R E M E M B R A N Z A • • • • • •
 


Dr. Atl, Autorretratro (dedicado a Jesús Contreras), 1899, pastel sobre papel, 80 x 67 cm. Tomado de Alma Lilia Roura, Dr Atl. Paisaje de hielo y fuego, México, Conaculta, col. Círculo de Arte, 1999.

 

 

La pasión, según el Dr. Atl (1875-1964)

En 2004 se conmemoró el cuarenta aniversario de la muerte del Dr. Atl. Para recordarlo, la investigadora Sofía Rosales hace un recuento de algunas de las facetas del insigne pintor: muralista, creador de emotivos paisajes, anticonformista por antonomasia, caminante incasable, intelectual autodidacto e, incluso, poseedor de un don especial para la narración.

SOFÍA ROSALES Y JAIME
Investigadora del Cenidiap
sofroja2000@yahoo.com.mx

 

Al comenzar el siglo XX, Gerardo Murillo Cornadó –con veinticinco años de edad– vivía en Roma. Pintaba y recibía una pensión del gobierno mexicano desde hacía un año y planeaba participar en la Exposición de París con algunos cuadros al pastel.(1) Su Autorretrato habría de obtener medalla de plata en ese certamen.

El 2 de junio de 1902, el pintor le pidió al presidente Porfirio Díaz le concediera que en lugar de recibir 250 francos mensuales durante un año, se le proporcionaran quinientos durante seis meses, con lo que podría atender con más facilidad el desarrollo de sus proyectos y la exposición de sus cuadros. En apoyo a su solicitud ofreció al Gobierno las siguientes obras como prueba de agradecimiento: Primavera (tríptico), Escena romana, Il bacio della morte, Estadio, Villa Papa Giulio, Reposo, Il Tevere (impresión), Tramonto, La fontana de Puparri, La Fortezzuola y un panneau con cuatro estudios. El Presidente ordenó enviarle el dinero solicitado y aceptó la donación de la obra.(2)

Estos trabajos, realizados probablemente al pastel –que era su técnica preferida por entonces– son casi todos paisajes y los títulos dejan ver que el joven Murillo buscaba sus motivos pictóricos en los alrededores de la capital italiana. El tratamiento de estos cuadros puede establecerse, aun cuando son desconocidos dentro de la producción del artista, dentro del espíritu impresionista que todavía no se consideraba obsoleto por los pintores jóvenes italianos.

Más adelante, el 5 de febrero de 1903, Murillo solicitó una prórroga de seis meses en su pensión, para poder concluir las obras que, como prueba final, deseaba ofrecer al Gobierno y cuyos títulos son: Il neonato, Papaveri, Estudio, Tipos degli Abruzzi, Tipos della Ciocería, Aurora-Tramonto (díptico), copia del Ghirlandaio, copia de Michelangelo, una colección de dibujos y una colección de estudios. Desde México, el 10 de marzo, el Presidente pidió a Leandro Izaguirre, comisionado en Europa para supervisar a los becarios, le informara sobre Murillo, para ver si le prorrogaban la pensión.(3) No tengo datos sobre la aceptación de esa solicitud, que parece haber sido la segunda que él pidió, pero sabemos que cuando se acabó su pensión regresó a México y se instaló en su natal Guadalajara durante un tiempo. Después se mudó a la capital y lo encontramos en la Academia de San Carlos como agitador, hablando a los estudiantes de la grandeza de los murales italianos, de política y atacando cuanto resultaba añejo.(4)

Para entonces, Gerardo Murillo había adoptado como nombre la palabra náhuatl “atl” (agua) por sentir que se adaptaba perfectamente a sus cualidades naturales de movilidad, fluidez y libertad. El argentino Leopoldo Lugones, su camarada de bohemia, tal vez consideró que el corto vocablo carecía de suficiente sonoridad y con autoridad de poeta le otorgó el doctorado. Gustó esto tanto al pintor que inmediatamente lo adoptó, usando a partir de entonces el nombre Dr. Atl hasta su muerte.


