Á G O R A • • • • • •
 


Imagen 1. Francis Bacon
Estudio de cabeza de
Isabel Rawsthorne •
1967.

 


La manifestación pictórica del afecto.
Notas sobre la construcción del autorretrato en Francis Bacon

 

¿Qué vemos en el rostro autorretratado de Bacon? El autor del siguiente texto enuncia algunas respuestas: "los afectos poseen la propiedad de poder ser transmitidos, pues en su sentido etimológico el afecto señala la disposición a ejecutar o recibir, la inclinación hacia alguien o algo y con ello se refuerza la transitividad de la acción [...] en la mayor parte de los autorretratos del pintor los ojos aparecen cerrados, como cuando uno presiente un golpe próximo y en vez de abrirlos como reacción colérica, los cierra en señal de protección, sometimiento o aceptación".

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IVÁN RUIZSEMIOTISTA
Investigador de tiempo completo,
Programa de Semiótica y Estudios de la Significación,
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México
soldadero@gmail.com




Introducción(1)

Durante el tiempo en que la pintura de Francis Bacon (1909-1992) ocupó el interés privilegiado de mi reflexión teórica sobre la imagen, uno de los aspectos que más me inquietó fue entender por qué sus cuadros se encuentran cubiertos por un vidrio que se sujeta a un marco imponente, esto por elección del propio artista. Aunque transparente, este vidrio vela la tela pintada y necesariamente modifica la percepción visual, es decir, el vidrio sí interfiere en la descripción, comprensión e interpretación de su pintura, pues integrándose como un elemento formal de la obra se antepone al ojo del observador como una barrera, un velo o una cortina que protege la materia pictórica, restringe la visión, impone posiciones de observación e incluso, como lo hizo notar David Sylvester,(2) puede llegar a entorpecer o a deformar la percepción misma a través del reflejo accidental de los muebles y de otras pinturas que se encuentran en una sala de exposición y que se hacen presentes en el acto frontal de percepción. En los años setenta del siglo pasado, Bacon justificó la presencia de estos vidrios como un elemento de control espacial en términos de posición: “me gusta la distancia que crea el cristal entre el cuadro y el observador; me gusta, en realidad, que el objeto esté lo más distanciado posible”.(3) Más de veinte años después, en los meses previos a su muerte y ahora entrevistado por Michel Archimbaud, el pintor explica con mayor detalle la aparición de estos vidrios y también de los lujosos marcos que circunscriben su pintura: “hay una moda actual por no enmarcar las pinturas, pero si recordamos lo que es la pintura siento que esto es un error. El marco es artificial y eso es precisamente por lo que está ahí; para reforzar la naturaleza artificial de la pintura. Entre más artificialidad de la pintura aparezca, mejor y mayor oportunidad tiene la pintura de trabajar o de mostrar algo”.(4)

La justificación del pintor se inscribe o por lo menos evoca una cualidad del estilo manierista: abandonadas las formas objetivas de la perspectiva matemática del Renacimiento, y como movimiento de transición hacia uno de los temas favoritos del barroco (el arte como expresión del desengaño espiritual), el manierismo exalta la subjetividad, lo caprichoso, lo bizarro, lo extravagante, lo estilizado y lo artificial como cualidades intrínsecas del hacer artístico.(5) Según Bacon, el marco y el vidrio cumplen la función de reforzar el carácter “manierista” de la pintura: artificial en términos de un objeto de ornamentación y, agrego, artificial también en el sentido de artificio: como la habilidad para mostrar el proceso técnico de ejecución. El vidrio, entonces, cumple una doble función: hacia el exterior, junto con el marco, muestra a la pintura como un objeto de ornato y refuerza la idea de que éste debe ser contemplado desde la lejanía: mirado de lejos, este objeto fabrica un efecto de sentido global que se impone frente al sujeto; hacia el interior, en cambio, el vidrio protege y vela el resultado de un proceso técnico de ejecución: la constitución de la superficie pictórica en la cual se inscriben las huellas de la mano, del pincel o de la brocha. Por lo tanto, el vidrio modifica completamente la percepción de la pintura de Bacon pues se sitúa como el punto medio, la puerta de acceso que se puede abrir para mostrar el mecanismo interno de la composición (como cuando el relojero abre la carátula de un reloj), o bien, que puede permanecer cerrada a través de su sutil transparencia y con ello desviar la atención hacia los elementos de decoración.

