Alejandro Zenker
• Alberto Ruy Sánchez y Leda •
(de la serie La escritura y el deseo),
2002, técnica digital.
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Trivialis: erotismo, pornografía y obscenidad en la mirada fotográfica
El autor del presente texto apunta que “la pornografía, como la vida, no tiene que ser una fatalidad” y plantea una lectura “pornogramática” que analice la imagen pornográfica bajo el registro del placer y el goce, que nos enfrente no a la visibilidad del deseo sino al deseo de visibilidad.
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FABIÁN GIMÉNEZ
• DOCTOR EN FILOSOFÍA
Investigador del Cenidiap
fgimenezgatto@yahoo.com.mx
Un escritor –y yo entiendo por tal no al soporte de una
función ni al sirviente de un arte, sino al sujeto de una
práctica– debe tener la obcecación de un vigía
que se encuentra en el entrecruzamiento de todos los demás
discursos, en posición trivial con respecto a
la pureza de las doctrinas (trivialis es el atributo
etimológico de
la prostituta que aguarda en la
intersección de tres vías).
Roland Barthes
I
Erotismo, pornografía y obscenidad son tres posibles vías de acceso a la imagen fotográfica y a su relación con el cuerpo, el placer y el deseo. Las tres guardan, etimológicamente, una afortunada relación con la prostituta y su trivialidad; la intersección de estos tres regímenes de visibilidad configura el espacio de ciertas miradas fotográficas, miradas que producen no sólo imágenes del deseo sino, también, el deseo de imágenes. Podríamos decir, parafraseando a Godard, que nos enfrentamos, cuando la suerte nos sonríe, no a una imagen erótica sino al erotismo de una imagen. En este sentido, me gustaría continuar el gesto de Roland Barthes, proseguir el delirio etimológico unos instantes, recorrer cada una de estas tres vías, para encontrar en su intersección a la prostituta, no al vigía –el que ve y vigila–sino a ella, el objeto de la mirada, de todas las miradas.
El erotismo se vincula, principalmente, con la pulsión escópica, el deseo de ver nunca satisfecho del todo, el juego de la presencia y de la ausencia, de lo visible y de lo invisible. En cambio, en la pornografía opera una desaparición de la ausencia en la imagen: todo es visible, la imagen se ofrece, sin velos, a la voracidad de la mirada. Pornografía significaría entonces –si hemos de creer en la etimología– “escritos sobre las prostitutas”, una suerte de epíteto de grueso calibre que serviría para nombrar, no sin desprecio, aquellos textos que trazan los burdos contornos de una práctica sexual carente del glamour de lo erótico, de sus velos, elipsis y derivas. Ahora bien, la etimología de la palabra “prostituta” resulta bastante sugerente, parece provenir del latín prostituere, vocablo compuesto donde pro significa adelante y statuere significa estacionado, parado, colocado; entonces, prostituta sería quien se coloca adelante, a la vista (en la intersección de tres vías). La prostitución se vincularía, más que con el comercio sexual, con un régimen de signos fundados en una visibilidad exacerbada, la prostituta es aquella que se coloca frente a nuestras narices, quizá demasiado cerca para poder establecer una escena –la del voyeurista de la seducción y de la distancia–, siendo, en definitiva, obscena. Siguiendo con el tour etimológico, obsceno proviene del latín obscenus y significa de mal augurio. Tal vez este hado funesto tenga que ver con la crisis de la representación, con la clausura de la distancia escénica (ob-scena, significa, literalmente, lo que está fuera de escena), con la desaparición de la seducción y el abismamiento de la mirada en la obscenidad de las imágenes, demasiado cercanas siquiera para ser contempladas, como ha señalado Jean Baudrillard(1) en infinidad de oportunidades.
