Vista de la calle 16 de septiembre, ciudad de México, ca. 1970.
Foto: Biblioteca de las Artes, Centro Nacional de las Artes, México.
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La ambición cosmopolita. Cultura y museos en México en la década de 1960(1)
Como parte de la “carrera” por alcanzar la anhelada modernidad en los distintos ámbitos de la vida nacional, durante esos años en el país se impulsó una política y se erigió una infraestructura que buscaban reposicionar al museo como el lugar de privilegio para el encuentro con el arte.
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GORDANA SEGOTA • SOCIÓLOGA
gogamex@hotmail.com
Durante los años sesenta del siglo XX comenzaron a manifestarse en México los efectos culturales de la industrialización. En el mapa social, la sociedad urbana figuraba en el primer plano. Se informaba por radio y televisión, se comunicaba por teléfono y la gente comenzaba a trasladarse masivamente en automóvil; se “vivía rápido” y sólo ocasionalmente, en el cine, se recordaban los idilios rurales perdidos. La ciudad lo era todo; aquí ocurrían los cambios, aquí se captaban y traducían las señales del mundo, se propagaban las nuevas ideas y formas de pensar y de ser. Con todas sus realidades superpuestas, la ciudad de México abría espacios de libertad únicos donde se confeccionaban nuevas identidades: la de un empresario pragmático y ambicioso, la de un concienzudo profesionista de clase media, la de un artista de vanguardia, y de otros, en su mayoría jóvenes, que se sentían atraídos por el pensamiento abierto, libre del peso de la tradición. Ser modernos era el imperativo del momento.
Y la modernidad —ya lo han dicho los teóricos—
no se detiene en contemplaciones. Para Alain Touraine la modernidad
es “antinostálgica”,(2) favorece
el movimiento por encima del orden y su fuerza principal es la
apertura. Joseph A. Schumpeter le da una explicación aún
más dramática: es una “destrucción
creadora”, un “vértigo incesante que sólo
conduce a su propia aceleración” y “atrae a
los que han permanecido encerrados mucho tiempo en la inmovilidad”.(3) En
la filosofía, el movimiento ha sido una de las categorías
más caras a analizar y hoy día es prácticamente
un valor del que se ufanan las llamadas sociedades del conocimiento.
Se piensa el movimiento como el principio mismo de la modernidad;
como la fuerza que rompe los círculos estáticos,
genera vanguardias, renueva la conciencia y la capacidad crítica
del ser humano, y que permite que el acto prevalezca sobre el estilo.
Revolución cultural
En la década de 1960 se vieron las primeras
manifestaciones de lo que llegaría a ser una revolución
cultural de largo alcance, que todavía sentimos en ascenso,
igual que a la ciencia y la tecnología, que son sus propulsores.
En ese cuadro el individuo es la pieza central, una figura que
regresa al lugar que ocupaba antes de que los positivistas invirtieran
los polos y antepusieran el valor de la sociedad por encima de
todo. Con el cambio del paradigma que se operó en esos años
comenzó el fin de la ingeniería social iniciada
en el siglo XIX; en unas décadas más —lo hemos
visto— se desintegraron los sistemas basados en el complejo
Estado social para dar lugar al Estado mínimo, nuclear.
Algo semejante ha ocurrido en la filosofía neohumanista,
que minimiza la importancia de la sociedad y sus aspiraciones colectivas
(conciencia social, ideologías comunitarias, Estados benefactores,
elevadas metas de bienestar social, etcétera) para exaltar
(hasta la apología) sólo el valor del núcleo
social, que es el individuo, el único realmente existente,
porque la sociedad no deja de ser un concepto o un acuerdo; puede
desintegrarse, desaparecer o expandirse, puede formarse artificialmente
mediante un discurso político, un interés económico
o cultural, por mencionar sólo algunos móviles. El
individuo, en cambio, es capaz de trascender todas esas circunstancias
de la organización social, porque se renueva con cada ser
humano que, como lo concede la ley natural, nace libre de ataduras.
En el ámbito de la cultura mexicana, el
movimiento —el paso de la potencia al acto—(4) comenzó con
el anhelo de salir del encierro, airear la casa y dejar pasar los
vientos de Occidente. Abrirse y ser cosmopolitas, no rezagarse
en la marcha de la modernidad, era una búsqueda que ocurría
sólo en pequeñas porciones de la sociedad mexicana,
entre los estratos ilustrados y pudientes, como la burguesía,
la clase media o la clase política.
