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Museo Experimental El Eco,
ciudad de México.
Torre amarilla, en el patio.
Foto: Víctor Jiménez.

 

 

 

 

Consideraciones sobre la restauración de la arquitectura moderna: el caso de El Eco

A partir de la premisa de que “siempre es preferible conservar que restaurar”, el autor del presente artículo ofrece una serie de reflexiones, basadas en su propia experiencia, acerca de la recuperación de obras arquitectónicas del siglo XX; en particular, se refiere a los trabajos emprendidos para el rescate del museo experimental El Eco, obra paradigmática de la integración plástica realizada por Mathias Goeritz.(1)

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VÍCTOR JIMÉNEZ ARQUITECTO
Director de la Fundación Juan Rulfo
asorulfo@servidor.unam.mx

Al avanzar el siglo XX comenzó a percibirse que en los libros de historia de la arquitectura moderna figuraban ciertas obras desaparecidas poco después de su edificación: algunas habían caído en las guerras o bajo la presión especulativa, otras habían sufrido alteraciones considerables, hasta hacerlas irreconocibles, e incluso estaba el caso de las concebidas para tener una vida efímera, como los pabellones de exposiciones (es el caso del Pabellón del Esprit Nouveau de Le Corbusier, de la Feria de París de 1925, o el de Alemania de Mies van der Rohe para la de Barcelona en 1929, curiosamente ambos “reconstruidos” en la actualidad, aunque algunos críticos descalifican estas réplicas). Sólo las fotografías daban fe de su existencia y en no pocos casos abrían el camino a la lamentación ya desde los mismos pies de las ilustraciones.

Es decir, comenzaba a plantearse el problema de la restauración de la arquitectura moderna, con las arduas discusiones en torno al asunto, que datan del siglo XIX, cuando comenzó la práctica de esta especialidad: por un lado estaba el bien ganado desprestigio de la misma desde los abusos de un Viollet-le-Duc en el siglo XIX o, en el caso mexicano y con un retraso inverosímil, las fantasías ejecutadas en Oaxaca durante la década de 1990; pastiches medievales en Francia, como Carcassone o una parte de Notre-Dame de París, o neocoloniales en México, como Santo Domingo de Oaxaca, Teposcolula y otras “evocaciones de Disneylandia”.

Ocurre que en nuestro país se ha impuesto la idea, entre el público no informado (como los políticos), de que “restaurar” es algo siempre positivo, encomiable y digno de ser generalizado. El problema, en el caso que nos ocupa, es que si esta imagen no se somete a un análisis riguroso el daño que sufrirá la arquitectura moderna será tan grande como el que ha padecido la colonial. En cualquier país europeo se vería con escándalo lo que se ha hecho en Oaxaca en la última década, precisamente porque tienen amargas –y muy viejas– experiencias al respecto.

Hablando a título personal, puedo adelantar que he adquirido alguna experiencia sobre los problemas que plantea el caso de la restauración de la arquitectura moderna en México. No se trata, desde el punto de vista crítico, de un caso tan diferente al de la restauración de los edificios de un pasado más remoto, en principio. Es decir, debería ser siempre preferible conservar que restaurar, y cuando no queda más remedio que hacerlo debe evitarse cualquier razonamiento apoyado en consideraciones estilísticas y eludir, siempre, las hipótesis. Todo esto lo establece la muy conocida Carta de Venecia, de 1964, documento del Icomos (International Council on Monuments and Sites) que buscaba conjurar los peligros de la “restauración” entendida a la Viollet-le-Duc y que conserva plenamente su validez, aunque les pese a los entusiastas del pastiche. Pero existen, a pesar de todo, las diferencias entre el rescate de edificios de hace dos o cuatro siglos y los que alcanzan apenas los cincuenta o setenta años. Para empezar, la arquitectura antigua no está por lo común exhaustivamente documentada. En el caso de la arquitectura reciente contamos en numerosas ocasiones con buenos testimonios fotográficos del estado de las edificaciones casi el mismo día de su inauguración, y a veces desde su proceso mismo de construcción. No es tan difícil incluso encontrar planos del proyecto (aunque no sean siempre tan confiables, como lo sabe cualquier arquitecto) o testimonios escritos y verbales que proporcionan un considerable apoyo adicional al investigador.

Lo anterior me quedó claro al encargárseme, en 1995-1996, la restauración de las casas de Diego Rivera y Frida Kahlo, proyectadas y construidas por Juan O'Gorman en 1931-1932 en San Ángel Inn. No sólo el arquitecto, sino los clientes mismos y la propia obra arquitectónica eran célebres, lo que había contribuido a que el corpus documental (fotografías de diverso años, algunos planos y textos de distinta clase) fuese abundante y de acceso no tan difícil. Otra cosa era el análisis de estos testimonios, que exige a cada paso revisarlos literalmente con lupa, con plena conciencia de los riesgos que implica, en este terreno, sacar conclusiones apresuradas. Y esa revisión meticulosa duró meses en este caso. Las casas mismas eran otro testimonio, si se procedía a explorarlas –como se hizo– con la técnica del arqueólogo, mediante calas en pisos, paredes y techos, que en este ejemplo permitieron llenar la mayoría de las lagunas de información que los documentos, por abundantes que sean, siempre dejan. Al contrastar los datos físicos derivados de estas calas con los documentales lo incierto se redujo a un porcentaje ínfimo. Una fotografía antigua se ve de manera diferente si uno ha explorado por debajo de la superficie de un edificio, e igualmente lo que muestra una cala se interpreta de manera más certera si se tienen materiales documentales que dan significado a los hallazgos in situ .