Lo obsceno produciría imágenes sin mirada, es decir, carentes de la distancia necesaria para convertirse en objetos de representación, en objetos de deseo. Paradójicamente, estas imágenes obscenas han entrado en el espacio escénico y transfigurado las reglas del juego estético; lo pornográfico sería un buen ejemplo de esta fractura, de esta crisis de la dimensión estética de la imagen y no es casual que Baudrillard vincule, por momentos, la seducción con la imagen erótica y la obscenidad con la imagen pornográfica. Asimismo, Roland Barthes –quien fuera uno de los más entrañables maestros de Baudrillard– señala algo similar en sus notas sobre la fotografía: “el cuerpo pornográfico, compacto, se muestra, no se da, no hay ninguna generosidad en él”;(2) es decir, la hipervisibilidad convierte al cuerpo en un monstruo sin deseo, la imagen no se nos entrega –en el sentido erótico de la expresión–, simplemente se nos muestra en una suerte de exhibicionismo monstruoso. No es raro que la palabra monstruo provenga del latín monstrum, aquel que se muestra, que no puede ocultarse de las miradas. De nuevo nos topamos con lo obsceno en términos de representación, el monstruo nos remite a unos signos excesivos, un zoom que hace del cuerpo un objeto demasiado visible, signos que Barthes asocia con un “erotismo pesado” –compacto e inmóvil– que deja poco espacio para la liviandad del deseo, su sutileza, su carácter evanescente que se dibuja sobre un fondo de ausencias, de fragmentos liberados de la aparatosidad de lo pornográfico.
II
Después de este breve recorrido etimológico,
plagado de monstruos, prostitutas y malos augurios, podríamos
estar tentados a condenar toda forma de textualidad pornográfica,
exiliarla del espacio del erotismo fotográfico, recluirla
en las páginas polvorientas de la literatura “erótica”,
construir un maniqueísmo fácil donde los términos
se opongan sin restos: un erotismo bueno y una pornografía
mala. Más bien, creo que deberíamos hacer todo lo
contrario. Un comienzo podría ser reivindicar el sentido
radical de lo pornográfico, entenderlo en términos
de una crisis de la representación fundada en la distancia
escénica e inventar, de esta forma, una suerte de pornografía
como prostitulogía, un neologismo grecolatino que
serviría para nombrar una serie de prácticas textuales
y análisis teóricos en torno a la visibilidad extrema
de lo obsceno, aquello que, como una prostituta en el cruce de las
tres vías, se coloca adelante, a la vista. Obscenidad afortunada,
trivialidad de una erótica de la banalidad convertida en
una analítica pornogramática. En lo pornográfico,
el deseo ya no es lo que era, mutación escópica, de
imágenes del deseo al deseo de imágenes.
Ahora bien, comencemos por ubicar la problematización
de lo pornográfico en el marco más general de una
crisis de la representación estética. Lo transestético
es, para Baudrillard, un fenómeno vinculado con la desaparición
de los límites del arte; en este sentido, expresiones como
“arte pornográfico” o “pornografía
artística” resultan sintomáticas, formas
oximorónicas que parecen remitirnos a esta suerte de colusión
transestética: la pornografía ya no demarca el límite
del arte, su backstage, su parte trasera o su parte maldita,
ya no constituye lo que podríamos llamar su dimensión
de exterioridad. Deleuze solía decir que las cosas interesantes
siempre suceden en el medio, a mitad de camino; podríamos
pensar este pliegue, este “entre” arte y pornografía,
como el espacio de la coquetería simmeliana,(3)
la simultaneidad del sí y del no, la afirmación y
la negación simultánea de ambos espacios, la fórmula
de un intercambio imposible. Donna Haraway llamó “ironía
posmoderna” a estas formas de coquetería, a esta posibilidad
de lidiar con las contradicciones sin intentar superarlas en una
síntesis dialéctica. Creo que algo similar sucede
con esta tensión entre arte y pornografía; no esperemos
superarla, aceptemos, con humor y seriedad –como nos recomienda
Haraway–, “la tensión inherente a mantener juntas
cosas incompatibles, consideradas necesarias y verdaderas”.(4)
Erotismo y pornografía como formas duales, antagónicas, en un duelo permanente, en un encadenamiento de las formas, más allá de la transgresión o de la superación dialéctica; en definitiva, tracemos un espacio agonístico donde el desafío no desaparezca en una especie de indiferenciación, de paz cultural o de pluralismo light. Es decir, después del pasaje de la ilusión a la desilusión estética, podríamos imaginar la posibilidad de una ilusión transestética, figuras de la reversibilidad, imágenes de una obscenidad seductora, de una seducción obscena. La ilusión transestética consistirá en desviar a las imágenes de su verdad y de su sentido, más allá de las metáforas eróticas y de la literalidad de lo pornográfico incursionar en el terreno de la metamorfosis, encontrar un tercer término –ni literal ni metafórico– que permita “hacer escapar al cuerpo de sí mismo” (Foucault dixit).
