Naufragios del coleccionismo de arte
En tanto agentes culturales,
los coleccionistas son figuras centrales en el mundo del arte; asimismo,
es innegable la importante contribución de las colecciones
privadas a la cultura en la que interactúan. Sin embargo,
es prioritaria la elaboración de un marco legal que regule
su funcionamiento, así como establecer una definición
clara de los “campos de acción”, tanto de la iniciativa privada
como del Estado, en la materia.
• • •
ANA GARDUÑO • HISTORIADORA DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
xihuitl@mx.inter.net
I
En una subasta de Christie's de París, realizada
el 10 de junio de 2004, se vendió El fumador, cuadro
de Rufino Tamayo de 1945. Esta pieza había formado parte
del acervo del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (Marco),
un recinto privado que recibe para su operación presupuesto
anual del gobierno de Nuevo León. El óleo había
sido donado en 1991 a dicha institución por Marta Dueñas
de Regalado, coleccionista de origen salvadoreño.
Muchas reflexiones propicia este “incidente”. De
momento, lo que me interesa apuntar es que la donación a
espacios privados no necesariamente garantiza que la institución
receptora conserve y exhiba dichas piezas, ya que “la buena fe del
coleccionista” muchas veces se ve sorprendida: es aprovechada por
aquellos directivos que, gracias al vacío legal, venden lo
que recibieron para su custodia permanente. “Fue donada al museo
sin ninguna condición. No había restricción
alguna”, argumenta al respecto de la obra citada de Tamayo el ex
director del Marco, Fernando Treviño, y jurídicamente
tiene razón.
Segundo caso: la desaparición del Centro
Cultural Arte Contemporáneo –auspiciado por la Fundación
Cultural Televisa–, hecho que se anunció entre abril y mayo
de 1998, después de la muerte del empresario Emilio Azcárraga
Milmo. Entre otras consecuencias, tal decisión dejó
sin recinto de exhibición a la colección de Jacques
y Natasha Gelman. Sin sede fija, el acervo itineró por varios
años hasta que el 25 de mayo de 2004 se inauguró su
nuevo espacio en el Centro Cultural Muros, en la ciudad de Cuernavaca,
sitio que ha causado incesante polémica desde que, con la
complicidad gubernamental y aprovechando las lagunas jurídicas
para la protección de edificaciones del siglo XX, la transnacional
Cotsco destruyó el Casino de la Selva para su edificación.
¿Por qué los Gelman y la Sra. Dueñas
de Regalado no donaron sus propiedades a un museo estatal? Lucero
Isaac, quien fue amiga íntima de Natasha Gelman, declaró
que ella “temía que sus cuadros fueran a parar a un museo
sin presupuesto para restaurarlas o para instalarlas en un buen
marco. Le daba miedo que su tesoro terminara en desastres, en casa
de políticos que ni siquiera apreciarían lo que tenían
o de algún diputado ignorante”.(1)
Por lo que se ve, sus prejuicios contra las instituciones estatales
y el abuso de poder de los funcionarios les impidió notar
la fragilidad de las fundaciones privadas tanto como la arbitrariedad
de sus ejecutivos. Así, pese a todo, vemos que existe mayor
garantía de permanencia en un museo estatal que en un privado.
Esto, justamente, era lo que buscaba el Dr. Alvar
Carrillo Gil cuando en 1972 decidió entregar mediante
una negociación mixta de venta y donación su
prestigiada colección de arte al Estado. Permanencia, exhibición
inninenterrumpida, preservación de su identidad y la no dispersión
del acervo fueron las principales cláusulas del convenio.
II
Que el Dr. Carrillo fuera tan precavido no fue
casualidad. Era un hombre que había conocido desde dentro
el sistema político pues entre 1925 y 1938-40 se desempeñó
como funcionario público en el sector salud y fue testigo
cercano de las reglas no escritas del régimen, en su calidad
de empresario farmacéutico, primero, y de prominente coleccionista
de arte, estrechamente vinculado con diversos miembros de la burocracia
cultural, después. Fue por ello que buscó anteponer
numerosos candados a la voracidad de los hombres en el poder y al
descuido o apatía en materia cultural por parte del Estado.
