que hay un movimiento progresivo de la locomotora del arte y que una vez que te dejó el tren, paradójicamente, “te llevó el tren”. Picasso por bastante tiempo fue el conductor de la locomotora modernista. Un maquinista lapidario que, por ejemplo, condenó a
Bonnard con la peor de las fallas: el no ser un pintor moderno,
y en cambio dispensaba favores y prebendas, como lo hizo con Wifredo
Lam; en una palabra, el zar del arte moderno. Pero si el modernismo
comenzó en París, fueron los estadounidenses los que lo tomaron como herencia directa. Estados Unidos es el país “moderno” por excelencia, la vanguardia de los cambios en el arte, la sociedad y la tecnología. Desde su fundación en 1929, el Museo de Arte Moderno de Nueva York ha funcionado como el heredero y juez calificador de la tradición modernista. Ahí, en el santuario más sagrado del arte moderno, Picasso ha tenido cuatro grandes exposiciones individuales: en 1940, 1962, 1972 y la gran retrospectiva de 1980; además de la exposición inaugural del museo, que se llamó La pintura en París, de 1929, y otra titulada El cubismo y el arte abstracto, de 1936, donde Picasso era la figura principal. Pero si bien su papel como padre del arte moderno nunca se opacó, llegó un momento en que él mismo no entró ya en la horma del movimiento del futuro. Cuando los expresionistas abstractos buscaron una pureza pictórica casi espiritual, su obra parecía subjetiva y personalista. Cuando comenzó la revuelta del pop, se le veía demasiado serio, o con una sinceridad ingenua. Los jóvenes tomaron el cinismo pesimista de Duchamp como bandera y se olvidaron de dialogar con la pintura. Es más, la pintura que él a través del collage había ayudado a desbancar, parecía desaparecer de los intereses de los jóvenes. Del collage al multimedia no hay más que un paso; él lo dio pero después regresó, igual que con las abstracciones del cubismo analítico que no lo llevaron a niveles mayores de síntesis o abstracción, como en el caso de Mondrian, sino al cubismo sintético salpicado de perfiles neoclásicos y referencias mitológicas, eróticas, todas siempre muy personales. Picasso siempre se regresó, ¿a dónde, podríamos preguntar? A sí mismo, a su vida, sus amores, sus mujeres, sus héroes dentro de la historia del arte.
Obstinadamente, y como se diría en inglés, singlehanded,
esto es, con la fuerza de su sola mano, su mano de pintor obsesionado
por la pintura, ha mantenido una posición única en la historia del arte; la del último pintor de la gran tradición de la pintura occidental. Un artista que cree que el río de la pintura es un Amazonas suficientemente ancho para abarcar, contener y representar todas las pulsiones de la vida.
Que quede claro que lo anterior no es una crítica
de mi parte a Picasso, sino lo contrario. Veo ahora su posición
como una alternativa clara y viable de la defensa del arte como
depositario de la vida del artista ante los excesos de las ideologías,
sean éstas modernistas, posmodernistas, dadás, minimalistas,
mercantilistas o conceptualistas y demás extremismos
del pensamiento estalinista del arte. Con todo y que Picasso
se afilió al Partido Comunista después de la segunda
Guerra Mundial, también del comunismo se regresó:
a él mismo y a su pintura. Este “regreso”,
que en su tiempo fue criticado, hoy lo vemos como una cualidad,
la fidelidad a sí mismo, que no tuvo Sartre, quien
tercamente se aferró al partido. Siguiendo la bandera
de Picasso (su entrega total a la pintura), y no la de Sartre
(la entrega a la ideología) o la de Duchamp (su retiro
a un mutismo oracular), he llegado a creer que la vida es y será siempre
mucho más ancha que cualquier pensamiento, cualquier programa
o proyecto, estilo o dirección consciente. La pintura,
como la vida, es irracional pero sin necesitar el programa nihilista
del Dadá; es incoherente como un desnudo de Picasso y sin embargo
el todo es bello aunque incomprensible, la comprensión
naciendo de la aceptación. Creo que es preferible pintar
que dejar de pintar y dedicarse a jugar ajedrez, que la necesidad “respiratoria” de
la pintura vence cualquier duda hegeliana de la muerte de la
pintura y, finalmente, que la obra trabajada a lo largo de una
vida podrá tener sus incoherencias, sus irracionalismos,
sus saltos cubistas, pero que la belleza y relevancia del conjunto
no dependen de nuestra conciencia, de la perfección
que se sujeta a un criterio o a una disciplina programática,
o de la contribución al dios impersonal de la Historia
del Arte. Picasso nos muestra una entrega, él
se da a la pintura y ésta le regresa la vida, la longevidad
y una fama legendaria e inalcanzable. No obstante, la soledad
y la incomprensión plagaron su vejez. La obra que hace
en los últimos veinte años de su vida fue considerada
por mucho tiempo una curiosidad desprovista de la grandeza y
acierto de su juventud y madurez; trabajos menores de un pintor “mayor”.