Más allá del principio del placer, el goce instaura nuevas modalidades pornogramáticas, nuevas fusiones del cuerpo y de la escritura,(5) para producir una suerte de enloquecimiento en la maquinaria pornográfica, entendida como un ensamblaje sintagmático de cuerpos y, en particular, de flujos y cortes de flujo. Podríamos imaginar una microfísica del deseo, desplegada a partir de una lógica del cuerpo fragmentado, una efervescencia del cuerpo, más allá de toda organicidad, de toda genitalidad estructurada a partir del modelo fálico de la penetración. La pornografía, como la vida, no tiene que ser una fatalidad. La idea es liberar al placer del principio del placer, convertir las imágenes de placer en imágenes de goce. Conocemos las imágenes de placer, se reiteran incansablemente en la cruda genitalidad del discurso pornográfico; las imágenes de goce, en cambio, conservan, en una cultura de la eyaculación precoz, el encanto de un enigma, desafían la legibilidad del sexo como signo. El placer de la imagen es aquello que se repite, como si nada; el goce de la imagen sería su valor disruptivo, en ella el cuerpo y el placer se pierden en una especie de afanisis erótica, de ilegibilidad del propio deseo, un espacio ciego que introduce un vacío en el cuerpo de la imagen, una pornografía imposible. A diferencia de la pornografía obvia, sería necesario pensar a la pornografía de otro modo, no desde su obviedad, más o menos descerebrada, sino desde cierto carácter obtuso, ilegible, a través del goce de la significancia, del sentido “en cuanto es producido sensualmente”;(6) es decir, recuperar al goce como horizonte utópico de la imagen erótica, representación del cuerpo en estado atópico, del deseo en estado volátil. Emulsiones y significaciones, finalmente, todo se reduce a eso. En este sentido, la valoración de las imágenes prostitulógicas no se establecería a partir de la oposición erotismo/pornografía, vinculada estrechamente con un paradigma de la profundidad del significado o de la representación entendida en función de la distancia escénica, sino a partir de sutiles diferencias significantes en términos de placer y de goce. La valoración tendría que ver, entonces, con efectos de superficie, con procesos de significación que recorren, como impulsos eléctricos, las zonas erógenas de la imagen fotográfica.
III
A partir de esta lectura pornogramática de la dimensión prostitulógica de la imagen erótica sería posible trazar, al menos, cuatro categorías de análisis que nos permitirán abordar nuevas formas de pornografía, coqueteos del arte con su “afuera”, con estas figuras vinculadas con la obscenidad que, gracias a las derivas producidas por lo transestético como fuerza centrípeta, se han convertido en un paradójico tropo al interior de la discursividad fotográfica. La idea es empezar a cartografiar el espacio de lo que llamaremos pornografía hipertélica: en un gesto excesivo, hipertélico, la pornografía excede su finalidad, transgrede sus propios límites y, en este movimiento, termina por penetrar el espacio artístico y operar un trastocamiento del mismo, una perversión de la distancia escénica a partir de un deseo exacerbado de visibilidad, de profundización de la mirada, que culmina en un despliegue operático de signos, una semiurgia erótica, un arte de la desaparición donde el sexo es sustituido por sus signos excesivos. Metapornografía, porno-apropiacionismo, contrapornografía y pornografía espectral, cuatro estrategias de representación pornogramática que se distinguen, por su novedad y complejidad, del viejo “in & out” de lo pornográfico, de la simple visión, más o menos ingenua e infantil, de escenas de sexo explícito. En esta dimensión hipertélica, el sexo no es explícito, es excéntrico. Un sexo descentrado, literalmente desenfocado. Exorbitantes, fuera de órbita, los signos del sexo alcanzan la velocidad de escape, se liberan de la fuerza gravitatoria de lo referencial, se tornan vacíos, flotan ingrávidos en un espacio de circulación pura, brillan en la superficie de la imagen fotográfica iluminados por el destello flotante del sentido.