Me parece que el desafío que impone este vidrio radica precisamente en considerarlo como un elemento de frontera de la percepción visual que intermedia el conocimiento que puede proporcionar la obra de arte. Si éste se retira, la pintura estalla, salpica, se disuelve la materialidad pictórica; si éste se conserva, la densidad de la materia se unifica en la superficie.(6) La participación del vidrio es radical y quizá este elemento pueda revelar algo distinto con respecto a un juicio de valor común en la obra de Bacon: en diferentes ocasiones él manifestó su sorpresa ante las reacciones del público y de los críticos de arte; dijo con respecto a los segundos: “ellos siempre han insistido en esa vertiente del horror. Pero yo no la percibo especialmente en mi obra. Nunca pretendí provocar horror”,(7) y también: “siempre me sorprendo cuando la gente habla de violencia en mi trabajo. No la encuentro del todo en mí mismo. No sé por qué la gente piensa eso. Nunca busco la violencia”.(8)

A partir de estas declaraciones, me pregunto si quien advierte el horror o la violencia en la pintura de Bacon¿observa a través del vidrio o lo elimina de su campo de percepción?(9) Y si, según su propia declaración, el pintor no reconoce el horror en sí mismo, ¿cómo observa su obra y cómo se observa él mismo en tanto sujeto pasional en su pintura: a través del vidrio o sin él? Reformulo estas consideraciones en dos preguntas más abarcadoras para dar inicio a mi exposición: ¿qué tanto protege este vidrio los afectos del pintor en los términos de una operación de transferencia del cuerpo vivido a la superficie pictórica? Si el vidrio es la puerta de acceso a la pintura, el punto medio en una aprehensión perceptual, ¿hasta dónde deja ver el vidrio la ejecución de la técnica, es decir, qué se alcanza a distinguir del pintor, de su oficio, a través de este vidrio?

 

La constitución de la superficie pictórica

Si consideramos al vidrio como un elemento formal es porque éste se integra a la pintura y crea una unidad a partir de su reunión con el lienzo que cubre; un lienzo que es utilizado por el reverso para aprovechar las propiedades textiles del lino: la rugosidad, la opacidad y la aspereza. Vidrio y lienzo forman, por lo tanto, la cara de la pintura, el aspecto externo que se ofrece como dato inmediato a la percepción; en tal medida, la unidad que crean a través de su reunión es la de una superficie: una extensión bidimensional que provoca un efecto de tridimensionalidad. Al superponerse el vidrio al lienzo, esta superficie adquiere una profundidad distinta a aquella lograda por una construcción geométrica. El vidrio sobre el lienzo no se basa en un sistema de perspectiva artificial,(10) sino más bien en una yuxtaposición, coordinación o fusión de efectos ópticos con efectos vítreos que produce un espesor, una cierta viscosidad visual que detiene y enmaraña al ojo que intenta penetrar en ella: por ejemplo, el reflejo que produce el vidrio sobre la visión si bien ocasiona un punto de destello hacia el exterior (el deslumbramiento), hacia el interior se adhiere a la concentración de la pasta en la tela y crea esta especie de viscosidad visual.(11)

