Á G O R A • • • • • •
 

Excélsior,
2 de octubre de 1934.
Foto: Roberto Gómez-Soto
Hemeroteca Nacional, UNAM.

 

 

 

Un espíritu nacional sin museo:
las artes populares en México*

La política cultural de los primeros gobiernos posrevolucionarios consideró al arte popular como la expresión más auténtica del espíritu nacional, por lo que pretendió darle un lugar predominante en los espacios de exhibición junto con el “arte culto”. No obstante, con la sucesión de los diferentes regímenes y la paulatina separación tipológica y cronológica de los espacios museísticos, las muestras de esta expresión artística fueron quedando confinadas a recintos especializados.

 

• • •

ANA GARDUÑO HISTORIADORA DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
xihuitl@mx.inter.net

 

Un templo para el culto al arte

En México, en 1934 se concretó uno de los proyectos más buscados por la burocracia cultural posrevolucionaria: la fundación de un museo nacional que reuniera aquellas expresiones plásticas consideradas representativas de todos los periodos históricos. Así, se inauguró el edificio bautizado como Palacio de Bellas Artes, que albergó a dos importantes instituciones: el Museo de Artes Plásticas y el Museo de Artes Populares; de este último fungió como director el pintor Roberto Montenegro, quien incluso prestó su colección particular.(1)

De esta forma, en la pomposa construcción se exhibieron desde las esculturas mesoamericanas hasta el llamado arte popular;(2) también se destinaron salones para los vestigios virreinales, para los caballetes decimonónicos y se diseñaron algunos otros espacios para ubicar la producción de pintores contemporáneos. Si bien el flamante Palacio de Bellas Artes se inauguró con buenos augurios, después de un breve apoyo inicial de los más altos funcionarios del Estado los citados museos y su propuesta de exhibir en plano de igualdad al arte culto con el popular entraron en una fase de decadencia. Esto obedeció a la falta de compromiso —político y presupuestal— de las autoridades federales, quienes renegaron de un proyecto concretado por un gobierno anterior. Dicha situación no revela un hecho aislado sino más bien una tendencia muy definida de la política nacional, que se caracteriza, precisamente, por su negación a dar continuidad a las iniciativas de sus antecesores en el poder. El cambio sexenal, con el consabido reacomodo de funcionarios, fue uno de los lastres más pesados del siglo XX.

El abandono del proyecto fue de tal magnitud que para rescatarlo hubo que proceder a su refundación en 1947, durante la fase inicial de Miguel Alemán Valdés como presidente de la República y gracias a los programas y anteproyectos elaborados por prominentes intelectuales y artistas que, en la marcha, se fueron especializando en curaduría y museografía: Susana y Fernando Gamboa, Julio Castellanos, Enrique Yáñez, Julio Prieto, Miguel Covarrubias y José Chávez Morado, entre otros, bajo la coordinación general de Carlos Chávez.(3) En esta segunda fase, aunque se mantuvo la vocación panorámica de las artes plásticas “patrias”, el distanciamiento más radical respecto al proyecto anterior fue en cuanto a lo popular: dejó de existir un museo específico para las manifestaciones populares y se realizó una rigurosa selección del acervo con un criterio diferente.

Carlos Chávez, primer director del Instituto Nacional de Bellas Artes, explicó en su momento: “Lo que queda de las colecciones que formaron el Museo de Arte Popular [...] sirve ahora de base para un Salón de Artes Populares, en el que, una tendencia heterodoxa, que comprendía lo etnológico, lo histórico y lo artístico, dejará todo el lugar solamente a lo francamente artístico”.(4) Esto es, si bien se consolida el culto al arte considerado nacional, la tendencia museística consiste en enaltecer aquellos objetos que documentaban la modernidad alcanzada por los productores contemporáneos. A esas creaciones se les atribuyeron mayores valores plásticos y se colocó en primer plano al arte “culto”, en detrimento del “popular”, este último elaborado, en innumerables casos, sin intencionalidades estéticas.

