• Coatlicue •
escultura monumental,
cultura mexica.
Tomada de El alma de México, Conaculta, 2003.
Foto: Zabé-Tachi.
|
|
Coatlicue asiste al homenaje a Diego Rivera: la creación de significados culturales en el discurso museográfico de Fernando Gamboa(1)
En este artículo,
la autora propone una interpretación del sentido de la presencia
de la escultura mexica de Coatlicue en la exposición/homenaje
a Rivera que se realizó en 1949 en el Palacio de Bellas Artes.
En su opinión, Fernando Gamboa, organizador del evento, estructuró
una identidad simbólica entre el significado de la monumental
escultura prehispánica –que ubicó en el cenit
del discurso museográfico de la muestra– y el “estilo
mexicano” atribuido al muralista.
• • •
ITZEL RODRÍGUEZ
MORTELLARO • HISTORIADORA
DEL ARTE
itzrm@prodigy.net.mx
Para finales de la década de 1940, Diego Rivera no sólo
era el fundador más reconocido de la Escuela Mexicana de
Pintura y el artista mexicano de mayor fama internacional, sino
que se le consideraba un auténtico héroe nacional
en el terreno de la cultura. Por ello, en el homenaje oficial que
se le prodigó en el Museo de Artes Plásticas del Palacio
de Bellas Artes se expuso su obra pictórica en estrecha asociación
con el discurso nacionalista. Fernando Gamboa, museógrafo
de la exposición y entonces director del Departamento de
Artes Plásticas del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA),
echó mano de argumentos esencialistas del nacionalismo posrevolucionario,
en los que creía firmemente, para exponer su interpretación
del papel de la pintura de Rivera en la cultura nacional. Una de
sus estrategias discursivas consistió en el uso de esculturas
prehispánicas, que colocó en las salas de exposición
al lado de la obra pictórica, como parte de la “puesta
en escena”. La propuesta museográfica, imbuida de un
sentido cultural específico, dio coherencia y visibilidad
a la “consagración nacional” que demandaba el
homenaje al insigne pintor y contribuyó, también,
a legitimar la política cultural del Estado alemanista. Asimismo,
esta asociación simbólica se debe vincular con el
sentido que en esos años se dio a la contemporaneidad del
arte prehispánico.
La exposición/homenaje se inauguró
el 1 de agosto de 1949 y fue un acontecimiento cultural de primer
orden. El presidente Miguel Alemán Valdés calificó
a Rivera de “genio como pintor” y expresaron su admiración
al artista las más relevantes personalidades de la política,
la cultura y el espectáculo. Según las crónicas,
diariamente visitaban el Palacio cerca de cuatro mil personas “de
todas categorías sociales e intelectuales”, y en revistas
y periódicos se publicaron decenas de reseñas positivas,
aunque no faltó, por supuesto, un pequeño escándalo:
el homenajeado insistió en incluir el desnudo de la poetisa
Pita Amor, que a algunos les pareció “inmoral”.
Prácticamente todo el Palacio de Bellas
Artes fue ocupado para la ocasión: la exposición comenzaba
en el sótano y terminaba en el último piso. Se
exhibieron más de mil piezas entre óleos, temples,
acuarelas, dibujos, litografías, apuntes y bocetos correspondientes
a cincuenta años de actividad del pintor, desde sus garabatos
infantiles “hasta el retrato acabado una hora antes de la
inauguración”.(2)
La distribución espacial de la obra mostraba una idea de
evolución ascendente en el estilo pictórico del autor
y la distribución museográfica que estableció
Gamboa combinaba el ordenamiento cronológico con los sucesivos
periodos estilísticos: Sala de la Estampa (1896-1912), Sala
Bellas Artes (1912-1920), Sala Nacional (1912-1949), Sala Verde
(1921-1948).(3)
Esta disposición culminaba en el “estilo mexicano”
de Rivera, etapa cumbre de su carrera. Aquí se mostraban
enormes fotografías de sus murales y una serie de cuadros
de caballete en los que se apreciaba, en palabras de un periodista:
“El México indio y el de hoy. El México alegre.
