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Los inadaptados. Iconos de
la cultura estadounidense de los años cincuenta
“ Inútiles”, contradictorios y enajenados de la sociedad que los vio nacer entre las décadas de 1920 y 1930, artistas, intelectuales y actores de cine conformaron una generación que se convirtió en paradigma cultural de los Estados Unidos de la posguerra.
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CARLOS GUEVARA MEZA • FILÓSOFO
Subdirector de Investigación del Cenidiap
cguevaram@hotmail.com
¿Debemos renunciar a
la esperanza?
André Breton
El perseguidor
Charlie Parker, a quien Julio Cortázar bautiza “el perseguidor” en su cuento clásico, fue durante la década de 1950 el mejor saxofonista de jazz del momento. Su manera de tocar, a la vez angustiante y gozosa, su larguísimo, imposible fraseo que obliga al escucha a jalar aire con la desesperación del que se asfixia más allá de cualquier posible sobrevivencia, nos muestra una época con la curiosa gracia que lleva al argentino a decir: “tocaba como los mismos ángeles, en el remoto caso de que los ángeles hubieran cambiado el arpa por el saxo alto”.
Parker pertenece por derecho propio a los outsiders que se vuelven inútiles más allá de toda consideración. Autodestructivo, se “atizaba” con todo lo que tenía al alcance, desde mariguana hasta heroína, sistemático y virtuoso de su propio desvanecerse. Hacía todo lo que un negro no debía hacer (excepto ganar dinero): drogadicto, talentoso hasta la genialidad, empleado hasta decir basta, en la profesión más inútil y sabia del mundo. Igual que otros músicos clásicos de aquellos años (Muddy Waters, el joven Miles Davis) o los viejos altamente apreciados (particularmente Billy Holliday), Charlie Bird Parker perteneció a los bajos fondos, a la música de la jodidez extrema, de la pobreza, la discriminación, el rechazo y el vicio. A diferencia del jazz y el blues del sur profundo, que veía esa miseria como un destino inevitable, y a la música como un juego que rompía la cotidianidad y aliviane un poco a través de la cachondería sensual del baile; la de Parker y Waters es una queja continua, incapaz de melodrama o azote existencial, rítmica y explícitamente sexual, pero queja al fin contra una situación que, aunque ineludible, no era en absoluto necesaria. La música aparece como una crítica, una lucha, una depresión, una angustia perpetua, pero nunca una fuga. Lo sórdido, lo autodestructivo, la enajenación se integró en la estructura musical como un elemento a combatir. Como un Shakespeare del siglo XX, Bird era un soñador que no creía en sus propios sueños. La magia que su fraseo logró, anarco, violento, sensual como un coito apasionado en demasía, es roto por la angustiante necesidad de decir más, más de lo que es posible con dos pulmones y diez dedos, más de lo que podría decirse con la música, más allá del lenguaje.
Con Miles Davis, Gizzy Gillespie, Red Roadney, Thelonious Monk, Lester Young, Ray Brown, por citar sólo a los más conocidos, Bird enloquecía en las sesiones de grabación tratando de atisbar ese tiempo otro que decía Cortázar. Descubrir por fin el velo que cubre el mundo para llegar a donde está lo verdadero, whatever that means. Sin duda, un mundo donde los soldados negros que regresan del frente no sean despojados de sus insignias y condecoraciones por turbas de blancos que simplemente no se imaginan valientes a los de su raza. Un mundo donde acostarse con una mujer no esté cargado de connotaciones racistas (ni económicas, ni sociales ni morales). Un mundo, como su música, siempre al borde del caos, siempre apunto de perder el ritmo, la armonía, todo, pero a final de cuentas dulce, amorosa, entregada.
Muddy Waters que engendró a Chuck Berry que engendró a todos los demás (Dylan, Joplin, Hendrix, los Rolling, los Beatles, y más allá a Morrison, Clapton y a Lou Reed —si no en la música, sí en el afán de llevarle la contra a todos). Muddy Waters quien define a toda su generación con el grito desesperado de Still a Fool: “Somebody help me!” Casi un sálvese quien pueda del naufragio de la vida, un “¡No estamos en el mundo!” como el que había dicho Rimbaud menos de cien años antes. Acompañado por la infatigable armónica (siempre apunto de soltarse llorar pero que nunca llora) de Little Walter Jacobs, la batería de Elgin Edmonds (sin grandes virtuosismos pero incapaz de perder la cachondería del ritmo), la segunda guitarra de Jimmy Rogers, a veces el piano (siempre gozoso, siempre fuerte) de Ottis Spann, Muddy Waters canta “Blow wind blow wind / blow my baby back to me”. Para terminar diciendo “adios nena, no tengo nada más que decir, sé que no me amas, vete al infierno y que tengas buen viento”.