No obstante, a través de los cambios en el Palacio de Bellas Artes y de su ecléctica exposición de 1947, se legitimaba no sólo la idea de que el arte era el vehículo idóneo a través del cual se revela lo mexicano, sino también se documentaba la tesis de la permanente continuidad del arte patrio a lo largo de la historia, “desde ‘nuestros clásicos’ precortesianos [...] hasta los maestros de hoy día”.(5) Más aún, en ese altar virtual erigido por el Estado, uno de los nichos le correspondió a lo popular, ya que si bien los orígenes de las artes plásticas nacionales se ubicaron en los pueblos mesoamericanos, el heredero legitimo, ya en el siglo XX, era el “pueblo” mexicano; de esta forma, el arte popular se consideró la expresión más auténtica, más verdadera, del espíritu nacional.(6)

 

“Baño” de pueblo

Especialmente durante toda la primera mitad del siglo XX, pintores, intelectuales y “nuevos ricos” con frecuencia se disfrazaban de campesinos, obreros, tehuanas y chinas poblanas para sus fiestas y reuniones; se hacían retratos y autorretratos en los que destacan supuestos o reales rasgos indígenas y decoraban sus casas con piezas mesoamericanas, adquiridas como originales, aunque no todas lo eran, y objetos que consideraban representativos —por “la inspiración, la creatividad, destreza manual y técnicas propias”—(7) de lo popular. Esa era la fórmula que aplicaron para insertarse dentro del “pueblo” y, al mismo tiempo, de contribuir a su mitificación. Eran los años álgidos del populismo como sistema político.

Al iniciarse, en 1946, el sexenio de Miguel Alemán, que aplicó una estratégica campaña para la difusión y divulgación del arte, tanto en el plano local como en el internacional, se consolidó el poder político e ideológico de la corriente oficial del arte moderno, llamada con ánimo totalitario “Escuela Mexicana de Pintura”, y se inició un cierto boom del coleccionismo mexicano en arte “culto”, a la par que continuaba la moda del arte popular, iniciada desde la segunda década del siglo. Fue así que el coleccionismo mexicano, por el predominio de la mirada nacionalista, destacó por la formación de amplios aunque no necesariamente selectos acervos tanto de arte como de artesanía, con firma o sin firma, pero eso sí, debían ser de producción local.

De entre los numerosos mexicanos que consumían un alto porcentaje del arte mesoamericano, popular o moderno, que el medio les proporcionaba, en la mayoría predominaban los afanes de hacer evidente a los demás su recién adquirida riqueza. Los menos coleccionaban por una intensa pasión, por un profundo interés por las manifestaciones artísticas; algunos de ellos fueron pintores como Miguel Covarrubias, Diego Rivera y Roberto Montenegro, o funcionarios y empresarios como Marte R. Gómez, Alvar Carrillo Gil, César Martino y Eduardo Morillo Zafa, entre otros.

Estos personajes coincidían, en su nacionalismo y en su creencia, en que la tarea primordial de un Estado fuerte era dar prioridad al desarrollo cultural del pueblo; así, asumieron que un rasgo distintivo del papel que les correspondía representar era el de agentes que sustituían temporalmente al Estado. Compartían la esperanza de que su ejemplo propiciara cambios positivos en las políticas culturales y tenían la convicción de que sus colecciones formaban parte del patrimonio nacional y, por tanto, de que debían incluirse dentro del acervo permanente de museos.(8)

Así, en parte como método de autolegitimación, predomina en ellos la idea de que sus rescates artísticos tenían beneficios colectivos; por esta razón sus colecciones fueron de carácter público ya que generalmente se prestaron para exhibición, sea como conjuntos ya formados con un discurso definido o como piezas aisladas que complementarían otros discursos. Dentro de estos personajes, Rivera fue el educador de la coleccionista Dolores Olmedo.

 

Rivera, Olmedo y Gamboa

Dolores Olmedo Patiño pertenece a un representativo sector de la sociedad mexicana que a mediados del siglo XX acostumbraba sincronizar sus actividades empresariales con su ejercicio como funcionarios públicos. Se hizo coleccionista vía la simbiosis con Diego Rivera, haciendo suyos sus deseos, necesidades, gustos y selecciones. Para ello, se dio a la tarea de acopiar, a lo largo de varias décadas, la obra del artista —y la de sus esposas pintoras, Angelina Beloff y Frida Kahlo—, así como muchos objetos mesoamericanos que, por razones económicas, el guanajuatense no pudo adquirir y un representativo grupo de piezas de arte popular, también muy apreciadas por él. Incluso, ella misma reconoció que muchos de los objetos que integran sus posesiones fueron seleccionados por el pintor.(9)

El mito de una estrecha relación entre ambos sólo es cierto en cuanto a los dos últimos años de vida del muralista, de 1955 a 1957, que influyeron determinantemente en Olmedo para su conversión en coleccionista. En este sentido, es ilustrativo lo ocurrido con lo popular; si bien Olmedo había iniciado desde 1950 sus compras de algunas piezas clasificadas bajo este rubro, fue hasta 1955 que decidió hacer de esa afición una verdadera colección, adquiriendo ya de manera sistemática.(10)

