Fermín Revueltas
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Alegoría de la Virgen de Guadalupe • 1923, encaústica. Antiguo Colegio de San Ildefonso, ciudad de México.
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Pintura vs. arquitectura:
los primeros murales
En México, el ansia de
pintar murales estaba en ebullición hacia la década
de 1920 y sus prioridades obedecían al orden práctico
de obtener muros y plasmar en ellos un nuevo capítulo del
arte en el país. Esos esfuerzos abrieron la puerta a muchas
generaciones de muralistas que buscaron una verdadera “integración
plástica” con la arquitectura y cumplieron el objetivo de
pintar, en edificios públicos, “el espíritu nacional”.
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SOFÍA ROSALES
• HISTORIADORA
Investigadora del Cenidiap
sofroja2000@yahoo.com.mx
La llamada integración plástica obedeció
inicialmente al ideal de alcanzar equilibrio y armonía entre
los diferentes elementos que conforman una obra de arquitectura,
lo que suponía la intervención de numerosas inteligencias
y destrezas. El anhelo de integrar plásticamente una decoración
mural al entorno arquitectónico resultó posterior,
aunque desde la antigüedad las construcciones contaron con
ornamentos acordes con el uso a que se destinaban.
En México, en los años posteriores
a la Revolución, el fenómeno del resurgimiento del
muralismo tuvo características particulares por la naturaleza
civil gubernamental que patrocinó las decoraciones en edificios
públicos y por la intención de que fuera herramienta
estética e ideológica para la educación de
grandes masas, maltrechas y desposeídas por diez años
de guerra civil.
Aun cuando los primeros murales se realizaron en
espacios destinados a la vida académica en la Escuela Nacional
Preparatoria (el ex colegio máximo de San Pedro y San Pablo
y el antiguo Colegio de San Ildefonso), la naturaleza colonial de
esos inmuebles estableció, de entrada, el desfasamiento de
lenguajes estéticos con varios siglos de distancia. Éste
es el primero de muchos factores que impidieron una más lograda
armonización plástica del muralismo naciente con la
arquitectura de los vetustos edificios.
Las otras causas derivaron de la falta de experiencia
de todos los pioneros en este tipo de pintura, que volvió
prioritaria la resolución de problemas sobre la mejor técnica
pictórica, la elección de los temas a tratar –ya que
les dieron libertad en ese sentido–, la adecuación del diseño
compositivo al lenguaje personal de cada uno, la disposición
–conjunta en algunos casos– de las gamas colorísticas, la
resolución de problemas de perspectiva y tantos otros. Aun
así, el talento e innegable intuición de estos artistas
produjeron notables aciertos que, si bien no pertenecen al catálogo
de la integración plástica arquitectural, sí
plantean una armonización espacial y hasta temática
claramente pictórica.
Dejaré de lado los murales de tres pintores
de fama bien cimentada que, a partir de 1922, hicieron intentos
individualistas de pintura mural, porque sus resultados sólo
indican lo desorientados que aún estaban en ese camino Roberto
Montenegro, el Dr. Atl y Diego Rivera, con sus respectivos equipos
de ayudantes entre los que destacaron Xavier Guerrero y Gabriel
Fernández Ledesma; aunque poco después enderezaron
el rumbo.
Por el gran interés que revisten los otros
cinco murales iniciados también en 1922, en el antiguo Colegio
de San Ildefonso, cabe tomarlos como ejemplos más logrados
de un intento de armonización. Fueron obra de Ramón
Alva de la Canal, Jean Charlot, Emilio García Cahero, Fernando
Leal y Fermín Revueltas.
En primer lugar abandonaron lo puramente decorativo
o alegórico, adentrándose en el camino inexplorado
y muy fértil de los temas arrancados a la historia del país,
en especial la de la conquista española en 1521, justo cuatro
siglos atrás.