Bird murió en París, habiendo hecho su vida y la de sus amigos y mujeres simplemente imposible, con el cuerpo hecho pedazos por las drogas, incapaz de resistir una dosis más. Elástico, rompió el tiempo, arreglándoselas para meter una eternidad en cada instante, como un orgasmo en un hotel barato, cuando el placer se muere de puro gusto.
En el principio fue la acción
El intelectual y el artista norteamericano de
la posguerra no estaba realmente en mejor situación que
los hombres negros. La generación que pasó su juventud
durante la era del crack del 29, privada de toda expectativa,
que por su edad no pudo ya combatir como soldado, o que carecía
de las habilidades para desarrollar técnicas, o divertir
o adoctrinar, a una sociedad totalmente orientada hacia el esfuerzo
bélico, que no tuvo que ofrecer resistencia (como sus pares
europeos que se quedaron —por cualquier razón— en
la zonas ocupadas por el nazismo), tomará conciencia de
su inutilidad y por lo mismo de su enajenación (distanciamiento)
respecto de la sociedad. Por si fuera poco, la gran burguesía
norteamericana era más vanguardista que ellos mismos,
y alegremente adquirieron las obras de los grandes artistas
europeos (y hasta de los mexicanos) de entre guerras con más
frecuencia que las de sus compatriotas. Una sociedad orientada
a la acción, con fuertes componentes machistas y sexistas,
que había pasado por la experiencia de una guerra que,
además, ganó, se sintió inclinada a desconfiar
del que no hizo nada, del que no participó, del hombre
de la reflexión y del detalle. Una sociedad triunfante,
poco podía comprender a los que en el fondo no se sintieron
vencedores, sea porque no lucharon, sea porque sufrieron al fin
de cuentas la derrota de la soledad.
Esta generación debió aprender la enseñanza de la vanguardia europea exiliada en Nueva York, tanto por una comunidad espiritual (precisamente la experiencia del exilio —en su caso, interior—, y la derrota ante un fascismo que ellos no pudieron detener cuando se gestaba), como por una necesidad económica de acercarse a un público consumidor sensibilizado ante las vanguardias y las rupturas. También como una manera de aproximarse por vías nuevas a la sociedad que los miraba con resquemor. Para un país de acción, una pintura de acción; para un país grande, el gran formato; para una sociedad que idealizaba el acto, el rechazo a la reflexión. Pero no era un mero darle gusto al público. La elección de la abstracción por parte de Pollock, De Koonig, Rothko, Motherwell, fue lo suficientemente críptica como para dar opción a la expresión individual que, prácticamente en todos los casos, reflejaba el aislamiento, la depresión y hasta el nihilismo de los que no podían sumarse simplemente al triunfo, pero al mismo tiempo los distanciaba de una sociedad que no sabía ver esas armonías violentas, y era incapaz de identificarse con ellas aún si entendiera las obras.
Los cuadros de Jackson Pollock son así: violentos, grandiosos, enigmáticos. Tendía la tela sobre el suelo, metía un palo de madera en la lata de pintura y con él chorreaba sobre el lienzo con amplios movimientos del brazo, de los hombros, de la cadera. Caminaba sobre la tela, se salía, la miraba desde todos los ángulos. La total espontaneidad era domada mediante una concentración no reflexiva total y absorbente, y por un dominio del movimiento corporal propio del bailarín. Las líneas forman complicadas tramas sin aparente discontinuidad, virtuosismo casi inimaginable si pensamos en el procedimiento de su producción. No todo es action painting, pero las manchas flotantes de Rothko, de Albers, o los cuadros negros de Reinhardt, siguen siendo en el fondo nihilistas, depresivos, pasivos ante el espectador y al mismo tiempo fuertes ventanas cerradas, habitaciones oscuras que producen el vértigo de la soledad y de la noche.
Pintura del oeste, de la vastedad y el desierto, espectacular sin duda, pero incomprensible a pesar de la raíz surrealista de su poética. Pollock era presa de la misma ansiedad de infinito que poseía a Bird Parker, y quizá también de su compulsiva necesidad de destruirse. Era alcohólico, aunque no hay que exagerar el mito: los periodos de sobriedad están perfectamente documentados y coinciden con lo mejor de su obra. Pasaba largos periodos de inactividad, enredado en las contradicciones que se tejían en torno suyo, para finalmente morir, como otros, en el altar de la modernidad cincuentera: un accidente automovilístico. Como un James Dean maduro, como un Albert Camus, quien sin duda tenía razón cuando escribía: “el sufrimiento nunca es provisional para quien no cree en el porvenir”.