Sin posibilidades de calcular cantidades aproximadas de los objetos acumulados, dentro de la colección se encuentran cartonerías y trabajos en latón, vidrio rojo de Jalisco, talavera poblana, barro verde de Michoacán y negro de Oaxaca, árboles de la vida de Metepec, máscaras provenientes de diversas comunidades indígenas, etc. Si bien el gusto por algunas de estas piezas se lo inculcó el propio Rivera, para sus posteriores adquisiciones, una vez muerto el pintor, otro personaje influyó de manera determinante en la morfología de su colección de arte popular; se trata de uno de los más destacados miembros del ámbito cultural mexicano, el curador, museógrafo y funcionario Fernando Gamboa quien, en concreto, desempeñó para ella funciones de asesor y consejero a lo largo de varias décadas.

Ya desde fines de la década de 1950, esta sección de la colección Olmedo fue considerada una de las más consistentes en el territorio mexicano; para su prestigio, en mucho contribuyó la selección de sus posesiones que Fernando Gamboa realizara y que él mismo se encargó de custodiar y museografiar dentro de las magnas exposiciones itinerantes que, como parte de las políticas culturales instrumentadas por el Estado mexicano, difundieron la imagen pública, oficial, de nuestro país en el ámbito internacional.(11) De esta forma, con su colección de arte popular, Olmedo contribuyó a la presentación y confirmación de los estereotipos nacionales que, como toda construcción estatal, perseguía fines ideológicos.

 

El aislamiento del arte popular

Casi medio siglo después, la fama de la colección Olmedo Patiño radica, fundamentalmente, en sus conjuntos de arte moderno mexicano —en especial los de Rivera y Kahlo— y no en las piezas de tipo popular. Esto obedece, en buena medida, a la desigual atención y difusión que a tan contrastantes colecciones dedicó la propia empresaria. Incluso, la tarea de recuperación y acumulación de las obras de Rivera la llevó a cabo Olmedo con éxito a lo largo de varias décadas y hasta su muerte, ocurrida en 2002;(12) en cambio, su colección de arte popular se mantuvo “congelada” desde las últimas décadas del siglo XX.

Esta diferenciación también se hizo patente en el diseño del museo que lleva su nombre —inaugurado en 1994, en el sur de la ciudad de México— en donde el arte popular se colocó en un pabellón separado de la casa principal, que exhibe lo mesoamericano, virreinal y moderno. Tales criterios curatoriales, además de la voluntad de la coleccionista, reflejan no los conceptos que originaron la formación de la colección, vigentes en el México de la primera mitad de siglo, sino el cambio sustancial y multicausal, que en la recepción de lo popular se ha operado en las últimas décadas.

Aquella propuesta de un museo panorámico, de exhibir en un solo recinto una síntesis representativa de todo el arte mexicano, puesta en marcha en los primeros tiempos del régimen posrevolucionario, hace mucho tiempo se desechó. Cuando a mediados de los sesenta logró concretarse la reestructuración del sistema de museos en México, luego de décadas de descuido estatal, y finalmente se destinó presupuesto para la fundación de nuevos espacios museísticos, el criterio que prevaleció fue el de la separación cronológica y tipológica, haciendo la distinción entre lo histórico, lo antropológico, lo etnográfico y lo artístico, con lo que surgieron recintos tan diferenciados como el Museo Nacional de Antropología, el Museo Nacional de Historia, el Museo de Arte Moderno, el Museo Nacional del Virreinato, etc. Poco antes, a principios de los años cincuenta, se había creado el Museo Nacional de Artes e Industrias Populares. Una de las consecuencias de tal reestructuración fue que el “arte popular” perdió el derecho a cohabitar con el “arte culto”, al menos de manera permanente, ya que tratándose de exhibiciones temporales en México sí se le destinan algunas salas sin importar de qué museo se trata.

Al privilegiar tal especialización, se rechazaron no sólo las ideas rectoras que originaron las exposiciones permanentes del Palacio de Bellas Artes de los años treinta y cuarenta, sino también una propuesta complementaria de Fernando Gamboa, la de reunir en un solo salón diversas expresiones artísticas, que incluyeran lo popular, tal como él lo hizo en 1948 durante la retrospectiva dedicada a Rufino Tamayo.(13) Es una ironía que el nombre de Fernando Gamboa, quien pugnara por la exhibición ecléctica e interrelacionada de las artes mexicanas, sea justamente el utilizado para denominar un espacio exclusivo para el arte popular, marginado de la exposición principal,(14) en un pabellón aislado.