De acuerdo con esto, un primer intento de definición de superficie pictórica es el siguiente: unidad de producción de efectos ópticos en la cual elementos pictóricos se coordinan o se yuxtaponen con efectos lumínicos y vítreos (semitransparencia, difusión de formas, vidriosidad, refracción...), para dar lugar así a una barrera o a una muralla de luz. Cito las palabras de otro pintor que no es Bacon, para explicar cómo la superficie deviene muralla de luz: “Cuando usted quiere mirar hacia dentro de mis cuadros siempre se encontrará con un muro que le impide pasar, que la detendrá con el fulgor de su luz, pero en el fondo hay un plano negro, es el miedo”.(12) Esta declaración, de Günther Gerzso, fue reelaborada por Rita Eder para evidenciar uno de los desafíos en la comprensión del arte moderno: regida por una impecable construcción formal (por un “formalismo óptico”),(13) la pintura moderna interioriza sus procesos de significación a tal grado que una interpretación formal depende en gran medida de la destreza y de la sensibilidad de quien observa la pintura. El observador debe aprender a traspasar esa superficie que se impone ante la vista como “el esplendor de una muralla”.(14)

Esta primera definición de la superficie como una muralla de luz que concentra efectos pictóricos, lumínicos y vítreos corresponde a un proceso de percepción que pone el acento en el objeto entendido como una totalidad significante: un objeto que se impone al sujeto de la percepción. Pero también es necesario desarticular esa totalidad y desplazar el punto de vista al proceso interno de constitución de la superficie. Bajo este enfoque, la primera observación, quizá fundamental, es la siguiente: la superficie es el lugar de trabajo del pintor; en ella se incorpora en el lienzo a través de una labor reflexiva, manual y corporal. Entramos a un terreno de constitución y de aprehensión frágil, pues la superficie es considerada como el lugar de inscripción de un sujeto empírico (el sujeto de “carne y hueso”, Francis Bacon) y, a su vez, de transformación de este cuerpo en pintura a través de las marcas pictóricas. Trataré de explicarlo mejor: la superficie recoge las huellas de la ejecución manual del artista, las absorbe a través de un acto de incorporación y a partir de ellas elabora otro cuerpo distinto al del artista pero a la vez ligado a él únicamente por las inscripciones manuales.(15)

La superficie se transforma entonces en un registro del paso de un universo de sentido (el mundo natural) a otro que se construye a partir de los hechos pictóricos que ahí toman forma, es decir, la superficie se transforma en pictórica en virtud de lo que en ella se deposita: la pasta, el óleo, la materia manipulada por la mano del pintor que se vierte sobre la tela en el acto de inscripción. Pensamos entonces que la incorporación del pintor en la superficie condensa un relato particular que puede descomponerse, estructuralmente, en las siguientes secuencias: el pintor prepara la tela, la monta en el bastidor, combina los colores en la paleta, se sitúa frente al lienzo, lo contempla y trabaja sobre, alrededor y dentro de él.

Entonces, gracias al trabajo del cuerpo sobre la tela, a sus rodeos y merodeos, lo que sólo era material técnico (tubos de óleo, bastidor de madera, tela de lino...) se funde en el lienzo y da lugar a la superficie. Ésta, por su propia condición textil, absorbe y transforma estas acciones manuales y corporales en pintura. A partir de esta descripción, una segunda definición de superficie es posible y para ello recurro a Pere Salabert: la superficie pictórica es condición de referencia, origen y centro del sentido artístico;(16) la superficie condensa un antes, un durante y un después de pintar, es decir, una puesta en reflexión, pero también una puesta en ejecución de la pintura. En la superficie, el pintor pone a prueba su condición de artista en tanto productor de significación y es la superficie la que se impone al pintor, no al revés. En el estudio que Gilles Deleuze dedica a la pintura de Bacon, el filósofo afirma de manera tajante que es un error creer que el pintor está ante una superficie blanca; en estado virtual, el lienzo ya está lleno de imágenes, de datos, de ideas. El pintor no rellena una superficie blanca con datos del mundo exterior, más bien “pinta sobre imágenes que están ya ahí, para producir un lienzo cuyo funcionamiento va a invertir las relaciones del modelo y de la copia”.(17)