El salvaje
Aunque más jóvenes que los pintores y los músicos, los actores que se volvieron mito en los cincuenta estaban hermanados con aquellos por su paradójico aislamiento frente a la sociedad. Paradójico porque el star system no toleraría en la cima a quienes no fueran populares, aunque esa popularidad se deba precisamente a su representación de personajes marginales, desorientados, ineptos para la vida en sociedad, rebeldes sin causa y salvajes. Paradójico, asimismo, porque muestra hasta qué punto los pintores y los músicos sí estaban dando en el clavo de una sensibilidad generalizada de la sociedad en aquella época; hasta qué punto su depresión, su nihilismo, si bien contrarios a los valores oficiales de la era Eisenhower, estaban lejos de ser sentimientos minoritarios o meras ocurrencias. Y quizá también muestra en qué grado las artes tradicionales eran ya incapaces de ofrecer expresión efectiva a los sentimientos de una época, aunque los expresaran de hecho, y cómo el cine estaba llamado a ser el privilegiado productor de imágenes del siglo.
Marlon Brando, James Dean, Montgomery Clift,
Nathalie Wood y (¿por qué no?) Marilyn Monroe, pertenecen
a la última generación que gozó y sufrió el star
system. Y su encumbramiento representa un cambio significativo
en el imaginario social pues personifican un tipo de héroe
bien distinto al de las generaciones anteriores. No eran rudos
y de fuerte personalidad como John Wayne, Gary Cooper o Henry Fonda,
que lo mismo hacían un sheriff de Texas que un
sargento de marines en Normandía; tampoco eran
elegantes, refinados y simpáticos como Cary Grant, James
Stuart o Spencer Tracy; mucho menos desencantados cínicos
como el Red Buttler de Clark Gable, los múltiples detectives
de Humphrey Bogart o algunos papeles de Robert Mitchum. No era
una cuestión de físico: atléticos eran Brando
y Dean, distinguido Clift, y la Wood y Marilyn podrían ser
incluso más bellas que Katherine Hepburn o Irene Dunne.
Lo que los distinguía era la ausencia total de la confianza
en sí mismos que tenían los otros. Los nuevos héroes
mostraron que esa confianza no era el producto de la sonrisa perfecta
ni de la fortuna para encontrar siempre la pareja ideal, sino de
la plena integración a la sociedad y sus valores. Era esa “armonía” la
que los hacía aparecer siempre seguros, firmes, resueltos,
capaces de “hacer lo que se tiene que hacer” (según
la frase definitoria de John Wayne). Incluso los marginados que
llegaban a aparecer de vez en cuando (como el John Doe de Frank
Capra, interpretado por Gary Cooper), eran respetuosos de los esquemas
establecidos. Algunos de los mejores momentos de la comedia screwball resultaban
del traslape de los protagonistas a otros lugares de la jerarquía
social, donde los normas de etiqueta variaban haciéndolos
ver ridículos,
pero aun en medio de esa ridiculez actuaban sin titubeos, como
en la escena final de La mujer del año donde la
Hepburn trata de reconquistar a Spencer Tracy preparándole
un desayuno. A pesar del desaguisado que hace con los implementos
de cocina cuyo uso desconoce, Hepburn se mueve como una bailarina
en medio del desastre doméstico, con la absoluta convicción
de transformarse en una “buena esposa”. Esa convicción
es la que reconcilia a la pareja. Hasta en los momentos de mayor
desesperación, el Sr. Smith de Jimmy Stuart actúa
con firmeza, y en ¡Qué bello es vivir! va
al mismo suicidio con paso seguro.
En cambio, para los jóvenes protagonistas los valores, las jerarquías y las estructuras éticas y “administrativas” de la sociedad carecían de evidencia. Más que “herejes” (como podría ser Bogart en El halcón maltés o Casablanca) eran infieles: más que perder la fe en el sistema, nunca la habían tenido. Su timidez, su inseguridad, sus enfrentamientos (generalmente involuntarios) con la sociedad venían de ahí. Y por ello era importante que fueran jóvenes, atractivos y valientes, para dejar claro que no eran freaks marginados por sus propios defectos —como los nerds posmodernos— ni simples adolescentes patosos. Era su total incomprensión y su incapacidad para integrarse la que los volvía marginales y problemáticos. Los otros (Grant, Cooper, Gable) siempre sabían qué responder, podían realizar diálogos ingeniosos y hasta su silencio era elocuente, sabían cuál era su deber y sabían cumplirlo sin vacilaciones. Estos no atinaban nunca qué decir, cómo actuar, qué responder. Cuando lo intentaban, balbuceaban sin llegar a explicarse hasta el momento en que la desesperación de su falta de palabras los llevaba a realizar un acto radical como gesto definitorio, pero que, en la medida en que era inexplicado e injustificado, parecía arbitrario y delictivo (recuérdese la carrera frente al precipicio en Rebelde sin causa de Nicholas Ray).