Una primera línea de fuga se vincula con
la metapornografía, un ejercicio metadiscursivo donde se
escenifican, como si de un lenguaje objeto se tratara, las figuras
más representativas de la retórica del hardcore.
Los cuerpos recrean los códigos vacíos del discurso
pornográfico: posturas, poses, gestos, son entrecomillados
y puestos en escena, unos tableux vivants que potencian
la afectación pornográfica, la artificialidad se hace
visible, la pornografía es presentada como un sistema de
signos fuertemente codificado. Nada resulta espontáneo, cada
gesto de placer, cada caricia, cada acoplamiento, están perfectamente
calculados, nada queda librado al azar en esta coreografía
erótica. Los cuerpos recrean, una y otra vez, las acrobacias
sexuales más extremas con la precisión de un cirujano.
No existen ambigüedades en esta autorreferencialidad pornográfica,
las imágenes fotográficas pueden organizarse temáticamente
a partir de una suerte de compulsión clasificatoria (imposible
de evitar para el ojo entrenado en estos placeres escópicos)
que coincide con los subgéneros del porno. Sin embargo, esta
repetición implica diferencia, las figuras retornan fuertemente
estetizadas, en este caso, los performances sexuales más
perversos, bizarros y extremos (estos adjetivos no son para nada
despectivos sino todo lo contrario) adquieren la belleza casta y
púdica de un desnudo clásico. Lo metapornográfico
aleja, a partir de una estrategia analítica y estetizante,
la inmediatez de la imagen pornográfica, la obscenidad es,
paradójicamente, escenificada, no podemos dejar de leer su
retórica mientras la contemplamos a distancia. El fotógrafo
Tony Ward es, a mi gusto, uno de los más finos exponentes
de este preciosismo pornográfico.
Por otra parte, el porno-apropiacionismo convertirá
a la imagen pornográfica en un ready-made, del objeto
sexual al objet trouvé no hay más que un
paso. Es decir, la objetualización del cuerpo y del deseo
se potencia en esta estrategia apropiacionista, la imaginería
pornográfica se convierte en un objeto de consumo más
que puede incorporarse, como un urinario o una lata de sopa Campbell´s,
al espacio artístico. Porno-apropiacionismo que emparenta,
sin mayores dificultades, a un erotismo pop y a un arte de consumo.
Quizá lo pornográfico sea la expresión más
pop del erotismo, la conversión más salvaje del sexo
en imagen fetichizada; en este sentido, ciertas manifestaciones
artísticas contemporáneas no han podido evitar la
fascinación ejercida por las formas más extremas de
mercantilización de lo sexual. A diferencia del gesto metapornográfico,
el porno-apropiacionismo traficará con la imagen pornográfica
al interior del espacio de la representación estética
sin recurrir a ninguna estrategia hiperbólica, simplemente
una operación de traslado donde el hardcore emigrará
del circuito mediático, masivo, para entrar al espacio museístico
para explotar, de esta forma, su extranjería, su exotismo,
en una especie de sexploitation artística.