El México pensativo y melancólico. Todo México
en Diego”.(4)
Un artista nacional, clásico y universal
En su discurso inaugural, Carlos Chávez, director general del INBA, expresó que con esta muestra/homenaje Rivera alcanzaría una muy merecida “consagración nacional” y en buena parte de los testimonios referentes a la exposición se hace eco de esta expectativa. La idea de “consagración nacional” cobra un sentido más específico cuando se le relaciona con otros valores con que se calificó la labor artística de Rivera. En el lujoso catálogo ilustrado, los autores describen la originalidad cultural y el valor artístico de este legado a partir de las nociones de “nacional”, “clásico” y “universal”. En la presentación Fernando Gamboa menciona que el artista “asentó los lineamientos para una auténtica pintura mexicana, de contenido nacional y universal a la vez”. Entiende que el quehacer del autor es nacional porque muestra una “identidad espiritual, moral y cultural […] con el pueblo mexicano del pasado y el presente y sus aspiraciones a un futuro mejor” y porque el protagonista de su obra “es siempre el mexicano, antiguo o moderno, bello o desfigurado por la miseria, triunfante o vejado”. Por otro lado, lo califica de clásico por lo que tiene de “íntima identidad con el hombre en su sentido universal”. Es decir, establece una relación estrecha con el humanismo, y reconoce el clasicismo en el aspecto formal de su obra por su “poder de estilización sabia y emotiva [que] proclama su parentesco de sangre y espíritu con el gran arte antiguo de México”; o sea, que es clásico porque mantiene la continuidad del arte de la antigüedad indígena. En cuanto al concepto de “universal”, Gamboa cree que Rivera universalizó la pintura mexicana “porque ha entendido y expresado la médula del México imperecedero: sus formas derivan de las vernáculas; su color es el de la gente, los paisajes y los gustos de México”.(5) Con estas líneas, el museógrafo expresa una aparente contradicción: Rivera es universal porque es decididamente nacional.
Otros autores del catálogo establecen calidades
clásicas y universales. Samuel Ramos cree que el sentido
clásico de la pintura de Rivera “resulta de un equilibrio
entre la sensibilidad y el intelecto” y que los valores pictóricos
que maneja llevan al espectador hacia un plano ideal.(6)
Walter Pach considera que el pintor comprendió muy
bien la importancia de “nuestros clásicos”, es
decir, “a todos los maestros –egipcios, griegos, franceses,
etcétera– que han contribuido a la formación
del genio de América”.(7)
Así, la idea de lo clásico en Rivera se conforma en
el discurso de sus contemporáneos a partir de la filiación
que reconocen en su obra con el arte del pasado indígena
americano pero también con la tradición artística
occidental. Asimismo mencionan palabras que generalmente se relacionan
con el clasicismo, como “equilibrio”, “ideal”
y “armonía”. En cuanto a la consideración
de “nacional”, Xavier Villaurrutia establece: “La
Arqueología y la Historia, la vida presente del pueblo mexicano,
sus costumbres diarias y actuales y las supervivencias misteriosas
de sus ritos, todo ha invitado a este pintor a hacer una suma integral
y actual de México.”(8)
Rivera y el arte prehispánico
Abundan los testimonios que vinculan la inspiración
artística de Rivera con el arte prehispánico. En ocasión
del homenaje, Gamboa asentó que veía en la pintura
mural del artista “varios conceptos formales establecidos
del arte mexicano: síntesis en la particularidad y desbordante
riqueza en el conjunto; desarrollo en primeros planos, como se encuentra
desde los murales mayas hasta los códices”.(9)
Samuel Ramos atribuyó a la “realidad indígena”
los más valiosos elementos para integrar el estilo del pintor,
tales como ”colorido y formas plásticas”, y agregó:
“no cabe duda que Rivera ha estudiado todas las formas del
arte precortesiano y gracias a su capacidad de absorción
ha incorporado algunas de las modalidades de la plástica
primitiva. Esto se hace visible sobre todo en sus pinturas de caballete”.(10)
Por su parte, Germaine Weziner, también coautora del catálogo,
pregunta: “Si se observan las grandes realizaciones de la
escultura pre-colombina, ¿no se distingue alguna semejanza
con el arte de Diego Rivera, por el hecho de la exuberancia en la
creación y del mismo ordenamiento –justo y casi inquieto–
en la elaboración?”(11)
A los ojos del propio Rivera, el ideal clasicista
moderno de la perdurabilidad de la forma se avenía perfectamente
con la contundente solidez de la estatuaria y la arquitectura prehispánicas.