Si esto es así, la prueba, el verdadero desafío del pintor se encuentra en la tela blanca que por su obrar se transformará en superficie pictórica. Y este obrar es tanto manual/corporal como reflexivo, pues el pintor no deja de estar en el lienzo incluso cuando está fuera de él o cuando ya ha dejado de pintar. Al respecto, son interesantes las declaraciones que ofrece Balthus de su propia experiencia como pintor; aunque su pintura se opone drásticamente a la de Bacon, ambos comparten una mirada semejante sobre el proceso de constitución de la superficie pictórica. En sus Memorias, Balthus explica cómo se establece la relación entre su cuerpo y el lienzo; cito de este pintor polaco: “Gracias a Bonnard o a Maurice Denis aprendí que la pintura era un arte de la paciencia, una larga historia con el lienzo, un compromiso con él; aquí, en la Rossinière, en mi estudio, me basta con meditar delante del cuadro sin terminar, pasar la mano, añadir una simple pincelada para que me sienta satisfecho del avance, del progreso del lienzo”.(18)

Volviendo a nuestra pregunta por el vidrio y por la tela, podemos decir entonces que ver a través del vidrio una pintura de Bacon puede mostrar, sí, el esplendor y la consistencia de la superficie; unidad compuesta por efectos ópticos, lumínicos y vítreos que pueden hacer de la pintura un objeto de ornato. Pero también, el vidrio se funde con la tela para proteger la fragilidad de la superficie; una superficie que se ha constituido por tropiezos, dubitaciones e incisiones violentas o serenas de la mano y del cuerpo del pintor. Para sintetizar, la superficie es el centro de referencia pues en ella se vierte la pasta, se advierte la marca manual y se hace presente el cuerpo del pintor hecho pintura. La pasta, la “materia misma de la pintura”, como afirma Balthus, “hace que el mundo sea algo presente y vivo”(19) y, como todo componente pictórico, requiere de un estudio preciso. Qué mejor lugar que la superficie pictórica donde la pasta relumbra para indagar a Bacon en su complejidad afectiva, sensible, pero además inteligible. La superficie pictórica es el lugar de emergencia del cuerpo del pintor y en ella no sólo pone a prueba su condición de artista (en tanto ejecuta y aspira a crear un estilo pictórico) sino también su condición humana. En la superficie se construye una representación del cuerpo y de las afecciones de ese cuerpo: la pasta se escurre, se accidenta, se disuelve, pero también coagula en la tela. Michel Leiris afirmó que aquello que salta a la vista en la pintura de Bacon es que la obra conlleva las marcas de su acción un poco como una persona en cuya carne se conservan las cicatrices de un accidente o de una agresión.(20) Es en ese espacio de cicatrización, por lo tanto, donde quien aspira a un cierto rigor analítico debe centrar la atención,(21) pues ahí se manifiesta el afecto y las afecciones del pintor a través de las marcas propiamente pictóricas, y son esas pinceladas, esos brochazos, esas cicatrices, los rastros del cuerpo del pintor, de su autorretrato; por lo menos, esto último intentaré explicar a continuación.

 

La mano sobre el lienzo

Podríamos agrupar diferentes acciones que ejecuta la mano de Bacon sobre el lienzo: pintar, arrojar, embadurnar, frotar, fregar y cepillar el óleo sobre la tela; incluso, en algunas pinturas como el Estudio de cabeza de Isabel Rawsthorne, de 1967 (imagen 1), un chorro de esta pasta aparece salpicada sobre una zona previamente cepillada y frotada. Desde el punto de vista del proceso, estas acciones señalan el momento justo de incorporación del cuerpo del pintor en la tela: cuando la mano pone en contacto al cuerpo sintiente con el lienzo a través de la pasta al óleo. Por lo tanto, lo que pone en contacto, lo que pone en comunicación al cuerpo con la tela a través del tacto, es la pasta, la pintura al óleo; en ella está la clave del pasaje. Bacon habló en diversas entrevistas sobre la maleabilidad de este pigmento y especialmente de los cambios inesperados que produce sobre el lienzo cuando se ejecuta el golpe del pincel o bien la acción directa de arrojarlo con la mano. Al chocar la pasta, ésta se expande sobre la tela en formas inesperadas que paulatinamente se irán absorbiendo en el tejido; sin embargo, previo a este proceso de secado, nuevamente aparece la mano frenética del pintor para remover la pasta con diferentes utensilios: pincel, brochas gordas, cepillos, escobillas, esponjas, trapos... Si hay violencia en este proceso, ésta toma forma únicamente a través de la manipulación manual que raspa, que barre la tela, que altera el espesor de la pasta misma, creando zonas pictóricas más gruesas, más densas y más definidas que otras.