Su aportación como muralista

Las obras mencionadas en su solicitud de prórroga de 1903 indican que Murillo había incursionado en figura humana identificándose con el estilo renacentista y manierista de los grandes murales italianos, especialmente los de Buonarroti, a la vez que hacía suyas las premisas colorísticas más modernas como en el pastel Retrato de mujer de ese año. Las copias de Ghirlandaio y, sobre todo, de Miguel Ángel, sin duda sustentaron las heroicas figuras que pintó para Vasconcelos en los corredores del ex convento de San Pedro y San Pablo entre 1922 y 1923. Mujeres y hombres encarnando alegorías sobre entidades y fuerzas de la naturaleza: La lluvia, La luna, El sol, El titán, El viento, El hombre que salió del mar, además de algunas síntesis de paisajes que fusionaban muy a lo Murillo el “japonismo” con los postulados futuristas, como La ola y La noche, y que fueron calificados de extraños.

Los enormes desnudos masculinos –que no los femeninos– inquietaron el pudibundo gusto de los personajes de la política –comenzando por Vasconcelos– quienes, en materia de arte, apreciaban o entendían más el refinamiento art nouveau salpimentado con seudoperversiones simbolistas de Roberto Montenegro. Además, el riesgo de que alguna dama decente se encontrara inesperadamente con esas decoraciones los preocupó por encima de cualquier consideración estética o histórica.

Tal como las figuras desnudas de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina fueron adulteradas con sendos taparrabos para que no ofendieran los ojos de los fieles que debían entrar al recinto, los incómodos detalles que Atl pintó con veracidad anatómica para escándalo de estos pequeños políticos mexicanos a cargo de la renovación cultural posrevolucionaria fueron también censurados. Sin embargo, el pronto destino de esas decoraciones pioneras en nuestro suelo fue desaparecer bajo asépticas capas de cal, primero, y con la remoción del aplanado que las sustentaba, después.


Atl, el anarquista

Existe una bella foto donde aparece trabajando frente a un caballete como si fuera un hippie del siglo XX, con barba descuidada y descalzo, vestido como campesino, los pantalones arremangados y un viejo sombrero de paja. A diferencia de la buena impresión que otros pintores buscaban causar, posando en su estudio con las mejores obras a su alrededor e impecablemente vestidos, Atl desdeñó parecer profesional y próspero, tieso y engominado.

Tomada en los alrededores de París o en los de la ciudad de México en los primeros años del siglo, esta imagen lo muestra reñido con lo convencional, artista más amante de la comodidad y el aire libre que de la elegancia y los espacios cerrados. Enamorado del paisaje, vemos que podía plantar su caballete en cualquier sitio, por agreste que fuera, y disfrutar de la libertad de pintar a pleno sol con las barras saturadas de color que inventó y que fue perfeccionando hasta llegar a los atlcolors que comercializó ente 1918 y 1920 durante su exilio en Los Ángeles, cuando se enemistó con Carranza.(5)

Su amor por la naturaleza nació muy temprano, siendo niño en provincia, y se volvió caminante incansable. Creció con él la idea de que el agua salvaje y helada de un río, una cascada, un lago o la lluvia torrencial le aportaban energía vital y por eso sus baños eran más bien de naturaleza lustral que de estropajo y jabón. Su identificación con el líquido elemento era tan poderosa que, como vimos, se autonombró “Agua”.

Anticonformista por antonomasia, repudiaba lo establecido, las buenas costumbres, la hipocresía social y todo cuanto limitaba su curiosidad e inteligencia. Enemigo acérrimo del matrimonio y de cualquier otro lazo que fuera para toda la vida, buscó siempre lo vital por encima de cualquier consideración de “seguridad”. Cuando el amor romántico lo tentó prefirió huir a alguna cumbre nevada, confiando en que la temperatura bajo cero de la nieve lo volvería a la realidad, como cuando se enamoró de una sobrina de su amigo el abogado y pintor Joaquín Clausell.