 

Idiosincrasia e identidad(15)

En el pabellón Fernando Gamboa, donde se sustituyen las fichas técnicas o cédulas que debían informar del autor, lugar de producción, etc., de cada pieza, por dos textos generales colocados en la sección superior de una pared, se hace énfasis en que lo allí exhibido forma parte del “patrimonio etnográfico” de México, sin alusión explícita a alguna valoración de tipo estética, aunque cabe aclarar que se continúa en el uso del término arte popular. Es posible que por la percepción de que lo popular carece de los valores estéticos que comúnmente se adjudican al arte “culto”, se haya optado por separar las colecciones en dos grupos. Así, una colección ecléctica, cuyas piezas interactuaron en la residencia de la coleccionista por varias décadas, con criterio clasificatorio —del tipo que divide artes “mayores” y “menores”— fue separada y dispersada a raíz de la conversión del espacio privado en museo público.

Este criterio, aplicado en los años noventa en el Museo Dolores Olmedo, es el que ha prevalecido, desde décadas anteriores, entre los funcionarios estatales del sector cultural. Ya desde los años cincuenta, con la fundación en la ciudad de México del Museo Nacional de Artes e Industrias Populares (MNAIP), con salas exclusivas para la exhibición y otras para la venta, que alcanzó a tener alrededor de diez museos en importantes centros turísticos y culturales del país, se había institucionalizado tal separación. El hecho de que el MNAIP dependiera administrativamente del ahora también desaparecido Instituto Nacional Indigenista indica que, en la percepción estatal, persistía la equiparación entre lo indígena y rural con lo popular, colocando en la indefinición la producción mestiza rural y la indígena urbana.

El agotamiento del boom del arte popular tuvo un efímero revival durante el sexenio de Luis Echeverría (1970-1976) quien, motivado en cierta medida por el interés de su esposa, conocida coleccionista de este tipo de piezas, en 1974 creó el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (Fonart), que representó el último proyecto institucional realizado con todo el peso del deseo presidencial y en concordancia con las políticas culturales diseñadas desde los primeros años del régimen posrevolucionario. A pesar de los altibajos, la exaltación de la producción artística local se había aplicado exitosamente a lo largo de ese siglo.

En este sentido, si bien la tardía fundación del Museo Nacional de Culturas Populares en 1982, en el centro de Coyoacán, representó la necesaria renovación de conceptos aplicados sin modificaciones sustanciales, prácticamente desde principios de siglo gracias a lo cual su perfil museístico incluyó a los sectores populares urbanos y rurales, lo que le permitió realizar exposiciones temporales temáticas sobre la cultura obrera, la historia de la historieta o la trascendencia de la radio, entre otras—, en los hechos significó la desaparición de un recinto público dedicado ex profeso al arte popular.

Con el cierre definitivo del MNAIP, decretado durante la gestión del presidente Ernesto Zedillo, se concluyó el ciclo del arte popular elevado a la categoría de expresión artística oficial, con estratégico valor dentro de las políticas culturales del Estado mexicano. Si bien en la percepción estatal continúa cotizado como “patrimonio cultural de México” pareciera que ahora se devalúa su carácter estético, lo que ha implicado, entre otras modificaciones, la drástica caída de los apoyos institucionales para su fomento y exhibición. Es posible que las sucesivas exposiciones que, en recintos oficiales, se han venido sucediendo, en exclusivo para lo popular, sólo sean rescoldos de la importancia concedida tiempo atrás. También es posible que, por decisión propia, sean las fundaciones privadas quienes, ante la apatía estatal, tomen la estafeta del arte popular y sean ellas las que se encarguen de su exhibición permanente —como ocurre en el Museo Franz Mayer— o temporal, como es el caso de Fomento Cultural Banamex, que se ha distinguido por la organización de numerosas exposiciones itinerantes, nacionales e internacionales.

No obstante, y a pesar del actual desinterés estatal, aún se cosechan frutos del árbol de la estrategia nacionalista. Al respecto es significativo que en el invierno de 2004 se decidiera montar en plena vía pública decenas de nacimientos que, en su mayoría, se constituyeron por piezas de arte popular, como medio para conmemorar las fiestas decembrinas. Esto representó una inusual e inesperada oportunidad para sacar de su encierro y liberar del polvo acumulado, aunque sea por unos días, aquellos objetos artesanales que vegetaban en las bodegas de algunos —pocos— museos estatales, ciertas instituciones culturales y numerosos coleccionistas privados.