En Tres estudios para un retrato de Peter Beard, de 1975 (imagen 2), se advierten diferentes acciones manuales; señalo por lo menos tres: un gran brochazo en el panel central, una absorción tenue con una esponja en los labios de la figura del panel derecho, y una aplicación mínima de color naranja en el panel izquierdo que pudo haberse hecho con un trapo o también con una esponja.

En el estudio antes citado de Deleuze, el filósofo opone en la pintura de Bacon una violencia de lo representado (es decir, una representación temática) a una violencia de la sensación que opera directamente en el sistema nervioso.(22) Es como si la mano del pintor transportara las afecciones de su propio cuerpo en su trabajo sobre el lienzo, como si en la pasta y en su manipulación manual se hiciera presente el cuerpo sufriente o el cuerpo en conflicto, el cuerpo que no alcanza a formarse y a reconocerse como tal. El gesto casi animal de esa mano que friega la tela, que barre y deforma con su hacer a la figura, produce una transferencia de fuerzas; por un lado está la fuerza del gesto de la mano del pintor, la que arroja, avienta, lanza la garra; por otro, está la fuerza que se forma en el lienzo mismo a través de este registro manual.

En efecto, la tela absorbe el gesto violento y lo transforma en pintura; la superficie pictórica contiene el resultado de este proceso de incorporación y exhibe únicamente las cicatrices, no las heridas,(23) es decir, la pasta seca, impregnada al lienzo, y no la pintura fresca. Sin embargo, al estar frente a un rostro pintado de Bacon, como el de Peter Beard, el de George Dyer o el de él mismo, las cicatrices vistas a través del cristal hacen presente a las heridas; los efectos vítreos se fusionan en la pasta ya seca para crear así un complejo efecto visual que evoca un desmembramiento o un despellejamiento facial y corporal. Al ver este despellejamiento, esta ostentación de la carne en la que cohabita un rasgo de bestialidad, no se puede dejar de pensar en el trabajo de la mano sobre el lienzo como una operación de transferencia del cuerpo vivido a la superficie pictórica. Pero este cuerpo, como la mano que es su elemento clave para la operación, no pertenece exactamente ni a un hombre ni a un animal; puede ser la mano del pintor pero también la garra de una bestia. Las huellas que absorbe el lienzo y que transforma en marcas pictóricas son rastros de un desequilibrio manual pero fundamentalmente corporal. Así se explica que, al ver un rostro pintado a través del cristal, el rostro se forme a partir de diferentes posibilidades ópticas: un cuerpo que quiso ser cuerpo y se disolvió en el proceso, o bien, un cuerpo que sufre el drama de su descomposición orgánica. Estas posibilidades ópticas que se inscriben en la superficie como marcas pictóricas de desequilibrio, son las que finalmente nos permitirán acercarnos al autorretrato del pintor.