Dos ejemplos, la exhibiciones Prostitution
(1976) del grupo COUM Transmissions(7)
y Made in Heaven (1991) de Jeff Koons y de Ilona Staller
(conocida como Cicciolina). Para la primera, la artista Cosey Fanni
Tutti trabajó como modelo durante dos años en la industria
del sexo. Sus fotografías, previamente publicadas en revistas
para adultos, fueron exhibidas tal como aparecieron en las páginas
de Park Lane, Fiesta, Playbirds y otras
tantas publicaciones pornográficas de dudosa reputación
en el Institute of Contemporary Arts de Londres. De esta forma,
la imagen pornográfica irrumpía, sin coartadas estéticas
ni adulteraciones, en el espacio museístico. Pornografía
salvaje, las fotografías de Tutti convertida en modelo pornográfica
hacían su entrada triunfal al mundo del arte; a partir de
entonces, las relaciones entre arte y pornografía se volvieron
cada vez más complejas. Quince años después,
en Made in Heaven, la actriz porno Cicciolina le devolverá
la visita a Cosey Fanni Tutti, recreando, junto con Jeff Koons,
las escenas de sexo explícito que la hicieron famosa en películas
triple X como, por ejemplo, The Rise of the Roman Empress
(1987). Exaltation, una de las fotografías más
polémicas de toda la exhibición, no hacía más
que repetir, en el contexto artístico, el signo más
distintivo del género pornográfico, un money shot
que presentaba, con el encuadre característico de un film
hardcore, el close-up de una eyaculación de
Koons sobre el prístino rostro de Cicciolina. Jeff Koons
e Ilona Staller elevaban, gracias a este gesto transestético,
al cum shot a la categoría de ready-made.
No creo que Duchamp pensara, cuando utilizó su semen en la
pintura Paysage fautif (1946), que las cosas irían
a llegar tan lejos.
Otro camino interesante en la problematización
de lo obsceno se despliega a través de una estrategia contrapornográfica.
El gesto apofántico (“esto no es pornografía”)
funciona a partir de la apropiación e intervención
de imágenes electrónicas, pornografía digital
que, gracias a una serie de filtros, se torna prácticamente
ilegible, irreconocible. Se instauran nuevos registros de representación
del deseo, enfrentándose a la saturación de imágenes
reconocibles –que desde su previsibilidad funcionan como el
leitmotiv de la pornografía más tradicional–,
las pornográficas imágenes electrónicas de
Arturo Díaz Belmont, apropiadas de Internet y modificadas
digitalmente, se apartan de la “normalidad pornográfica”;
la multiplicidad de filtros, cortes, montajes, desorganiza la orgánica
representación del cuerpo, las imágenes se tornan
ilegibles, el sexo parece estar “fuera de foco”. Icónicamente
incorrectas, se alejan de su finalidad inicial, pierden su carácter
explícito, se abisman en una especie de repliegue de la discursividad
prostitulógica, en un tránsito de la figuración
porno a la abstracción erótica.
De lo explícito a lo implícito, las fotografías conservan la sugerencia de la forma, oculta tras los velos digitales. En una especie de striptease de signo contrario los cuerpos son recubiertos, encubiertos, arropados en una estética del ocultamiento opuesta al deseo de máxima visibilidad que recorre la representación pornogramática. Lo contrapornográfico ofrece una desestabilización de la figura, un emborronamiento de los signos del sexo, pasaje de la hipervisibilidad a la infravisibilidad, pornografía grado cero donde la obscena inmediatez del hardcore es interceptada, filtrada, oscurecida. Se opera un relevo al interior de la mirada fotográfica, del zoom al blur, de la transparencia a la opacidad, desnudez imposible donde el dispositivo erótico funciona a partir de velos que, en lugar de caer, no cesan de acumularse sobre la superficie de la imagen.
Una cuarta línea se vincula con lo que llamaré
pornografía espectral, una estrategia de afanisis de lo erótico,
de réquiem por el deseo escópico. Representaciones
del sexo en estado de desaparición, donde la imagen fotográfica
parece convertirse en el lugar privilegiado de la ausencia. Vacuidad
del cuerpo, del sexo y del deseo, nuestra mirada se enfrenta a los
signos de algo que ha desaparecido. Estas imágenes evocan
la frustrante ausencia de corporalidad presente en lo fotográfico,
de ahí su carácter espectral, fantasmagórico.