El montaje de decenas de nacimientos, colocados todos ellos a lo largo del Paseo de la Reforma, en la capital del país, no equivale al renacimiento de una festividad tradicional. Se trata de una decisión personal del jefe de gobierno del Distrito Federal en turno de reciclar una de las muchas estrategias del régimen anterior, en cuanto a la exhibición del arte local se refiere, como parte de su campaña política para mantenerse en el poder y, de ser posible, trasmutar su puesto por uno de alcance federal. Las manifestaciones artísticas, populares o cultas, aunque de forma esporádica, continúan siendo rehén de intereses políticos. No obstante, en el presente sexenio transicional, oficialmente gobernado por el panismo y el neoliberalismo, lo que predomina en el campo estatal es el desdén por lo artístico, en especial, por la artesanía.

Otro evento, de mayor trascendencia, es la inauguración del Museo de Arte Popular (MAP), acto programado para el segundo semestre de 2005.(16) Cabe destacar que en el proceso de creación de este nuevo museo no había intervenido el poder federal y sólo el local: se trata de decisiones políticas de dos jefes de gobierno del Distrito Federal, Rosario Robles y Andrés Manuel López Obrador y gracias a un proyecto largamente acariciado por un grupo de promotores especializados en arte popular, con trayectoria conocida en México.(17) Todo indica que sólo hasta muy avanzadas las obras, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes decidió colaborar.(18)

De hecho, el nuevo museo debe su gestación a la iniciativa privada. Populart, fundación presidida por la coleccionista de larga trayectoria María Teresa Pomar, y la Asociación de Amigos del MAP, son sus responsables directos y quienes se han encargado de conseguir los fondos necesarios para la restauración y adecuación de la Antigua Estación de Bomberos, Revillagigedo 11, añejo edificio art decó del centro histórico que fue donado por el Gobierno de la Ciudad. El mayor mérito del citado grupo de particulares ha sido convencer a las autoridades locales de la viabilidad del museo; dichos patrocinadores aseguran que, pocos años después de inaugurado, será autosustentable gracias a la venta especializada de artesanías.(19)

Tengo para mí que el hecho de que este proyecto haya tardado más de diez años en concretarse —en mucho debido al inmenso desinterés que las autoridades federales han demostrado en el área de asuntos culturales, en general— no es más que la continuación de una tendencia perfilada desde hace varias décadas de los recintos oficiales de condenar al aislamiento, a la marginación y a la escasa visibilidad a las artes populares.

También, claro está, es un indicador de la indefinición actual de políticas culturales, de la apatía e incapacidad estatal para la erección de nuevas políticas —panistas, neopríistas, pospríistas, perredistas o de cualquier otra índole— que reemplacen a aquéllas que predominaron durante buena parte del régimen posrevolucionario y que, en algunos casos, sea por inercia o por intereses electorales, se siguen aplicando, aunque de manera aleatoria y esporádica.

Finalmente, una pregunta queda en pie: si, como se machacó durante casi todo el siglo XX, el arte popular es una de las vías para la revelación material, física, de lo mexicano, al decidir desde los ámbitos oficiales su escasa y siempre temporal presencia pública en el circuito de museos estatales, ¿se decretó la muerte, por inanición, de un elemento fundamental del supuesto espíritu nacional?

 

 

Notas
* Para la realización de este artículo se recibió el apoyo económico del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales en el año 2004.

1. La colección de Montenegro fue donada poco después de la creación del INBA y permaneció embodegada por numerosas décadas. En el proyecto de reestructuración total del Museo Nacional de Arte a algunas piezas de la colección se le destinó una vitrina dentro de la sección de arte costumbrista del siglo XIX. Todo parece indicar que esta vitrina desaparecerá y la colección será prestada para su exhibición en el nuevo Museo de Arte Popular. Julieta Riveroll, “Contrastan modernidad con artesanías”, Reforma, sección cultural, 19 de abril de 2004.

2. A la fecha no existe consenso sobre el concepto arte popular, aunque es el término más utilizado a lo largo del siglo XX; es probable que tal dificultad obedezca a que fue estructurado ex negativo, en oposición al “arte culto”. Jorge Alberto Manrique,“Categorías, modos y dudas acerca del arte popular”, en La dicotomía entrearte culto y arte popular, IIE-UNAM, 1979, p. 257.