Sin embargo, la exposición que organizó la Tate
Gallery de Londres, Late Picasso, de la obra de 1953
a 1972, mostró a un pintor que se rebela contra la vejez,
la impotencia sexual y la muerte de los deseos y los placeres
de la carne y la visión. Ante el fin, la “obra”,
como el trabajo que permite la respiración vital, se yergue
como la única respuesta, una contestación prometeica,
heroica ante la sombra de lo inevitable. En la obra de vejez
el memento mori se abraza como un cuerpo deseado, la
muerte es la presencia abierta de una vagina omnívora
que se muestra pero es inalcanzable, hasta que finalmente ella
sea la que nos alcance. La impotencia sexual del pintor le permite,
paradójicamente, el poder de la pintura, donde se transforma
en símbolo de nuestra impotencia ante la muerte y el
destino, metáfora de la situación de la humanidad toda,
y donde el poder de atracción que la vagina tiene
para el pintor anciano se transmuta en la magia visual que la
pintura sigue ejerciendo sobre él y sobre nosotros.
Y es del poder de la pintura de lo que me resta hablar, tomando a Picasso como mi bandera. Como confesé al principio, no soy un especialista que pueda pertrecharse detrás de su conocimiento, soy un pintor que inevitablemente se refiere a su experiencia y su relación con la estrella polar de la pintura del siglo XX. Creo que eso es lo más interesante de este ejercicio, ya que no voy a decir nada nuevo ni me interesa transmitir datos, fechas o descripciones de la vida o la carrera del artista. Para eso están los treinta y tres volúmenes que registran su obra por Cristian Zervos y el universo bibliográfico que crece alrededor de su potente campo gravitatorio. En mi caso, comencé como pintor en una escuela de arte en Londres, pintando superficies planas esgrafiadas y manchadas bajo la influencia de Tàpies. Mi metáfora de trabajo de la superficie plana sobre la que pintaba era un muro. La ventana renacentista había sido “tapiada” y sobre esta “tapia” había que pintar. Pero después de un tiempo el cuadro como muro me empezó a cansar, y para romperlo utilicé los cortes espaciales del cubismo. Es un estilo que anhela lo escultórico, que promueve lo tridimensional mediante tajos de luces y sombras, por eso Picasso naturalmente derivó de la pintura a la escultura, pues ese era el camino que dictaba el método cubista. Para mí fue distinto, ya que de la pintura sobre la superficie plana que asume su bidimensionalidad pasé a marcar la superficie con cortes cubistas que rompieron, metafóricamente, la “tapia” original. Al fragmentar la superficie pictórica fui encontrando espacios para pintar los objetos de mi taller, como si aparecieran en nichos figurados, virtuales. Poco a poco los objetos fueron ganando peso hasta que la estructura cubista cedió ante el embate del crecimiento de estos nichos de espacialidad ilusionista. Fue así como de la “tapia” abstracta de mi primera etapa derivé en una pintura de “naturalezas muertas” cubistas. El cubismo analítico de 1907 a 1912 consiste casi exclusivamente de bodegones, pues la deconstrucción espacial de los objetos pide motivos neutrales para explorar la articulación entre las cosas y el espacio que las rodea, las habita y las construye. Picasso y Braque, utilizando la naturaleza muerta, pasaron de lo figurativo de su obra anterior a la abstracción del cubismo analítico; yo, en cambio, comienzo en la abstracción del cuadro-muro y derivo, a través de los cortes del cubismo, en la creación de nichos espaciales donde los objetos piden habitar. Hoy en día mis cuadros han perdido ya los cortes del cubismo, aunque el que mire bien podrá encontrar vestigios de irrealidades e incoherencias espaciales, sintomáticos de estos cortes.