El Estado, como uno de los protagonistas del cambio modernista, inició la década de 1960 con bastantes recursos para invertir en la cultura. Se fundó la Subsecretaría de Asuntos Culturales de la Secretaría de Educación Pública, que tuvo como primera tarea la erradicación del analfabetismo, pero que también dio pie a otras iniciativas de importancia en la materia. Las décadas anteriores habían dejado una cuantiosa producción artística de gran calidad, con el reconocido sello de la Escuela Mexicana de Pintura, y entonces era un buen momento para reunir esas obras y exhibirlas; además, era urgente organizar y dar una mejor presentación a los acervos de arte prehispánico, colonial y virreinal, entre otros. Así que se tomó la iniciativa de formar nuevos museos, algunos de la talla que habría de reposicionar a México en el tablero de la cultura mundial.
En el plano doméstico, ese cambio de rumbo
fue polémico: el gobierno tenía miras elitistas que
potencialmente iban en detrimento de la cultura popular. Comenzó,
de hecho, a perderse aquella intención de apoyar un arte
abierto, educativo y sociable, que se realizaba en calles y jardines(5) con
la intención de involucrar o al menos captar la atención
del transeúnte casual. Así, el museo volvió a
ser el lugar favorito para el encuentro con el arte, señala
Francisco Reyes Palma(6),
y la producción artística, que hasta entonces iba
en función de las necesidades de amplios sectores sociales,
se centró en un público “ideal”; un público
que recibía las manifestaciones de cultura de manera pasiva,
que sólo era observador ya que estaba alejado física
y sensitivamente de la experiencia productiva. Para compensarlo,
el Estado desplegó una estrategia cultural que consistía
en “ofrecer exposiciones y espectáculos a granel,
con la total confianza de que la intensidad de la acción
cultural elevaría por sí sola el nivel cultural
de la población”.(7)
El cambio del paradigma se fue fraguando ya desde
la década anterior. Una de las últimas iniciativas
que tenían como lema “arte para el pueblo” fueron
las Galerías Integrales de Chapultepec, inauguradas en
1956 con la finalidad de dar a conocer la obra creada por los artistas
de provincia.(8) Unos
años después, cuando comenzaron a organizarse las
bienales artísticas (por el Departamento de Artes Plásticas
del Instituto Nacional de Bellas Artes, que se unía así el
novedoso modelo de bienales originado en Italia y Brasil), dicho
espacio fue abierto a la iniciativa privada con la idea de echar
a andar el mercado de arte contemporáneo, a la fecha uno
de los más difíciles y menos desarrollados en México.
La primera bienal organizada en el Palacio de
Bellas Artes en 1958 fue, no obstante, un buen impulso para reorganizar
y actualizar los museos de la capital. El Museo Nacional de Artes
Plásticas, ubicado en este lugar, fue remplazado por el
Nacional de Arte Moderno y la estrategia fue aplaudida por todos.
Recibía ochocientos mil visitantes anuales y, al cabo de
los seis años que permaneció en el Palacio, se decidió que
tuviera instalaciones propias, en el Bosque de Chapultepec, en
una modernísima construcción compuesta de galerías
circulares que, dicho sea de paso, nunca ha sido acabada en su
totalidad. Aun cuando albergó mayormente obras realizadas
por las grandes figuras de la Escuela Mexicana de Pintura, el nuevo
museo siguió otro discurso y ya no resaltó el trasfondo
ideológico (histórico, social) de sus obras sino
que se centró en la maestría de sus ejecuciones.
Su vocación era modernista, enmarcada en la ideología
de individualismo y conciliación, con lo que el arte comprometido
socialmente poco a poco ingresó en el archivo de la historia
nacional.
Muesos, hitos de la modernidad mexicana
El año 1964 fue memorable, además,
por la creación del Museo Nacional de Antropología.
Después de un derroche de talentos activados para construir
el albergue de una de las colecciones de arte antiguo más
espectaculares del mundo, México dio un paso más
en su carrera hacia la modernidad. El museo era novedoso no sólo
en términos de su arquitectura y decoración, también
en su museografía, especialmente en las salas etnográficas.
Se emplearon allí —comenta
Miguel Ángel Fernández—(9) recursos
museográficos tales como “murales, maquetas, dioramas,
ambientaciones y reproducciones”; se reservaron áreas
para talleres y laboratorios y se introdujo un concepto museográfico
que planteaba no sólo enseñar sino también “compartir
el patrimonio de la nación entre todos los mexicanos”.