Pero el “clasicismo” que Rivera establece en el arte
prehispánico va más allá de encontrar la “belleza
de la forma” en la volumetría y la estructura: parafraseando
a Winckelmann(12)
y en coincidencia con los planteamientos del Monismo estético
de José Vasconcelos, el muralista entiende que el arte trasciende
el mundo de las apariencias porque “ha sido producido en armonía
con un ritmo espiritual interno”. En México esta esencia,
original del arte indígena, es la que nutre “la vida
estética de los verdaderos mexicanos” y la que conecta
al arte nacional con otras tradiciones clásicas del arte
universal. “Todo el arte clásico –escribe Rivera–
es por un lado universal, relacionado y completo, y por otro lado
es intensamente particular en cuanto a condiciones geográficas,
étnicas y físicas. Las circunstancias que rodean al
artista en un momento dado pueden determinar su forma de expresión,
pero no su principio inalterable”.(13)
Para el nacionalismo oficial, el instinto estético es el
“principio inalterable” que el indígena antiguo
legó a la cultura mexicana y que se manifiesta en el arte
prehispánico, en el arte popular contemporáneo y que
se autoatribuye Diego Rivera como parte de su “ser nacional”.
El aspecto indigenista, que incluye una gama de referencias primitivistas, es fundamental en la “consagración” que se construye en torno a la figura de Rivera. Fernando Gamboa subrayó este argumento en su plan museográfico y le dio visibilidad a través de esculturas pertenecientes a la cultura mexica que colocó aquí y allá, a lo largo del recorrido de la exposición, incluso en la sala donde se exhibieron cuadros de estilo cubista, porque según él “el arte mexicano antiguo también cultivaba el desplazamiento de las formas, como una postura estética que siglos más tarde llamaríanle cubismo”.(14) Respecto a las demás piezas diseminadas en el recorrido, el museógrafo explicó que “alguna escultura azteca frente a determinado lienzo viene a recordar simbólicamente cómo Rivera ha revivido las formas precolombinas”.(15) Al respecto, en la hemerografía revisada de la época, éste fue el único comentario sobre la presencia de estaturia mexica en el homenaje; al parecer resultaba tan natural la convivencia entre el arte prehispánico y la obra del artista que nadie más lo consignó en sus reseñas.
Coatlicue y arte nacional
El clímax de la exposición era el espacio donde se congregaron grandes fotografías de los murales, además de bocetos y cuadros de gran formato que, según los testimonios, mostraban su “gran estilo mexicano”. Se veían, por ejemplo, varios cuadros de mujeres con los famosos alcatraces y, entre ellos, un retrato de Benito Juárez, con lo cual se conjugaban de manera sugerente imágenes teñidas de color local con el héroe republicano. Inevitablemente, la amplitud de la sala comunicaba la grandeza del autor y precisamente en este sitio, frente a reproducciones de los murales realizados en el Instituto de Artes de Detroit (1932-1933), Gamboa colocó a la monumental Coatlicue, deidad mexica de la guerra. Los asistentes llegaban a los pies de esta escultura, la rodeaban y continuaban su camino, como si se tratara de una especie de peregrinaje ritual.(16)
Como ha señalado Carlos Medina en su estudio del discurso museográfico de Fernando Gamboa, cada pieza que colocaba el museógrafo en sus exposiciones tenía un sentido, nada era fortuito. Pueden proponerse varias lecturas a la presencia de Coatlicue en la sala más significativa de la exposición (y del Palacio de Bellas Artes) pero, definitivamente, la relación simbólica que Gamboa generó con la obra de Rivera es más de fondo que de forma. Germaine Weziner lo notó: “Mírese bien mirada esta obra de dinamismo contenido, pero aplastante, y vuelva a retenerse dentro de la mirada el gran fresco de Diego Rivera. Sin duda, quedará uno sorprendido por el parentesco de espíritu y de temperamento que los une”.(17) En mi opinión, lo que Gamboa quiso comunicar con esta disposición fue justamente el parentesco espiritual entre la obra prehispánica y la de Rivera, como representante máximo del arte nacional.