Los “cortes” que caracterizan al cubismo pueden ilustrarse con el cambio que se da entre la vista desde una posición a otra, como la variante que se presenta entre la visión del ojo izquierdo y el derecho, salto que el cerebro difumina y cuyo resultado es la visión estereoscópica. Pero el salto en el espacio implica un salto paralelo en el tiempo. Una imagen se funde con la siguiente si se suceden con suficiente velocidad. El cine, que es el arte de nuestro tiempo según Walter Benjamin, usa dieciocho cuadros por segundo para lograr una fusión de los cortes entre una imagen y la que sigue. La fluidez en el movimiento del producto final es el resultado de la velocidad en la secuencia de imágenes. La pintura, en cambio, es un arte que implica tiempo para su elaboración y su contemplación, pero que se nos presenta en una sola exposición. La imagen se encuentra allí, frente a nosotros, completa y total para ser examinada. A diferencia del cine o la lectura, no nos lleva de la mano en una progresión lineal, temporal, secuencial. Como si en el cine camináramos dentro de un laberinto, descubriéndolo poco a poco, mientras que la pintura ve el laberinto desde arriba, todo en un golpe de vista que después, con tiempo, podemos analizar.
Para que la pintura refiera al movimiento tiene
que desplegar las secuencias en un solo momento, como el Desnudo
bajando la escalera de
Duchamp, la pintura de Boccioni o Balla, o las imágenes
fotográficas que, al dejar el obturador abierto un tiempo
suficientemente largo, registran el movimiento como secuencias
de imágenes en una sola. Aquí una mano en movimiento
son muchas manos, y lo mismo sucedería si un mismo objeto
fuera visto desde varios ángulos. En el primer caso el
movimiento está en el objeto observado, en el segundo
en el observador, pero en ambos se registra como una serie de “cortes” o “saltos”.
En el cubismo analítico del periodo de 1907 a 1912, estos “cortes” parecen
tragarse al objeto para dar la impresión de que la imagen
es abstracta, aunque este no sea el caso pues siempre permanece
el ancla del objeto referencial. La lógica que el cubismo
analítico no haya desembocado en una abstracción
total obedece a que el movimiento sin un objeto que se mueva
es incomprensible y, en última instancia, se pierde la
noción de movimiento, como en Mondrian. Ahora bien, el
movimiento que los “cortes” anuncian puede ser del
objeto observado como del ojo del observador, pero también
de la intención o búsqueda que guía al
artista. Así, un dibujo corregido, una línea que
se repite una y otra vez tratando de cumplir una idea anuncia
también un movimiento, el de la mente inconforme. En
Picasso estos tres movimientos están siempre a la vista.
Una de las características de su obra es que no trata
de difuminar, borrar, esconder o fundir los “cortes” en
el movimiento de su mente, siempre nos deja la huella de sus
pasos, la ruta de su progresión. Sus cambios de ánimo
son legendarios, una imagen comienza como un pez, se convierte
en un gallo y termina como un paisaje; un cuadro de un desnudo
cambia tanto de postura como una modelo inquieta, y el cuadro
se convierte en la bitácora de estos cambios, del movimiento
en la mente.