El museo fue motivo de orgullo nacional, un templo que consagraba,
tal vez sin proponérselo, toda una época dedicada
a la consolidación ideológica de la nación;
el broche de oro del nacionalismo cultural del Estado pero al mismo
tiempo un museo con proyección universal, cosmopolita,
que lo colocaba a la altura de los mejores del mundo en su género.
Ese mismo año se impulsó la creación de otros museos capitalinos para ampliar la red de los cuarenta ya existentes. Así, el Instituto Nacional de Bellas Artes se encargó de administrar, además del Museo de Arte Moderno y el del Palacio de Bellas Artes, la Pinacoteca Virreinal de San Diego; el Instituto Nacional de Antropología e Historia hizo lo correspondiente con la Galería de Historia (el Caracol), desde luego el Nacional de Antropología y el resplandeciente Nacional del Virreinato en Tepotzotlán, muy cerca de la capital; el entonces Departamento del Distrito Federal tuvo a su cargo el Museo de la Ciudad de México, el de Historia Natural y el Nacional de las Culturas, inaugurado en 1966,(10) y la Universidad Nacional Autónoma de México, ya a inicios de la década siguiente, el Museo Universitario de Ciencias y Arte, la Galería Aristos, inicialmente muy activa, y la Casa del Lago.
Paralelamente aparecieron museógrafos
innovadores y algunos se convirtieron en figuras internacionales,
entre ellos Fernando Gamboa, gran promotor del arte mexicano en
el extranjero (alumno de Daniel Rubín de la Borbolla, personaje
trascendental para la museografía orientada a la antropología,
la historia y la etnografía); Carlos Pellicer, poeta con
alma de arqueólogo, que concibió el parque-museo
La Venta (en Tabasco) guiado por la entonces novedosa idea de eco-museo
proveniente del norte de Europa, y Pedro Ramírez Vázquez,
reconocido por su concepción museo-arquitectónica
vertida en el Museo Nacional de Antropología, “monumento
de monumentos”, como lo calificara Jaime Torres Bodet el
día de su inauguración.
El movimiento ocasionado por esas iniciativas estatales fue importante y productivo: creó empleos, promovió la cultura y el turismo, intensificó la labor de difusión, permitió que los organismos culturales especializaran sus funciones y modernizaran sus estructuras, dio opciones para la educación y consolidó en muchos aspectos la imagen de México hacia dentro y fuera del país. Sin embargo, esa aceleración fue limitada; ocurrió casi en la superficie mientras en el fondo subsistieron la quietud, la inercia, las costumbres que, al combinarse, crearon directrices y construyeron discursos que reflejaron la correlación de fuerzas real. Así, en el terreno de los museos, hitos de la modernidad mexicana, el discurso dominante se construyó a partir de los valores nacionalistas (común a todas las instituciones estatales), una intención pedagógica novedosa, lo cual demostró que el interés del Estado por extender la cultura no había desaparecido sino que se había vertido en otros moldes, en un triunfalismo modernista que se leía en la arquitectura de sus edificaciones.
Oficialismo y vanguardia
En los años sesenta del siglo pasado, las
críticas al nacionalismo ya estaban definidas y argumentadas.
Para las culturas occidentales quedaba claro, aunque fuera intuitivamente,
que el encierro ideológico ya había cumplido su función
—consolidar las sociedades después de la última
Guerra Mundial— y que la política nacionalista comenzaba
a ser opresiva para el dinamismo de la vida cotidiana. La clase
política se veía obligada a considerar esa circunstancia
y abrir las vías de escape para que se expresaran los nuevos
puntos de vista, actitudes y diferentes tendencias ideológicas
que tienían lugar en el medio artístico-intelectual
a lo largo de la década. Las estrategias que se desplegaron
para controlar la efervescencia social fueron utilitarias y funcionalistas.
Hubo una gran discusión, pugna y rivalidad
entre los representantes de las viejas y nuevas vanguardias —realismo
social vs. abstracción— y el Estado abrió espacio
para los dos. Por un lado, resguardó las grandes obras de
la Escuela Mexicana en el Museo de Arte Moderno; por otro, abrió galerías,
como la Aristos de la Universidad Nacional Autónoma de México,
y apoyó la creación de toda una red de galerías
privadas para que las nuevas vanguardias tuvieran no sólo
presencia sino también un mercado.