El caso de El Eco

No es diferente, desde luego, el problema que plantea la restauración de un edificio como el Museo Experimental El Eco. Más reciente que las casas de Diego y Frida, su acervo testimonial tiene mejores condiciones de acceso en materia de publicaciones. O'Gorman no se preocupó mucho por su propia promoción y la de su obra ya desde su misma juventud, lo que contrasta con la actitud de Mathias Goeritz, quien divulgó concienzudamente su obra y resguardó muchos documentos en su archivo personal. Son numerosos los libros dedicados a Goeritz y a este edificio, y el archivo del artista está a buen resguardo en el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap/INBA), en el Instituto Cultural Cabañas y, en menor medida, en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Algo más hace diferentes los casos de las obras de O'Gorman y el Museo de Goeritz: las primeras recibieron la atención de fotógrafos (comenzando por Guillermo Kahlo) y visitantes a lo largo de muchos años; aunque sufrieron agregados y algún deterioro con el tiempo, la presencia de las casas fue continua durante décadas. El Eco, en cambio, tuvo una vida efímera en su estado original, las fotos que lo muestran tal y como lo concibió Goeritz son apenas un puñado y corresponden todas a un periodo muy breve. Son las mismas, en general, que aparecieron en diversos medios tanto en los días de la inauguración como a lo largo de cinco décadas en revistas y libros. Quien esto escribe fue alumno de Mathias Goeritz en 1963, cuando aún no se cumplían diez años de la inauguración del edificio, y su autor nos hablaba del mismo como algo ya prácticamente perdido. Cuando fuimos a verlo poco después, convertido en teatro, nos encontramos con un espacio irreconocible.

Como es común en México, los edificios que cambian de uso pueden sufrir más adiciones que sustracciones, por elementales consideraciones económicas. Así que El Eco tenía, a partir de los primeros años de la década de 1960, un patio cubierto para funcionar como sala de espectáculos. En el resto de los espacios había tapancos y recubrimientos de mala calidad –que habían reemplazado muchos de los acabados originales–, pero en lo esencial estaba razonablemente completo. La UNAM lo adquirió a mediados de 2004 con la idea de restaurarlo, lo que constituyó una excelente noticia, y de inmediato se realizó un levantamiento completo del edificio y se generó el primer juego de planos plenamente confiable del mismo.

Fue necesario reunir primero todas las publicaciones dedicadas al edificio para comprobar lo ya señalado: la redundancia de las fotografías. Los dibujos no eran muy confiables, aunque se localizaron algunos próximos a la época de su construcción. Se inició casi de inmediato el proceso de realizar calas exploratorias en pisos, techos y muros, para proceder un poco después a visitar los archivos mencionados. Durante un largo tiempo se llevó a cabo este ir y venir del documento al vestigio in situ y viceversa. No tardó mucho en comenzar el proceso de eliminar los elementos agregados y plantear la reconstrucción de los pocos que habían sido eliminados, con una certeza muy grande sobre lo que se estaba haciendo. Personal especializado del Instituto Nacional de Bellas Artes, contratado ex profeso, convalidó mucho de lo ya determinado por las calas elaboradas previamente, y se dedicó a buscar rastros de algunas decoraciones de la primera época de El Eco, como los dibujos trasladados a una pared por Alfonso Soto Soria a partir de unos croquis de Henry Moore, no necesariamente concebidos para este propósito. El resultado de esa ampliación gráfica se ha identificado siempre, con gran equívoco, como un “mural de Henry Moore”. De cualquier manera se buscaron sus vestigios, que resultaron inexistentes. Los mismos expertos localizaron, en cambio, los rastros muy claros de la obra llamada Poema plástico, del propio Goeritz, que consistía en una serie de signos abstractos incrustados en la cara de la torre que se levanta en el patio, lo que ha permitido reconstruir este singular relieve con gran exactitud, lo que completó la información física que proporcionaron los documentos.

Puede afirmarse que el resultado de esta restauración se encuentra muy cercano a lo que El Eco era en 1953, al ser inaugurado. Los interesados tendrán que acostumbrarse a la idea de que es posible verlo de nuevo en la realidad, lo que era por completo impensable desde hace casi medio siglo, y dejar de tener de este edificio sólo la imagen que una escasa docena de fotografías permitían. Se recupera así una obra esencial de la arquitectura mexicana contemporánea, la que tendrá, además, aquella función para la que fue expresamente concebida: un museo experimental, a cargo de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Nota
1. El Museo Experimental El Eco fue reinaugurado el 7 de septiembre de 2005, luego de los trabajos de restauración iniciados en 2004.

 

 

Museo Experimental El Eco,
ciudad de México.
Pasillo de acceso, con la falsa perspectiva de los muros y
las duelas convergentes.
Foto: Víctor Jiménez.

 

Museo Experimental El Eco,
ciudad de México.
Gran ventanal y patio ya concluida la remodelación. Foto: Víctor Jiménez.