Poner tantas condiciones para negociar no fue bien visto por las esferas del poder federal, de allí que fueron varios los intentos infructuosos, iniciados en el sexenio de Adolfo López Mateos, hasta su concreción bajo el gobierno de Luis Echeverría. Gracias a ello no sólo se creó el Museo de Arte Contemporáneo Alvar y Carmen T. de Carrillo Gil en 1974, sino además se protegió su acervo original de la dispersión, la adjudicación a algún otro museo o de su reclusión en bodegas.
Incluso el acto de vender y no sólo donar revela una estrategia. Inés Amor, una de las galeristas más importantes del siglo XX, explicó que vender era un rasgo común entre los coleccionistas que se decidían a desprenderse de sus posesiones artísticas. Y no sólo se debía a falta de generosidad o, en otros términos, a cierto desinterés de los particulares para con el desarrollo artístico de este país, sino también a la necesidad de salvaguardar sus legados:
¿Cuál es la razón por la que los coleccionistas mexicanos no ceden sus colecciones? Me temo que es por desconfianza. Creo que la mayor parte de ellos piensa que el porvenir de una colección donada es más que dudoso; puede correr el riesgo de ser desintegrada merced a abusos del poder político y acabar en propiedad de los altos dirigentes en función. El vender, por lo contrario, aunque sea en sumas ínfimas, asegura cierto control, ya que necesariamente las obras quedan catalogadas y numeradas en inventarios.(2)
Así, esta medida fungía como escudo de protección contra la sistemática arbitrariedad de la alta burocracia estatal frente a la cual los particulares se sentían impotentes.
De esta forma, a pesar de que han transcurrido poco más de treinta años de la transición de una colección privada en pública, el caso Carrillo Gil continúa siendo un ejemplo a seguir en cuanto a las precauciones que deben tomar los coleccionistas que deseen perpetuar su memoria a través de la exhibición permanente de sus acervos, sea en fundaciones privadas o estatales.
III
En nuestro país, como en muchos otros que a principios del siglo XX apostaron por la construcción de un Estado fuerte y de bienestar social, bajo cuyo control se inscribiera el desarrollo cultural, se cuestionó que un particular fuera dueño de objetos considerados patrimonio nacional o universal.
A pesar de los prejuicios de muchos de los protagonistas del área cultural, en México las colecciones de arte formadas antes de los años cuarenta por lo general no obedecían al valor de intercambio o la plusvalía de los productos; al contrario, se adquirían por sus valores simbólicos.
Aunque en las primeras décadas del siglo XX fue innecesaria una gran inversión de capital para la formación de antologías de arte, después de la década de los cuarenta creció la importancia del factor económico como medio de acceso al coleccionismo. Esta alza de precios vino como consecuencia de la consolidación del mercado del arte local.
Como lo demuestra la historia del coleccionismo universal, se establece una estrecha relación entre el coleccionista y las creaciones de su propiedad, entre sujeto-objeto, por lo que el prestigio que éste recibe depende de la valía que se adjudica a lo que posee, así como a la selección y el orden que les otorgue; esto es, su reputación está estrechamente relacionada con su capacidad de imprimir un sello individual a su acervo. Dependía de la facilidad con que permitía el acceso a sus posesiones, lo que lo hacía visible en el mundo del arte.
Al interior de su colección, pero también
en el ambiente artístico de su tiempo, Carrillo detentó
poder simbólico y material: en el discurso público,
clasificar y jerarquizar arte son formas de poder. Del mismo modo,
a través de sus elecciones, otorgó identidad y significado
a la colección: el valor adjudicado a su acervo es equivalente
al valor concedido al coleccionista.
No sólo es una cuestión de prestigio personal. Sus selecciones, tanto como sus exclusiones, le permitieron posicionarse dentro del ámbito cultural mexicano y constituirse como coleccionista líder, ya que sus decisiones generaron atención y expectación, e incluso propiciaron cambios en la percepción de la obra de un artista concreto; por ejemplo, su especial predilección por un conjunto específico dentro de la producción de Orozco contribuyó a definir la forma en que lo percibían sus contemporáneos, a mejorar su recepción y fortuna crítica.