Las distintas explicaciones para lo anterior se relacionan precisamente con el trinomio conceptual nacional/clásico/universal, sin olvidar un elemento caro a la concepción de Gamboa de la cultura mexicana: lo espiritual. Primero lo evidente: en la exposición, Coatlicue fue colocada frente al célebre mural del lnstituto de Artes de Detroit, en el que Diego Rivera plasmó su versión de la deidad mexica transformada, mitad piedra, mitad máquina. Esta imagen denota la añeja idea de la oposición entre espiritualidad y materialidad que Rivera reinterpreta positivamente para mostrar el equilibrio cultural que caracteriza su utopía panamericanista. En términos generales, el muralista coincidió con algunos de sus contemporáneos en la aspiración de fortalecer la cultura latinoamericana sobre una base espiritual. La propuesta específica del pintor gira en torno a la misión del arte en esta empresa. Para él, el equilibrio continental se logrará a partir de una síntesis de cultura y civilización; la cultura latinoamericana y la civilización estadounidense. En este esquema, la cultura latinoamericana es de matriz indígena. La civilización norteamericana se manifiesta en el desarrollo tecnológico y científico. En suma, el plan del artista de unificación americana reúne dos dimensiones: la humanista, dada en los valores espirituales contenidos en el arte que se entiende como de origen indígena (popular y prehispánico), y la progresista, obtenida con la ciencia y técnica sajonas. Y considerando a México como el centro americano de la tradición indígena, su papel era definitivo en la conformación de la futura identidad continental. De este modo, la pétrea Coatlicue tridimensional dialogaba con la Coatlicue bidimensional del mural pintado en Detroit.
Por otro lado, la escultura estaba allí
por ser representante ejemplar de la tradición ancestral
en la cual –se decía– se fincaba el clasicismo
de Rivera, que valora especialmente la construcción del volumen
entre otras cualidades plásticas. Pero también de
un clasicismo propiamente humanista. Gamboa, como muchos de sus
contemporáneos, creía que la concepción artística
de la civilización mexica estaba imbuida de un profundo sentido
espiritual que perduró en la cultura mexicana y estableció
el canal de continuidad entre el pasado y el presente de la historia
nacional.(18) El
museógrafo ve en la Coatlicue, y en todo el arte prehispánico,
una espiritualidad vigente que forma parte de la cultura mexicana
contemporánea; de ahí que asegure que la escultura
de la deidad guarda una “similitud de espíritu y poder
plástico” con el arte de Rivera.(19)
Contemporaneidad de lo prehispánico
En la década de 1940, se enfatizó
el interés del medio académico por la contemporaneidad
del arte prehispánico. Edmundo O’Gorman, en su célebre
ensayo sobre “El arte o de la monstruosidad”, plantea
la cuestión fundamental de las relaciones espirituales del
hombre occidental de entonces con el mundo artístico de los
antiguos mexicanos antes de su contacto con los europeos.(20)
Su tesis sobre la monstruosidad del arte prehispánico es
un alegato a favor de un humanismo de cepa americana. Para él,
“lo imperfecto, juzgado con arreglo a la viva tradición
de la antigüedad griega, se emparenta estrechamente con la
fealdad, se presenta como un valor, como algo de signo positivo
[…] la fealdad puede suministrar el ambiente propicio donde
el espíritu encuentre una morada de refugio, más allá
o más acá de la vida”.(21)
Desde su punto de vista, la valoración de lo feo (o monstruoso)
en el arte “ha dejado paso franco al caudal de los valores
míticos que una razón demasiado luminosa había
sojuzgado”;(22)
es decir, sólo en el arte “monstruoso” el espíritu
“encuentra una salvación”.(23)
Remata su ensayo cuando señala que “la más auténtica
representación de lo monstruoso” en el arte prehispánico
es, ni más ni menos, que Coatlicue, escultura que “arrebata
el espíritu con el ímpetu de lo inevitable [con] su
portentosa monstruosidad”.(24)
Los planteamientos de O’Gorman acerca de
la humanidad resguardada en el arte prehispánico fueron retomados
y desarrollados en la tesis doctoral de Justino Fernández,
Coatlicue. Estética del arte indígena antiguo,
que se publicó en 1954. Con este estudio profundo y erudito,
Fernández consolida la imagen de la monumental escultura
como icono cultural y proyecta el impacto de su poder simbólico
en el público contemporáneo: “Coatlicue está
viva y no sólo es una reliquia de nuestro pasado, sino que
su presencia es una fuente inagotable de sugestiones que mueve nuestros
intereses estéticos, históricos, vitales y mortales”.(25)
Gamboa coincide plenamente con la convicción de la contemporaneidad
del arte prehispánico y la convierte en parte sustancial
de sus propuestas museográficas. Coatlicue, además,
ocupará un lugar especial en su imaginación, muestra
de ello es que en 1955 escribió y planeó con sumo
detalle el documental Coatlicue.(26)
En el guión general se nota la lectura cuidadosa que hizo
del estudio de Fernández y resulta revelador que para la
narrativa visual propusiera los murales de Rivera como marco de
referencia de la escultura. Según se lee en su plan de filmación,
las primeras escenas atienden distintos ángulos de la escultura.