Su vida en Europa

A finales del siglo XIX Gerardo Murillo viajó al Viejo Continente donde, a diferencia de los que pretendían mimetizarse como ciudadanos respetables en Europa, no buscó una modesta buhardilla acorde con su escasa pensión sino que se las ingenió para vivir a sus anchas como huésped en una casa de “buena nota” en Roma. Su espíritu aventurero y su carismática personalidad siempre le facilitaron las transiciones pues su apertura le permitía disfrutar lo que le brindaba el paisaje.

En aquellas andanzas se interesó por la cocina y se volvió un excelente cocinero, siendo proverbiales los espaguetis que preparaba en latas vacías de petróleo para invitar a los estudiantes pobres de San Carlos o como los “maravillosos macarrones a la italiana” que pasaron a la historia en la autobiografía de José Clemente Orozco.(6)

Si bien podemos considerarlo un sibarita de ocasión, fundador del primer club nudista de México en el ex convento de La Merced, también es verdad que era capaz de grandes sacrificios para alcanzar goces que nada tienen que ver con los placeres físicos. Su amor reverente por la majestuosa naturaleza lo impulsó a buscar lo que trasciende la pequeñez humana, como la belleza inenarrable de esa madre dulce y terrible que es nuestra Tierra, flotando en el espacio sideral como una gema multicolor. Sentía gran atracción por los terremotos, la lluvia y las tormentas eléctricas, las erupciones y el movimiento indestructible del mar.

Esos eventos lo impresionaban y tocaban su centro sensible mucho más que los dramas humanos individuales. Por ello su interés y su apasionada participación en la Revolución mexicana, como antes había estado presente en las marchas y revueltas de los anarquistas italianos en Roma capitaneados por Enrico Ferri, con quien Atl decía haber tomado clases. Necesitaba cimbrarse con eventos sociales poderosos, masivos, que él creía trascendentes como los sacudimientos telúricos de proporciones gigantescas. En cuadros y narraciones describe estos sucesos y destaca emotivamente no el antes o el después, sino el pasmo ante la violenta manifestación de una fuerza incontenible. Un ejemplo es el cuadro mural Frente de lava en movimiento y otros de la serie del Paricutín.


Un volcán llamado Nahui Olin

Su romance con la bellísima y excepcional Carmen Mondragón, a quien rebautizó como Nahui Olin, tuvo, al parecer, esas mismas características de eruptiva e incontrolable pasión. El ruinoso ex convento de La Merced fue el teatro donde se llevó a cabo esa relación que, por el temperamento exhibicionista e impúdico de ambos, se convirtió en una escandalosa novela de abierta sensualidad y erotismo. Los altibajos de sus amoríos fueron conocidos tanto por la gente del barrio que presenciaba escenas de euforia o violencia en las calles o azoteas del viejo edificio, como por el gremio de artistas, ya que ambos personajes formaban parte de él.

Su luna de miel duró cuatro años, al final de los cuales la pasión amorosa comenzó a alternar con separaciones, terribles escenas de celos y recriminaciones. La relación terminó agotándose por su misma intensidad y la ruptura fue agria. Sin embargo, el recuerdo de su plenitud inspiró en Atl la necesidad de eternizarla, lo que hizo en su libro Gentes profanas en el convento, escrito veinticinco años después y publicado por la editorial Botas en 1950.

En este libro autobiográfico, que resulta muy útil para entender la personalidad de Atl, inventa la historia de un hallazgo de antiguas fotos y un paquete de cartas en un viejo sepulcro dentro del convento, que le permiten reconstruir la pasión amorosa de una pareja de un siglo atrás. Resulta muy obvio que el amante Pierre es él mismo y que las cartas son las que conservó de Nahui Olin. Hay una vívida descripción de una mujer de belleza sin igual, Eugenia, y de sus arrebatos amorosos cuyo testimonio son las numerosas misivas. Como las respuestas masculinas se perdieron, Atl aprovecha la vehemencia amatoria de ella para perfilarse a sí mismo como un amante excepcional, capaz de inspirar esa pasión sin paralelo.