Al trabajar casi como un colectivo, llegaron a cierta concertación temática y se formaron dos parejas con proyectos originalmente complementarios: Alva de la Canal y Revueltas; Charlot y Leal. El mural de García Cahero servía como eslabón entre los del vestíbulo y los del descanso de la escalera principal. Las cinco decoraciones poseen un hilo conductor que es el acendrado espíritu religioso del pueblo y, diríamos, sus consecuencias.
Estos pintores rompieron los lenguajes iconográficos más gastados e inventaron arquetipos clave que el muralismo de la actualidad aún explota, por su fuerza y acertado simbolismo. En los cinco murales inauguraron, con un abierto ánimo crítico que nadie habría imaginado como parte del trabajo artístico, pasajes históricos que levantaron una compuerta que poco después habría de convertirse en torrente temático sustentador de prácticamente todo el muralismo que se ha dado desde 1922.
Alva de la Canal en especial usó un lenguaje monumental que ningún otro había utilizado, con figuras sencillas y poderosas que, aunadas a una paleta por demás restringida, dio cátedra del lenguaje muralístico. A partir de él, otros hicieron uso de esa limpieza visual que reconcentra su poder expresivo y que resulta ideal para las grandes superficies. Sin embargo, hubo quienes manifestaron su terror vacui como otra vertiente, muy socorrida, del muralismo mexicano.
Sin contar con maestros capacitados o dispuestos,
y habiendo descubierto por sí mismos el uso de las técnicas
del fresco y de la encáustica, probaron su viabilidad en
los muros contra la opinión de muchos. Alva de la Canal demostró
las virtudes del buon fresco, con lo que inició
toda una era de fresquistas, y Jean Charlot lo hizo con el fresco
de tercias que incorpora el cemento al aplanado y seca más
rápido. A posteriori , Diego Rivera habría
de trabajar prioritariamente con el primero y Siqueiros habría
de probar las posibilidades del cemento como material más
moderno en su larga carrera de experimentación técnica.
No obstante, no podemos hablar de un espíritu
de integración plástica como se estila en la arquitectura,
porque ellos no estudiaron el edificio como punto de partida de
su trabajo, sino que consideraron los muros como lienzos en blanco
para su discurso pictórico. De hecho, podrían haber
escogido paredes más adecuadas si hubieran tenido en mente
lo que Siqueiros escribió años después, en
1932, cuando había batallado largamente con la integración:
“La decoración mural establece principios lógicos
que impiden la realización de cuadros murales en lugares
carentes de espacio para poder ser apreciados.”(1)
Esta declaración plantea el principal problema
de los murales de Alva y Revueltas y, relativamente, de los de Leal
y Charlot, pero, a fin de cuentas, el de García Cahero que
estaba “muy bien” ubicado, fue destruido en 1926 por José
Clemente Orozco cuando éste escogió ese lugar para
pintar el tablero de Los ingenieros. (2)
A pesar del "engolosinamiento" que los
llevó a escoger muros grandes pero incómodos, esa
desafortunada elección planteó agudos problemas íntimamente
relacionados con la arquitectura que, al solucionarse, se volvieron
afortunado patrimonio de todo el gremio muralista.
La forma irregular de la escalera requirió
de una composición en diagonal que incrementó la tensión
descendente de la carga de los españoles sobre los indígenas
desarmados en Masacre del Templo Mayor de Charlot. De igual
manera, el sometimiento del pueblo fanatizado por un clero que sigue
explotando su sentimiento festivo/religioso, está traducido
en el desnivel de clases representado por el descenso de los escalones
en La fiesta del Señor de Chalma, de Leal.
Por su parte, Alva y Revueltas enfrentaron muros altísimos que deformaban sus proyectos, y un vestíbulo reducido que no permite apreciar el mural completo. En un libro colonial sobre decoración de cúpulas Alva encontró la solución y mostró al gremio la forma de contrarrestar la fuga por perspectiva. Desgraciadamente, lo reducido del vestíbulo no tuvo solución, al igual que la poca luz natural del lugar.