 

Frotar y cepillar: las afecciones del pintor

En Tres estudios para un autorretrato, de 1976 (imagen 3), el peso manual se hace presente a través de los efectos pictóricos de borradura, hinchazón y mutación del rostro; incluso, en el panel derecho y en el panel central, esta mutación comienza como un hueco, una perforación, que se termina tragando buena parte de la cara en el panel izquierdo. Deleuze señala que el rostro participa de una deformación estática; el rostro está ahí como objeto de contemplación de acciones fundamentalmente agresivas, que se ejercen a través de la mano del pintor y que se exhiben mediante los efectos pictóricos. En otro tríptico titulado de la misma manera pero pintado dos años antes —Tres estudios para un autorretrato, de 1974 (imagen 4)— estos efectos se concentran en un masaje facial, como si la piel fuera una masa flexible que se adecua a un rodillo o al movimiento circular de las manos: el rostro se frota, se masajea, y hace evidente zonas de indiscernibilidad pictórica donde la pasta apenas alcanza a concretar la figura del rostro, donde el espesor del óleo se resiste a dar forma pictórica definida. Sin embargo, estas zonas de alta concentración matérica están ahí incrustadas y absorbidas por la tela. El rostro se transforma en receptáculo de la destreza manual y en espectáculo de la condición humanoide de la figura. Si bien hay un marcado acento por no concretar en términos icónicos a las figuras en la pintura de Bacon, es en el rostro en primer plano donde ejecuta con mayor eficacia dos de sus técnicas: el frotado y el cepillado. En el panel derecho de Tres estudios para un autorretrato, de 1983, el rostro se cepilla en la parte superior para crear un efecto de barrido que va desde la nariz a la frente; en cambio, en Estudio para un autorretrato, de 1980, el rostro aparece frotado por un trapo o por una esponja, lo que da lugar a una falta de nitidez de la expresión facial. En ambos casos, las técnicas de frotado y de cepillado producen efectos pictóricos en los que se advierte una condición patológica del rostro, un padecimiento de la figura que, tal y como indica Deleuze, deviene bestia u oscila más bien entre la carne humana y la carne animal. ¿Qué vemos entonces en el rostro autorretratado de Bacon: la afección del pintor empírico o del rostro pintado?

Pienso que ese rostro deformado hace visibles los afectos del pintor a través de una operación de transferencia del cuerpo vivido a la superficie pictórica, cuestión que he apuntado previamente y que ahora es necesario desarrollar. A diferencia de las emociones y de ciertas pasiones, que pueden llegar a ser innombrables y que además se experimentan y se manifiestan en el cuerpo propio, los afectos poseen la propiedad de poder ser transmitidos, pues en su sentido etimológico el afecto señala la disposición a ejecutar o recibir, la inclinación hacia alguien o algo, y con ello se refuerza la transitividad de la acción; de ahí proviene el término coloquial “dar y recibir afecto”. Si es cierto que el afecto se transfiere de un sujeto a otro sujeto, o bien a un objeto, pienso que en el rostro autorretratado no se produce una imitación del campo de afectividad del pintor empírico, es decir, de lo que siente y experimenta en carne propia (si lo entendemos así, entramos sin duda al terreno de la interpretación biográfica de los afectos); más bien, considero que a través de la mano del pintor se transfiere el afecto y se plasma en la tela: el afecto se transforma en efecto pictórico cuando la pasta expandida, salpicada o tratada por distintos utensilios coagula en la tela y se transforma, a su vez, en marca de superficie.

La marca, vuelvo a decir, es el único rasgo visible del afecto, es el dato que se alcanza a manifestar en la superficie pictórica y que reenvía nuestra mirada al proceso de ejecución, al antes de pintar y a su vez a lo pintado como una acción ya terminada. En esa marca que da forma al rostro del Bacon autorretratado se hace visible una disposición por el dolor que produce una bofetada, una borradura o un ahuecamiento facial; además, en la mayor parte de los autorretratos del pintor los ojos aparecen cerrados, como cuando uno presiente un golpe próximo y en vez de abrirlos como reacción colérica, los cierra en señal de protección, sometimiento o aceptación.