Con todo, no faltaron las críticas. Entre
las más agresivas figura el manifiesto de Mathias Goeritz
y el grupo Los Hartos, un juicio radical del realismo social que
llamaba al levantamiento contra el “arte totalitario”,
contra el “universo artístico cargado de falsedad
y vanidades” y los “despliegues monumentales, características
de todo arte auspiciado desde el poder”. Los Hartos apoyaron
la “libertad de creación” y declararon que
para su consecución eran necesarias la “defunción
del arte” y la “anulación del artista”.(11) La
suma de las críticas de estos y otros grupos de la contracorriente
es el conocimiento de que la síntesis maestra arte-sociedad
ya había sido lograda por el muralismo y la Escuela Mexicana
y, por tanto, ya era irrepetible cualquier búsqueda en
ese mismo sentido; así, la experimentación individual
(movimiento) se convirtió en la vía privilegiada.
La crítica al arte oficialista provino
también de personajes aislados, como Tamayo, que meditaron
sobre las diferentes dimensiones que puede tener la palabra nacionalismo.
El artista oaxaqueño concluyó que su pintura era
todavía más mexicana que la oficial porque “no
se queda en la superficie de la realidad nacional” ni cae
en el “folclorismo”, sino que “baja en profundidad
a las esencias de lo propio”.(12) Sobre
el tema del nacionalismo, sus móviles y formas, habría
de seguirse hablando por mucho tiempo más, pero ya para
la década de 1970 los historiadores tenían claro
que, al menos en el arte, su mejor época había concluido.
El muralismo era visto como “el último romanticismo
posible”, “el punto más alto, pero final, de
un largo proceso nacionalista”,(13) y
la perpetuación de la creación artística
basada en “lo peculiar, lo intrínseco y lo nacional” como “autoplagio
y elogio burocrático de los héroes”.(14)
Aunque de manera indirecta, otras críticas provenían de los círculos interesados en formular una visión integral del ser humano para contrarrestar la fragmentación individualista que sufrían las sociedades occidentales. Fueron los neohumanistas, guardianes universales que cuestionaban el sistema, criticaban la industria y protegían la esencia del hombre. Arnold Belkin, artista mexicano, lo explicaba así:
[Es] una posición que el artista ha tomado para afirmar la existencia humana frente al peligro de la deshumanización del hombre ante la máquina, frente al doloroso espectáculo de la miseria. El neohumanismo es la gran denuncia de los crímenes que comete el hombre en contra de sí mismo; es la crónica general de nuestros días y de nuestro siglo.(15)
Las sombrías palabras de Belkin se insertan
en el discurso posmoderno europeo y en una concepción
de humanismo como un valor transcedental para frenar las guerras
y la explotación. También hay protesta contra
la máquina y cierto lamento por las cosas que se van del
arte: los últimos cultos y valores antiguos que le daban
misterio y posición. Ese humanismo dolido y la pretensión
volteriana de hacer mejores hombres no tuvo gran resonancia en
la sociedad mexicana de los años sesenta; lo tuvo un
movimiento muy diferente: un nuevo modo de vida, el american
way of life.
Para la clase política en turno, romper con el nacionalismo no era ninguna prioridad en esos años y no se involucró en la polémica sobre las tendencias del arte oficial. Probablemente tampoco hubiera dado mucha cabida al arte nuevo si no se hubiera visto presionado a frenar, a instancias de los servicios de inteligencia estadunidenses, el entusiasmo que se había suscitado por la Revolución cubana. Parte de la estrategia consistía
en motivar el cosmopolitismo entre los artistas y para ello se
organizaron concursos de pintura como el Salón Esso (1965),
y exposiciones en Estados Unidos, entre otras Unión Panamericana (1962),
Confrontación 66 (1966) y Arte: Estados Unidos (1967). Se dieron a conocer los nuevos gustos estéticos provenientes de ese país (el expresionismo abstracto y el arte pop) mediante un “renovado aparato transnacional de comunicaciones, que a su vez promovía la implantación de nuevos materiales y tecnologías artísticas vinculadas al desarrollo industrial”; se abrieron galerías para acoger el arte nuevo y consolidar el mercado artístico, básicamente estadunidense.(16)
Frente a las manifestaciones críticas de la vanguardia y la contracorriente, el Estado adoptó una “pragmática neutralidad”, distribuyó el patrocinio y se marginó de los efectos de la confrontación.(17) La meta era la modernidad y la vida cultural del país florecía; se diversificaba la oferta para una clase media urbana en expansión, abierta a todo tipo de nuevos gustos. La tecnología, la mercadotecnia, el consumo y los mass-media por un lado y, por otro, el rock, el psicoanálisis y la protesta política contribuyeron, junto con muchos otros factores, a la formación de una nueva sensibilidad en el país, especialmente en la ciudad de México.(18)
Lo que sigue es aquello que Carlos Monsiváis(19) irónicamente
llama el “terrorismo de la vanguardia”, “la devoción
fetichista por la ruptura”, “el fervor experimental”, “la
geometría como juego de la descomposición, corrupción
y redención del realismo”. El arte pop, el cinético
y el conceptual, así como otras tendencias en el campo de
la cultura o en las diferentes esferas de la producción
industrial, se reemplazan vertiginosamente en su afán de
perseguir siempre lo nuevo sin permitirse un tiempo para la maduración
o para la decadencia.