Inmediatamente después, en las “segundas escenas”
dispone: “tercer shot: El Templo Mayor de Tenochtitlán.
Fragmento del mural de Rivera en fresco del corredor de Palacio
Nacional” y más adelante: “terceras imágenes:
Unos diez detalles de `México antiguo´, mural de Rivera”.(27)
Esto manifiesta cómo entendía Gamboa la importancia
cultural de la obra del muralista.
En relación con la Coatlicue, O’Gorman,
Fernández y el propio Gamboa participan de lo que Salvador
Toscano definió como “una coincidencia, de algún
modo, entre un sentimiento actual de la existencia y el que tuvo
el azteca”.(28)
Ese sentimiento actual que brinda a la diosa prehispánica
su contemporaneidad es, tal como lo definió Samuel Ramos,
el “sentimiento trágico de la vida, en el que se ponen
de manifiesto los conflictos entre los intereses vitales y mortales
del hombre”.(29)
El sentimiento trágico de la vida como pathos
de la mexicanidad fue un tema que esbozó Samuel Ramos en
El perfil del hombre y la cultura en México (1934),
que hizo explícito Octavio Paz en El laberinto de la
soledad (1950) y que forma parte importante del repertorio
temático de los estudios que se abocan a definir el temperamento
nacional. Fernando Gamboa también desplegó, en sus
exhibiciones, variaciones sobre este asunto, en especial refiriéndose
al sentido cultural de la muerte.(30)
Conclusiones
En 1949, las percepciones que se tenían
de la obra de Diego Rivera y de la escultura de la Coatlicue compartían
valoraciones que giraban en torno de lo nacional, lo clásico,
lo humanista y lo universal. Por eso Gamboa pudo construir una identidad
simbólica entre el artista y la escultura, tan distantes
en el tiempo y en la intencionalidad, con ambas expresiones conviviendo
naturalmente en el mismo espacio. El Palacio de Bellas Artes era
el principal recinto de exposición de la época, con
lo que se añade un significado más a la consagración
nacional del conjunto creado entre la pieza de arte prehispánico
y aquellas de arte contemporáneo. La museografía de
Gamboa transmitió un mensaje contundente al público
que atendió a la muestra: hay una esencia que recorre la
cultura mexicana, desde la antigüedad indígena hasta
nuestros días. Esta convicción la propuso en todas
las exposiciones que organizó como funcionario cultural (31)
y con ello defendió, desde su trinchera, el argumento nacionalista
de que la continuidad entre el pasado y el presente de la cultura
mexicana se da en un nivel espiritual.
Notas
1. Para la realización de este artículo recibí
el apoyo económico del Fondo Nacional para la Cultura y las
Artes a través del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones
Culturales en el año 2005. Agradezco también a Patricia
Gamboa, quien generosamente me orientó en mi investigación
en el archivo personal de Fernando Gamboa; a Álvaro Vázquez
Mantecón y a los miembros del Seminario de Políticas
Culturales, con sede en el Instituto Nacional de Estudios Históricos
sobre la Revolución Mexicana, por su apoyo y comentarios.
2. J.M. González de Mendoza, "Mil obras
de Diego Rivera", en Jueves de Excélsior, 11
agosto 1949. Toda la hemerografía relacionada con la exposición
y consignada en estas notas fue consultada en el Archivo Fernando
Gamboa.