En el rostro, por lo tanto, se lee la transferencia del afecto hecho pintura y, en tal medida, se puede reconocer la manifestación de un afecto negativo: el sometimiento del rostro por funcionar como receptáculo de ejecuciones manuales abruptas. La tranquilidad con que se asume esta violencia manual es un indicador pictórico tanto de una autocompasión (piedad por la carne que no alcanza a ser humana) como de una autoflagelación. Así, el rostro autorretratado actualiza las palabras del pintor empírico (“Detesto mi propia cara, y he hecho autorretratos porque no podía pintar a otros”),(24) en términos estrictamente pictóricos. Por eso, como en Dos estudios para un autorretrato, de 1977 (imagen 5), el rostro se dilata, se aplasta, se borra, se disuelve en el pigmento. Lo que se alcanza a manifestar, más que rasgos  faciales, son rastros, huellas, indicios de una identidad referencial —la del pintor empírico— violentada por los registros manuales de una identidad pictórica que se construye débilmente con base en efectos visuales sorprendentes los cuales, a su vez, absorben la carga negativa de afecto que se transfiere a través de la mano del pintor.

Llegado a este punto, estas notas sobre la construcción del autorretrato en Francis Bacon tendrán que transformarse en una exploración más radical sobre el último proceso mencionado: la  constitución de una identidad pictórica que se erige por la acción misma de pintar. Esta identidad es distinta a la que produce la representación convencional del autorretrato: el pintor que se pinta pintando. Se trata ahora de pensar cómo el pintor hace de la acción misma de pintar una forma reflexiva del “sí mismo”. A diferencia de la posición inmediata que produce la representación del pintor que se pinta pintando y que se puede enunciar, por ejemplo, con la frase: “yo pintor, pinto que me pinto pintando”, la designación sí mismo —explica Paul Ricœur—,(25) señala una cualidad reflexiva (propia de la forma tónica reflexiva de la tercera persona: se) previa a la inmediatez del yo soy, yo pienso o, en nuestro caso, del yo pinto.

Que el autorretrato revele una identidad referencial basada en una biografía histórica es una evidencia; que el autorretrato construya su autorreferencialidad a través de las marcas pictóricas sobre la superficie da lugar a una aventura epistemológica que consuma, según Jean-Luc Nancy, el “retorno a sí”,(26) es decir, el retorno a la pintura, pero también al cuerpo, como potencia significante del retrato y del autorretrato. En este retorno, más que certezas, se parte de la incertidumbre que producen las marcas inscritas en la superficie pictórica. Pero esta tarea, o más bien este viaje, queda pendiente, pues estas notas son sólo el preámbulo de esta otra exploración más radical.

 

Notas

1. Este trabajo aspira a transformarse en un diálogo, por ahora demasiado elemental, con un artículo de investigación colectiva en el cual participé junto con Luisa Ruiz Moreno y María Luisa Solís Zepeda. El artículo, que reconstruye una praxis enunciativa a partir de un autorretrato de Francis Bacon, fue publicado con el título “Du mouvement à la quiétude” en un número monográfico de la revista Semiotica (Berlín, Mouton de Gruyter, vol. 163, 1/4, 2007, pp. 29-58 ) dedicado al tema: Les émotions: figures et configurations dynamiques, a cargo de Jacques Fontanille.

2. Cf. “Tercera entrevista”, en Entrevista con Francis Bacon, trad. de Álvarez Flórez y Ángela Pérez Gómez, Barcelona, De Bolsillo, 2003, p. 80.

3. Idem.

4. Francis Bacon in conversation with Michel Archimbaud, Londres, Phaidon, 1993, p. 167. (La traducción es mía.)

5. Estas consideraciones están basadas en H. Wölfflin, Renacimiento y barroco, trad. del equipo editorial Alberto Corazón, Barcelona, Paidós, 1991 [1968].

6. Afirma Bacon: “Pienso que, debido a que yo no uso barnices ni nada de este tipo, y pinto de modo muy plano, el cristal ayuda a unificar la pintura”, en Entrevista con Francis Bacon, op. cit., p. 80.