Esta es la lección de Picasso más
extendida en el arte contemporáneo. El tachón,
el borrón, el cambio de dirección, el error, la
incoherencia, el “corte” tiene por sí mismo
un valor testimonial, es una marca en el camino tomado y, por
lo tanto, una ruta de acceso para el que la contempla. En una
entrevista reciente, el escritor Xavier Velasco, autor de Diablo
Guardián, dice que él escribe a mano,
con pluma, porque le interesa que el manuscrito revele las zonas
de dificultad, las partes donde la mente se atoró y tuvo
que tachar o cancelar una frase o una palabra. Su manuscrito
le sirve como bitácora de lo sucedido durante la creación.
En cambio, en la computadora todos los errores, las dudas, los “cortes” se
difuminan, se funden y desaparecen ante las impecables correcciones
virtuales. Claro que en la novela pedimos que la trama
nos lleve fluidamente de una escena a otra y los tachones y cambios
del manuscrito final nos distraerían de ese propósito,
pero en la pintura, donde no hay guión y el tiempo lo
maneja el espectador como le parezca, ese manuscrito es visualmente
más rico y revelador que la página editada de
una publicación.
El pintor contemporáneo que más coherentemente ha seguido la lección de Picasso ha sido David Hockney, primordialmente a través de la fotografía. Encontró que las fotografías Polaroid servían como el registro de la imagen en un tiempo y lugar específicos. Utilizando una gran cantidad de ellas para construir una imagen el ojo podía moverse de posición para explorar al objeto de la misma manera en que lo hacía el cubismo analítico. El ojo en movimiento revelaba que los objetos no son necesariamente como la ventana renacentista nos había hecho creer. El ojo nunca está estático para construir una imagen, los “movimientos oculares rápidos” (REM, por sus siglas en inglés) estructuran la imagen en un proceso de escaneo que nunca se queda quieto, y si lo hace la imagen desaparece. Si nuestros ojos nunca están inmóviles, el mundo tampoco y nuestra mente menos, el resultado de cualquier representación que hagamos del mundo necesariamente será borrosa, incoherente e incompleta. Por eso el arte renacentista, como el arte griego en el que se inspira, fue idealista, neoplatónico e irreal, como el Topos Uranos en el que Platón decía que habitaban las Formas. La fotografía, como heredera de la tradición ilusionista del Renacimiento, parecía continuar esta fe ciega en la realidad de sus representaciones, hasta que ahora, en la era digital, se ha tornado obvio que todo es una construcción binaria de números digitales, información procesada por un cerebro en imágenes, como en la Matrix de la neovisión. Ante la ingenuidad que hemos heredado de tomar a la fotografía como real, Hockney usa la Polaroid para mostrar que el mundo es de la forma que tome el movimiento del ojo y la intención del sujeto. En el retrato que le hace su amigo Ronald Kitaj, titulado el Neo Cubista, se ven también los “cortes” y saltos que marcan el estilo de Kitaj y que Hockney recupera en la discontinuidad del collage fotográfico.
Ya no hay una realidad estable en la cual
confiar, un dios que la sostenga o un rey que la encarne y nos
muestre el camino. La realidad subjetiva, rizomática
y virtual en la que vivimos, se objetiva, también virtualmente,
en la red global que nos abarca y nos embarca en un camino laberíntico
a un futuro oscuro, por inimaginable y amenazante, por desconocido
y vertiginoso. Ante el mutismo de los oráculos tecnológicos
necesitamos las luces del pasado, los ejemplos de vida que nos
permitan enfrentar al diluvio tecnológico que se nos viene.
De éstas, la supernova Picasso nos sigue afectando con
su luz. Su camino, con todos sus vericuetos, es ejemplo rizomático
de vida plena, más allá de cualquier idea que
la contenga o programa que la encauce. Sólo la vida misma
y sus pulsiones la rigen, sus pasiones, sus deseos, su voluntad
de trabajo y creación. El cubismo analítico fue
su gran contribución al arte y a la cultura, pero la obra
en su conjunto, trabajada a lo largo de sus noventaiún
años
de existencia, es el ejemplo total de una vida que resonó con
la pasión de la pintura y que transformó, como
Midas, todo lo que tocó en arte, en picassos. El rey ha
muerto, larga vida al rey.
San Miguel Xicalco, 11 de octubre de 2004.
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