Derrida comentará –a propósito del “efecto
fantasmagórico” que Barthes asociaba con la fotografía–
lo siguiente: “El espectro es en primer lugar lo visible.
Pero es lo visible invisible, la visibilidad de un cuerpo que no
está presente en carne y hueso. Se niega a la intuición
a la cual se entrega, no es tangible.”(8)
La pornografía espectral nos confronta con cuerpos imposibles
de acariciar con la mirada, convertidos en fantasmas frente a nuestros
ojos. Pasaje de la pequeña muerte a la muerte a secas, la
sensualidad se desvanece en esta especie de necromancia erótica,
de exhumación del cuerpo, de autopsia del deseo.
Si entendemos la significancia a la manera barthesiana,
es decir, como un sentido que se desprende, sensualmente, de la
imagen erótica, la pornografía espectral producirá
un colapso del sentido erótico de la imagen, una crisis de
la sensualidad del sentido, fantasmagoría de un cuerpo sin
secretos, condenado a la desaparición. Por ejemplo, en las
imágenes del artista belga Wim Delvoye el deseo de visibilidad
no se detendrá en los límites de la piel, sus imágenes
de rayos X convertirán el abrazo de los amantes en una danza
mortuoria, cuerpos transparentes, esqueletos atravesados por la
mirada, fantasmas. Lo mismo sucede en el arte médico, la
visibilidad es llevada al paroxismo, los cuerpos se abren ante nuestra
mirada, espiamos a través de una herida abierta como lo haría
un voyeurista a través del ojo de la cerradura,
pero, a diferencia del voyeur victoriano, preferimos colocar
a la corporalidad bajo el microscopio, atravesarla con rayos X o
captar su calor con infrarrojos. Paroxismo de la visibilidad espectral
en el filme The operation (Jacob Pander y Marne Lucas,
1998), la primera película pornográfica realizada
enteramente con cámaras infrarrojas, sustitución de
la presencia del cuerpo –en carne y hueso– por su calor,
creando, al decir de Jack Sargeant, “un tropo fantasmagórico
basado en la respuesta bio-física del cuerpo a la estimulación.”(9)
Estos “tropos fantasmagóricos” se convierten
en las nuevas zonas erógenas de estos cuerpos espectrales,
que empiezan a ser cartografiados por las formas más experimentales
del discurso pornográfico entendido como prostitulogía,
este deseo de visibilidad que lleva a la representación del
cuerpo y sus placeres hasta sus límites.
IV
En La escritura y el deseo, de Alejandro Zenker, nos enfrentamos no a la visibilidad del deseo sino al deseo de visibilidad, quizás ahí radique parte de la fascinación ejercida por estas imágenes. Lo que está en juego es la visibilidad del deseo y de la escritura, convertidos en un conjunto de signos dados a la mirada; en este sentido, las fotografías de la serie funcionan a partir de lo que podríamos llamar una retórica pornogramática. El cuerpo opera como signo al interior de una combinatoria sintagmática, la unidad mínima de estas discursividades eróticas es el pornograma, la fusión del cuerpo y la escritura en el espacio de la imagen. Ahora bien, esta dimensión significante de la imagen fotográfica nos conduce a una metamorfosis de la mirada, una suerte de perversión del deseo escópico (ya, de por sí, perverso), mutación semiológica donde la mirada pornográfica se transforma en lectura pornogramática.
Uno escribe con su cuerpo –solía decir Roland Barthes– y Alejandro Zenker llevará esta afirmación al terreno de la imagen, el cuerpo del escritor hecho visible gracias al mágico click de la cámara fotográfica. La escritura se materializa, la corporalidad del escritor entra en escena, su deseo (quizás el deseo de escribir) se espejea en el cuerpo desnudo de la modelo que lo acompaña. Leda es su contrapunto, la desnudez silenciosa que acompaña esa otra desnudez, la de las palabras. Imágenes que desterritorializan el espacio de la literatura, pasaje del corpus literario a la corporalidad del escritor, el fin parecería didáctico: aprecien, estimados lectores, el cuerpo del que escribe, sepan que la materialidad significante del texto proviene de esta otra materialidad, corporalidad que produce escritura y que, ahora, es reescrita con luz, foto-grafiada.