El remate curvo de estos altos muros fue bien aprovechado
por Alva y Revueltas. El primero planteó con sutileza la
curvatura del orbe y la vastedad del océano al pintar en
la parte superior el mar y la carabela que trajo a los españoles
y su religión en La implantación de la cruz en
el Nuevo Mundo (también El desembarco de la cruz
y, después, La Conquista). El margen inferior donde
termina el muro bajo, horizontal y más cercano, simboliza
el territorio mexicano del siglo XVI a punto de ser conquistado
y desde donde se puede involucrar el espectador actual.
Por su parte, en su mural, el anticlerical Revueltas
aludió con la curvatura al ámbito celestial que se
expande como una orla hacia lo alto y remata su composición
de La alegoría de la Virgen de Guadalupe, imagen capital
que suplantó a la diosa madre prehispánica Tonantzin
y que fue, junto con la cruz, otra arma definitiva en la conquista
espiritual de los indígenas.
El mural de García Cahero tuvo una vida
breve pero sabemos que tocó el interesante tema de la evangelización
como consolidación del sometimiento de los pueblos indios,
por lo que es innegable que los cinco murales contenían una
postura ideológica que, lejos de ir a la saga de los pintores
consagrados, había tomado un atajo certero y estratégico
que llenó de significado y trascendencia al movimiento patrocinado,
desde la Secretaría de Educación Pública, por
José Vasconcelos.
Siqueiros, quien tampoco tuvo la integración
plástica en la mente al pintar sus primeros murales y después
se dedicó –como ninguno– a buscar formas y lenguajes de una
plástica integral, aseveró alguna vez: “Fueron en
Europa las civilizaciones precristianas y las escuelas de las primeras
épocas del cristianismo las que hicieron pintura mural ejemplar”,
así como que: “Las civilizaciones americanas anteriores a
la Conquista son, en épocas más recientes, ejemplos
incomparables de magnífica decoración interior y exterior
de los monumentos.”(3)
La integración plástica sigue siendo tema de opiniones encontradas que se enuncian con facilidad pero no terminan de ofrecer una definición clara y precisa, porque a la fecha no existe una fórmula infalible y útil para todos los casos de decoración mural. Sólo podemos decir que, aunque median centurias entre las civilizaciones que produjeron aquellas decoraciones ejemplares y nosotros, en menos de un siglo México ha producido un número impresionante de murales que, vistos en perspectiva, conforman un bloque sólido que trasciende cualquier carencia e imperfección y, sobre todo, continúa siendo lenguaje vivo de expresión artística.
Los murales en las escuelas, en los edificios gubernamentales,
los que están en la vía pública y hasta los
graffiti de todos los días se integran –y eso es
lo más importante– con la vida cotidiana, independientemente
de que sean ejemplos de integración plástica o no.
Otro punto de reflexión es que los murales
son susceptibles de ser desprendidos para instalarse en un lugar
diferente al original, como ha sucedido con algunos como Piedad,
de Manuel Rodríguez Lozano; El sueño de una tarde
dominical en la Alameda, de Diego Rivera, o la reciente reubicación
de Velocidad, fachada en escultopintura de la antigua fábrica
Automex, de Siqueiros.
El cambio de contexto espacial no impide que la autonomía del mural se mantenga o hasta quede realzada. Y es por ello que, considerando que sin ser una obra de caballete un mural puede cambiar de residencia o su entorno puede modificarse, mientras una obra pictórica mantenga integridad y armonía en sí misma, la integración plástica con el exterior es una bondad adicional que, de ninguna manera, puede ser condicionante de su existencia. Notas
1. En la conferencia que Siqueiros dictó en la clausura
de su primera exposición individual en el Casino Español
de la ciudad de México, el 18 de febrero de 1932. En Cuadernos
de Arquitectura, número 20, “David Alfaro Siqueiros
y la integración plástica”. selección de Raquel
Tibol, 1965, p. 10.
2. Jean Charlot, El renacimiento del muralismo
mexicano 1920-1925 , México, Domés, 1985, p.
189
3. Cuadernos de Arquitectura, Ibidem.
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