3. Véase Archivo Fernando Gamboa (AFG), expediente FG-Museo/NAP-1 a 38.

4. En 1947, además del Salón de Arte Popular, donde se exhibieron piezas de todo tipo de materiales, se dedicó una sala exclusiva para la pintura popular. “Discurso inaugural de Carlos Chávez”, Inauguración del Museo Nacional de Artes Plásticas, INBA, 1949, p. 28.

5. Ibidem, p. 36.

6. El “culto” al arte popular inició formalmente en 1921, a raíz de la exposición que para celebrar el Centenario de la Independencia montaron Dr. Atl, Montenegro y Jorge Enciso, entre otros. Fue tal el éxito que al año siguiente una exposición semejante se presentó en Estados Unidos.

7. Cédula del pabellón Fernando Gamboa, Museo Dolores Olmedo Patiño.

8. Véase mi tesis doctoral Alvar Carrillo Gil. Perfil y contexto de un coleccionista de arte en México (1938-1974), Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 2004, 537 págs. más un anexo.

9. Entrevista de Héctor Tajonar a Dolores Olmedo, “El arte de coleccionar”, programa transmitido en Canal 22, 11 de agosto de 2000.

10. Dora Sierra, “El arte popular en México”, Museo Dolores Olmedo Patiño, 1994, p. 161.

11. Para este tema véanse mis artículos “Hecho en México”, Luna Córnea, núm. 23, marzo-junio 2002, pp. 155-161 y “Candil de la calle, oscuridad de su casa. Un museo itinerante para el exterior”, Revista Universidad, número 610, abril 2002, pp. 68-73.

12. Sobre esto, véase mi artículo “Dolores Olmedo y el coleccionismo de Rivera”, en Proceso, sección cultural, núm. 1344, 4 de agosto de 2002, pp. 62-63.

13. Para dicha exhibición temporal, Gamboa alternó esculturas prehispánicas con artesanías y piezas de Rufino Tamayo, lo que documentaba, según él, las múltiples influencias que había recibido el pintor oaxaqueño. Véase Inauguración del Museo Nacional de Artes Plásticas, op. cit., p. 16.

14. Sólo en la cocina de la casa principal, hoy convertida en sala del museo, se exhiben objetos en talavera, barro, cobre o plata.

15. Frase tomada de una de las dos cédulas de la Sala Fernando Gamboa del Museo Dolores Olmedo, en donde se explica que el arte popular “constituye una de las más valiosas expresiones de la idiosincrasia e identidad del pueblo mexicano”.

16. La remodelación del edifico se encargó al arquitecto Teodoro González de León y la museografía a Jorge Agostoni. Dora Luz Haw, “Retrasan apertura del Museo Popular”, Reforma, sección cultural, 8 de marzo de 2005.

17. Entre quienes donaron piezas para el nuevo museo están el anticuario Rodrigo Rivero Lake y el historiador Guillermo Tovar y de Teresa; entregaron piezas en comodato Fomento Cultural Banamex y Alfonso Romo, del Grupo Savia de Monterrey; la presidenta de la Asociación de Amigos del MAP es Marie Thérese Hermand de Arango.

18. Se reporta con posterioridad al año 2002 la participación de la oficina de Estudios y Proyectos de la Dirección General de Sitios y Monumentos del Patrimonio Cultural de Conaculta para la adecuación del inmueble, y de la Secretaría de Desarrollo Social para el apoyo a grupos de artesanos ligados al Comité de Educación y Cultura de la Asociación Amigos del MAP. Riveroll, “Contrastan modernidad…”, op. cit.

19. Patricia Cordero, “Obligan trámites a retrasar apertura”, “Lenta gestión” y “Reunión de acervos para el MAP”, Reforma, sección cultural, 28 de diciembre de 2004; Edgar A. Hernández, “Cooperan artesanos con el MAP”, Reforma, sección cultural, 21 de enero de 2005; Julieta Riveroll, “Convocan artesanos a público ‘pudiente’”, Reforma, sección cultural, 24 de enero de 2005.

 

 

 

Inauguración del Museo Nacional de Artes Plásticas, 1947.
De izq. a der.: Manuel Gual Vidal, Miguel Alemán, Carlos Chávez y Alfonso Caso.

 

Excélsior,
1 de octubre de 1934.
Foto: Roberto Gómez-Soto
Hemeroteca Nacional, UNAM.