Reversión escópica en el entrecruzamiento
del cuerpo, la escritura y el deseo, intercambio simbólico
donde el escritor pornógrafo y vigía se
convierte en prostituta –en objeto de la mirada, Alejando
Zenker lo coloca adelante, a la vista, frente al objetivo fotográfico;
esta sería, a mi parecer, la dimensión prostitulógica
de la serie La escritura y el deseo, un juego de visibilidad
que traza sobre la superficie fotográfica el acto de escribir,
vinculándolo con lo que Roland Barthes llamaba “una
práctica corporal de goce”.(10)
El placer se dice, no así el goce. Estas fotografías
abordan, creo yo, lo indecible de la escritura como práctica
corporal de goce y esto, a través de otra escritura, el lenguaje
fotográfico de Alejandro Zenker, que intenta reflejar, con
imágenes, lo indecible del goce de escribir, esto es, el
propio cuerpo del que escribe. De la in-scripción/escritura
a la de-scripicion/imagen, la corporalidad se convierte en signo
al interior del espacio fotográfico. La fotografía
conecta, en una especie de menage a trois, tres cuerpos,
el del escritor, el de la modelo y el del fotógrafo, un threesome
del que se desprende un tercer sentido, un gesto compartido en el
cruce de las tres vías (trivialis), donde la interlocución
erótica se transforma en una imagen que penetra el espacio
indecible del deseo de escribir, o bien, de escribir el deseo.
Este breve recorrido por algunas estrategias
de problematización pornogramática intenta trazar ciertas
coordenadas para el análisis de un territorio que, por su complejidad,
no termina de adquirir la visibilidad que se merece; las formas extremas
de la mirada pueden, aunque suene paradójico, pasar inadvertidas,
tornarse invisibles, perderse como lágrimas en la lluvia. En
este sentido, me parece interesante jugar con la idea del deseo como
la dimensión de lo irrepresentable en la imagen fotográfica,
desempolvar la vieja categoría de lo sublime y ponerla a funcionar
bajo el registro del placer y del goce, ya que, como afirmó
el fotógrafo francés Hervé Guibert, “la
imagen es la esencia del deseo y si desexualizas la imagen, la reduces
a la teoría”,(11)
desear a estas imágenes más que teorizar sobre ellas,
quizás, en un afortunado giro de tuercas, ellas terminen devolviéndonos
el favor.
Notas
1. “Está claro que escena y obscena no tienen
la misma etimología, pero la aproximación es tentadora,
pues, desde el momento en que existe escena, existe mirada y distancia,
juego y alteridad. [...] Por el contrario, cuando se está
en la obscenidad, ya no hay escena ni juego, la distancia de la
mirada se borra.” Jean Baudrillard, Contraseñas,
Barcelona, Anagrama, 2002, p. 35.
2. Roland Barthes, La cámara lúcida, Barcelona, Paidós, 1997, p. 111.
3. Georg Simmel, Sobre la aventura, Barcelona,
Península, 2002, pp. 139 y sigs.
4. Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres, Madrid, Cátedra, 1995, p. 253.
5. Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola,
Madrid, Cátedra, 1997, p. 182.
6. Roland Barthes, El placer del texto,
México, Siglo XXI, 1995, p. 100.
7. Cosey Fanni Tutti y Genesis P. Orridge fueron sus miembros fundadores.
8. Jaques Derrida, Ecografías de la televisión, Buenos Aires, Eudeba, 1998, p. 145.
9. Jack Sargeant, “Hot Zones – The Operation”, en Suture. The Arts Journal, vol. I, Londres, Creation Books, 1998, p. 55.
10. Roland Barthes, Variaciones sobre la escritura, Barcelona, Paidós, 2002, p. 158.
11. Hervé Guibert, Ghost Image, Los
Ángeles, Green Integer, 1998, p. 96.
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