3. En la reseña anónima "Consagración
Nacional", en Tiempo. Semanario de la Vida y la Verdad,
del 12 de agosto de 1949, se lee: “Pueden señalarse
9 etapas en la vasta labor de Diego Rivera que son: 1) la anterior
a su 1ª estancia en Europa, 2) su trabajo en España
de 1906 a 1908, 3) la impresionista de 1908 a 1910, 4) la postimpresionista
de 1910 a 1912, 5) la precubista de 1912 a 1914, 6) la cubista de
1914 a 1917, 7) la postcubista de 1917 a 1920, 8) el período
de los dibujos realizados en Italia durante 1920 a 1921, y, 9) la
etapa final, en que se define su personalidad, a partir de su regreso
a México en 1921”.
4. Xavier Icaza, "La feria de Diego", en Novedades, 3 agosto 1949.
5. Fernando Gamboa, “Presentación”, en Diego Rivera. 50 años de su labor artística, México, Departamento de Artes Plásticas, Instituto Nacional de Bellas Artes, Secretaría de Educación Pública, 1951, p. 13.
6. Samuel Ramos, “La estética de Diego
Rivera”, en ibid., p. 47.
7. Walter Pach, “Relaciones entre la cultura
norteamericana y la obra de Diego Rivera”, en ibid.,
p. 209.
8. Xavier Villaurrutia, “Los niños en
la pintura de Diego Rivera”, en ibid., p. 212.
9. Fernando Gamboa, “Presentación”,
en ibid., p. 13.
10. Samuel Ramos, “La estética…”,
en ibid., p. 45.
11. Germaine Weziner, “El pensamiento en la
obra de Diego Rivera”, en ibid., p. 59.
12. Unos años después de los descubrimientos arqueológicos de Pompeya y Herculano, Juan Joaquín Winckelmann publicó sus libros Sobre la imitación del arte griego (1755) e Historia del arte antiguo (1763), con los que se consagró como el pontífice del estilo neoclásico. El alemán fundó la superioridad universal del arte griego antiguo a partir de valores como “armonía”, “sencillez”, “serenidad”, “grandeza”, “claridad”, atributos que en su opinión trascendían la belleza formal y mostraban la perfección en la fisonomía del espíritu creador. Cfr. Imagen y carácter de J.J. Winckelmann: cartas y testimonios, comp. Juan Antonio Ortega y Medina, México, UNAM IIE, 1992.
13. Diego Rivera, “De la libreta de apuntes de un pintor mexicano” (1925), en Diego Rivera. Textos de arte, tomo I, compilación de Xavier Moyssén, México, El Colegio Nacional, 1996 (Obras de Diego Rivera), p. 75.
14. Juan B. Climent, “La exposición de Diego Rivera interpretada por su organizador, Fernando Gamboa”, en Eco, diciembre 1949-enero 1950.
15. Ibidem.
16. Así se ve en la película de Roberto
Gavaldón La casa chica (1949): el personaje que
interpreta Dolores del Río asiste a la exposición,
camina por la Sala Nacional y observa extasiada los murales, sin
mirar siquiera a Coatlicue.
17. Germaine Weziner, “El pensamiento...”, en op. cit., p.59.
18. Carlos Medina, “Two Curators, Several Exhibitions,
One Country”, inédito.
19. Juan B. Climent, “La exposición de Diego Rivera…”, en op. cit., p. 23.
20. Edmundo O’Gorman, “El arte o de la monstruosidad”, en Seis estudios históricos de tema mexicano, México, Universidad Veracruzana, 1960 (Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, 7).
21. Ibid., p 50.
22. Ibid., p. 51.
23. Ibid., p. 54.
24. Ibid., p. 53.
25. Justino Fernández, “Coatlicue. Estética
del arte indígena antiguo”, en Estética
del arte mexicano, México, UNAM - IIE, 1990, p.
148.
26. Archivo Fernando Gamboa, FG-Coatlicue/1 a FG-Coatlicue/66.
27. Plan del documental Coatlicue. Archivo Fernando Gamboa, FG–Coatlicue/1 a FG-Coatlicue/3.
28. Salvador Toscano citado en Justino Fernández, op. cit., p. 30.
29. Samuel Ramos, “Prólogo”, en Estética del arte mexicano, op. cit., p. 30.
30. Carlos Medina, op. cit.
31. Ibidem.
|
|