En los tardíos años sesenta,
la cultura parecía estar en un estado de apertura total.
Las Olimpiadas de 1968 contribuyeron a la expansión de ese
sentir cosmopolita. De la noche a la mañana, la ciudad de
México se había convertido en el foco de la atención
mundial; “una activa metrópoli cultural”, saturada
de compromisos nacionales e internacionales.(20) Pero desde adentro ya estallaba una crisis política sin precedentes
para los gobiernos posrevolucionarios, que habría de interrumpir
ese sueño cosmopolita en que estaban sumergidas las élites
culturales del país. Se apreciaban ya, con nitidez, las contradicciones
de la modernidad.
Notas
1. El presente texto, adaptado, es un extracto de la tesis de licenciatura en sociología Las musas de la (post)modernidad: (neo)liberalismo y museos, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, 2002.
2. Alain Touraine, Crítica de la modernidad, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 1993, p. 124.
3. Idem.
4. Definición artistotélica del movimiento.
5. Se alude a las Escuelas de Pintura al Aire Libre; la primera, Barbizón, se fundó en 1913 en Iztapalapa, ciudad de México, con el apoyo de Alfredo Ramos Martínez, que ese mismo año asumió el cargo de director de la Academia de San Carlos. Esta forma de educación artística activa para cualquier ciudadano se fue perdiendo hasta desaparecer; en las escuelas, a la fecha no se ha introducido el arte como materia obligatoria, de modo que la posibilidad de que un ciudadano tenga una cultura artística se reduce continuamente.
6. Francisco Reyes Palma, “Acción
cultural y público de museos de arte en México
(1910-1982)”, en Esther Cimet, et al., El
público como propuesta. Cuatro estudios sociológicos
en museos de arte, México, INBA, Cenidiap, 1987,
pp. 31 y 32.
7. Idem.
8. Ubicadas en el edificio del entonces ya extinto Museo de la Flora y la Fauna, las Galerías atraían cerca de 11 mil visitantes los fines de semana. Sus exposiciones no eran especializadas y buscaban proporcionar un “panorama introductorio de la historia del arte del país y de la actividad más contemporánea en México y en el extranjero”, al tiempo que se organizaban talleres creativos para niños en la llamada Escuela Dominical de Arte (Reyes Palma, op. cit., p. 32).
9. Miguel Ángel Fernández, Historia
de los museos de México, México, Promotora
de Comercialización Directa/Banamex, 1988, p. 220.
10. Este museo ocupó las instalaciones del viejo Museo Nacional, fundado en 1825 por la Universidad y posteriormente reubicado, en 1865, a la Casa de Moneda. Las colecciones de ese primer museo general, “museo madre”, que en su momento fue el único lugar oficial para depositar los tesoros históricos, naturales y artísticos del país, se trasladaron a los museos nacionales de Antropología y de Historia Natural.
11. Francisco Reyes Palma, op. cit., p. 169.
12. Jorge Alberto Manrique, “El proceso de las artes, 1910-1970”, en Historia general de México, tomo I, México, El Colegio de México, 1987, p. 1372.
13. Ibid., p 1371.
14. Carlos Monsiváis, “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX”, en Historia general de México, tomo II, México, El Colegio de México, 1987, pp. 1487-1490.
15. Luis Rius Caso, “Notas sobre el nuevo humanismo en el arte latinoamericano de los años sesenta. Una aproximación desde México”, en Arte, historia e identidad en América. Visiones comparativas, tomo III, México, XVII Coloquio Internacional de Historia del Arte, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 1994, p. 872.
16. Francisco Reyes Palma, op. cit., p. 35
17. Ibid., p. 33.
18. Carlos Monsiváis, op. cit., p. 1491.
19. Ibid., p. 1490.
20. Francisco Reyes Palma, op. cit., p. 35.
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