Incluso Marilyn, cuyo alejamiento respecto de los valores es presentado como ingenuidad (es decir, como mera falta de conocimiento), revelaba estas contradicciones. En La comezón del séptimo año la Monroe se convierte, sin saberlo, en el objeto del deseo de un clasemediero reprimido y que parece haberse casado por la única razón de evitar las zozobras de la seducción. A pesar de los desesperados esfuerzos que realiza el protagonista masculino por representársela como una vampiresa experimentada y ardiente, sus imaginaciones chocan contra la realidad de esta “dama boba”, dueña sin embargo de la profunda sabiduría de la desinhibición y la ausencia de culpa. Al final, el clasemediero regresa con su esposa sin haber tocado a la posible amante, y Marilyn permanece inconsciente del deseo que despertó y de la soledad en que se queda.
Pero esa inconsciencia no durará mucho. En Los inadaptados, el filme que Arthur Miller escribió para ella, Marilyn se revela como la gran actriz que siempre fue, y muestra cómo la ingenuidad ya no es suficiente barrera contra el malestar existencial que la embarga. Película significativa, entre otras cosas, por ser el mano-a-mano de dos grandes generaciones de actores norteamericanos, que muestran dos formas diferentes de vivir los valores (o su ausencia). Y al final, la relación entre Montgomery Clift, Clark Gable y Marilyn es incapaz de trascender al viaje de descubrimiento y restauración en el que se empeñaron, y que no implicó más victoria que una precaria sobrevivencia. Muy precaria: la Monroe y Gable morirán de hecho poco después de la filmación.
Pero quizá sea Marlon Brando quien mejor resume en la pantalla las contradicciones de su generación, precisamente porque no murió joven, precisamente porque era capaz de llegar a la madurez. Ya desde El salvaje de Laslo Benedek, o Nido de ratas y Un tranvía llamado deseo de Elia Kazan, no sólo se muestra como el más importante actor de su momento, sino que se presenta a sí y a los demás como jóvenes acusados y perseguidos por la sociedad sin ser culpables de nada, más que de no comprender el mundo y no ser comprendidos por la sociedad. Seres que no pertenencen a ningún sitio, que no podrían estar dentro de la vida social, pero que tampoco sirven para estar afuera. Esta contradicción, que le provoca la soledad y le atrae espantosas golpizas en El salvaje y Nido de ratas, le causará la muerte a manos de su amante en El último tango en París de Bertolucci, y de su alter-ego en Apocalipsys now de Coppola. En ésta, Brando hace el papel de un hombre demasiado sensible como para no volverse loco con una guerra tan injustificable y terrible como Vietnam, situación que lo obliga a convertirse en un rebelde, ya no contra la sociedad, sino contra la realidad entera. Pero al mismo tiempo, es demasiado lúcido como para no ser consciente de la contradicción en que incurre una rebelión basada en el asesinato y el poder sin límites. La solución será el sacrificio suicida a manos del soldado sesentero representado por Martin Sheen. En esa actuación, Brando quizá nos está explicando a esa generación que fulguró y sucumbió veinte años antes. Quizá esté ahí la explicación a la muerte prematura de Charlie Parker, Jackson Pollock, James Dean y Marilyn Monroe.
Pero la nueva generación cultural se estaba gestando ahí mismo. Un jovencísimo y desapercibido actor de reparto en Rebelde sin causa dirigirá años después un nuevo clásico. Cuando Dennis Hooper realizó Easy Rider, aunque deudora de El salvaje y de novelas como On the road de Kerouak, estaba mostrando una actitud totalmente distinta ante la vida y ante la sociedad. Hijos a final de cuentas del optimismo al que los otros nunca pudieron sumarse, la generación de Hooper y Peter Fonda; de Dylan, los Rolling y los Beatles, del arte pop, se enfrentará con mayor fuerza y menos titubeos a la decadencia del american way of life.
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