Su buena reputación como coleccionista, esto es, las altas calificaciones con las que el sector cultural lo distinguió, también contribuyó a la construcción de su liderazgo dentro del universo artístico nacional; es decir, una de las formas en que visiblemente se concretó su poder fue en cuanto a la influencia que ejerció entre sus congéneres.
Por otra parte, si bien el yucateco apoyó al movimiento artístico mexicano cuando la mayoría de la élite económica local no lo adquiría, una vez que se convenció que éste había entrado en decadencia protagonizó agrias polémicas contra su predominio en las salas de exposición oficiales y abogó por la protección estatal a las nuevas corrientes, en específico, el arte abstracto. De esta forma, Carrillo no sólo ejerció poder sino también opuso resistencia en el ambiente artístico de su momento.
IV
Al utilizar los saberes estéticos que acumuló,
Carrillo Gil pudo desempeñar roles tan diversos como el de
escritor y crítico de arte, promotor y difusor cultural.
En el panorama del coleccionismo de mediados del siglo XX, ningún
otro personaje, desde el sector de lo privado, desarrolló
una vocación pública tan definida al asignarse a sí
mismo el papel de activo agente cultural, a pesar de las suspicacias
del stablishment político-cultural que prefería
limitar la participación pública de los particulares.
En la medianía del siglo se distinguió por su estratégica colaboración con las políticas culturales que concebían al arte moderno propio como la cúspide de una larga tradición estética y que lo presentaron, a través de magnas exposiciones itinerantes, internas y externas, como la prueba fehaciente de la igualdad mexicana frente a prestigiadas herencias culturales, en especial las europeas.
Efectivamente, Carrillo compensó la inexistencia de un programa estatal de adquisición sistemática de arte, lo que volvía indispensable sus préstamos temporales para las exposiciones oficiales. Esto le permitió establecer un área de influencia, aunque, no sin contradicciones, se entabló la compleja relación entre un coleccionista privado y la burocracia artística de la época.
Si bien buena parte de su éxito y su pertinencia fue coincidir con las políticas culturales del Estado, sus conflictos con el poder político y cultural revelan su paulatina pero nunca lineal transformación de colaboracionista a crítico del Estado. Incluso la vigencia de su perfil radica en que un alto porcentaje de su crítica, en términos generales, podría aplicarse a sucesos culturales que se siguieron presentando durante la segunda mitad del siglo XX.
Carrillo colaboró con un Estado al que concibió como el obligado primer promotor del arte y la cultura nacionales, como un mecenas que debería generar condiciones óptimas para la creatividad artística y la exhibición de esa creatividad. En su concepción, la iniciativa privada debía coadyuvar con el Estado en sus funciones de promotor y difusor del arte y la cultura, pero de ninguna manera debía suplantarlo.
Actualmente todo indica que
es el Estado el que renuncia a sus obligaciones culturales. Tal
retirada equivale a dejar en manos de las escasas fundaciones privadas
que existen el presente y el futuro del desarrollo cultural de México.
Es indispensable la construcción de un marco legal que reglamente
los enlaces e interconexiones de los intereses públicos y
privados, empresariales y culturales, que limite la injerencia de
los particulares censuras, presiones, etc. en aquellos
eventos artísticos que patrocinan, tanto como el autoritarismo
gubernamental. En caso contrario, “incidentes” como los brevemente
reseñados al inicio se repetirán en los años
venideros.
Notas
1. Julio Aranda, “Molesta, Natasha Gelman rechazó la insistente
oferta de Azcárraga por comprar la colección: su amiga
Lucero Isaac la pide para Cuernavaca”, Proceso, 5 de julio
de 1998, núm. 1131, pp. 56-57.
2. Jorge Alberto Manrique y Teresa del Conde, Una
mujer en el arte mexicano. Memorias de Inés Amor, IIE-UNAM,
México, 1987, p. 240.
|