7. Ibid., p. 48.

8. Francis Bacon in conversation with Michel Archimbaud, op. cit., p. 151. (La traducción es mía.)

9. A propósito, David Sylvester comenta: “Me han dicho que muchos coleccionistas privados de tu obra quitan el cristal”, a lo que Bacon responde: “Sí. Hoy existe la moda de ver los cuadros sin cristal. Si quieren quitarlo, es asunto suyo, por supuesto. No puedo impedírselo”, en Entrevista con Francis Bacon, op. cit., p. 81.

10. E. Panofsky, La perspectiva como forma simbólica, trad. de Virginia Careaga, Barcelona, Tusquets, 1999 [1927].

11. A la pregunta que Sylvester realizó a Bacon sobre la posibilidad de que los reflejos que produce el vidrio repercutan en una confusión de formas pictóricas, el artista respondió: “Bueno, aunque parezca extraño, incluso me gusta ver los Rembrandt con cristal. Y, en cierto modo, no hay duda que resulta más difícil ver el cuadro, pero aun así puedes penetrar en él”,  en Entrevista con Francis Bacon, op. cit., p. 81.

12. Citado en Rita Eder, “El esplendor de la superficie. La pintura de Günther Gerzso”, en Juana Gutiérrez Haces (ed.), Los discursos sobre el arte, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 1995, p. 414.

13. Este término, basado en la propuesta teórica de Greenberg sobre el expresionismo abstracto, está tomado de la exposición de Luiz Renato Martins (“La ejecución de Maximiliano -1868-69- de Manet, como una refuncionalización del regicidio”), leída en el XXX Coloquio Internacional de Historia del Arte: Estéticas del des(h)echo, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, octubre de 2006.

14. Cf. R. Eder, Günther Gerzso. El esplendor de la muralla, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Ediciones Era, 1994.

15. Se trata de una idea fundamentada en un concepto desarrollado por D. Anzieu en su libro El cuerpo de la obra. Ensayos psicoanalíticos sobre el trabajo creador, trad. de Antonio Marquet, México, Siglo XXI, 1993 [1981].

16. P. Salabert, (D)efecto de la pintura, Barcelona, Anthropos, 1985, p. 220.

17. Gilles Deleuze, “La pintura, antes de pintar...”, en Francis Bacon. Lógica de la sensación, trad. de Isidro Herrera, Madrid, Arena, 2002, p. 89.

18. Balthus, Memorias, Alain Vircondelet (ed), trad. de  Juan Vivanco, Barcelona, Lumen, 2002, p. 52

19. Ibid., p. 52.

20. M. Leiris, Francis Bacon ou la brutalité du fait, Paris, Seuil, 1995, p. 17. (La traducción es mía.)

21. Cito por lo menos dos trabajos que han sido fundamentales en mi lectura teórica y analítica sobre este pintor: de M. Leiris, Francis Bacon ou la brutalité du fait (Seuil, 1995) y de G. Deleuze, Francis Bacon. Logique de la sensation (Seuil, 2002).

22. Gilles Deleuze, “Pintura y sensación”, en Francis Bacon. Lógica de la sensación, op. cit., p. 45.

23. Cf. I. Ruiz, “Piel/herida”, en Rita Catrina Imboden (ed.), Tópicos del Seminario, 16 (El cuerpo figurado), 2006, pp. 119-144.

24. Citado por D. Sylvester, en Entrevista con Francis Bacon, op. cit., p. 113.

25. Paul Ricœur, Sí mismo como otro, trad. de Agustín Niera Calvo, México, Siglo XXI, 1996 [1990].

26. J-L. Nancy, La mirada del retrato, trad. de Irene Agoff, Buenos Aires, Amorrortu, 2006 [2000].

 

 


Imagen 2. Francis Bacon
Tres estudios para un retrato
de Peter Beard •
1975.




Imagen 3. Francis Bacon
Tres estudios para un autorretrato • 1976.



Imagen 4. Francis Bacon
• Tres estudios para un autorretrato
1974.
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Imagen 5. Francis Bacon
• Dos estudios para un autorretrato • 1977.