Porque Nahui Olin fue un hito único en la vida del pintor, a pesar del juicio racional con que Atl pretende tomar distancia de sus propias emociones al descibir –con una óptica asaz misógina– la personalidad dislocada e incontenible de la amante. Fue una contraparte magnífica para este hombre peculiar, pues su relación alcanzó niveles mucho más allá de la atracción física. Nahui Olin fue una mujer intuitiva de gran inteligencia, potente y directa, enemiga de prejuicios, convencionalismo o usos sociales pues su curiosidad encontraba sus propios cauces y respuestas. Tenía, como Atl, capacidad para conectarse con la naturaleza y sus fenómenos, extrayendo de ahí conocimientos de sutil refinamiento intelectual, emocional y sensorial.

Ella, tal vez más que él, supo poner en palabras dinámicas y cargadas de erotismo el sentido de su fulgurante relación, lo perentorio del deseo y también lo ambivalente del sentimiento amoroso. Esa especie de hambre insaciable que traslucen las cartas y casi incendia el papel donde están escritas, habla de dos espíritus inquietos para quienes un encuentro carnal era como el choque de dos meteoritos, de dos astros incandescentes con órbitas imposibles de alterar.

Nahui trasmite en sus cartas una tortura permanente en los niveles físico, mental, emocional y anímico que exacerbaba su ya de por sí aguda conciencia de existir. Parece que no conservó las cartas que Atl le escribió y no tenemos, por ende, manera de cerrar el círculo y determinar los sentimientos que alimentaron la pasión masculina, excepto las reflexiones que él plasmó en la historia de las cartas del sepulcro, pero debemos considerar que pasó más de un cuarto de siglo entre su affaire y la publicación del libro.

O sea que Atl guardó más de veinticinco años las cartas (alrededor de seiscientas, según dice) tiempo durante el cual las leyó y releyó, tratando de entender con la razón lo que fue pulsión de vida e irracionalidad pura.

Por ello, Gentes profanas en el convento es una bitácora de viaje donde Atl vertió la crónica pormenorizada de una de sus mayores aventuras: atreverse a interactuar a fondo con una mujer que para la mayor parte de los hombres era un riesgo de consideración, muy atractivo sin duda como parte de lúbricas fantasías, pero peligroso en la realidad por ingobernable. Nahui no obedece a la descripción de la femme fatale que literatura y cine idealizaron por entonces, sino que encarna totalmente a la mujer en busca de sí misma, devorada por dudas existenciales y procurando su realización en todos los campos de sus múltiples atributos y capacidades.

Como documento testimonial, el libro brinda además la oportunidad de conocer los entretelones de uno de los idilios más famosos de la década de los años veinte junto a los de Diego Rivera y Lupe Marín, Frida Kahlo y Diego Rivera, Antonieta Rivas Mercado y Manuel Rodríguez Lozano (por cierto, esposo de Nahui Olín durante su relación con Atl), Tina Modotti y Edward Weston, Tina Modotti y el cubano Julio Antonio Mella, entre otros y que son, de alguna manera, la cara oculta pero sustancial del devenir del arte mexicano de ese periodo crucial.

Nahui posó en 1923 para el mural La creación, de Rivera, como Erato, musa de la poesía erótica, y sirvió de modelo a otros artistas que intentaron captar la magia que ella exhalaba, como Rosario Cabrera, Jean Charlot y los fotógrafos Edward Weston y Antoni Garduño. Este último fue contratado por ella para realizar una serie de estupendas imágenes al desnudo de su sensualidad, mismas que fueron expuestas por la misma Nahui en 1927.(7) Atl la dibujó y pintó en repetidas ocasiones, pero en las figuras miguelangelescas con que decoró el patio de San Pedro y San Pablo entre 1922 y 1923 no incluyó ninguna que nos recuerde a Nahui Olin, aunque su belleza correspondía perfectamente con los cánones estéticos europeos que él usó, a diferencia del encanto de Luciana (Luz Jiménez) que simultáneamente se había convertido en el arquetipo femenino mesoamericano para los muralistas, pintores y grabadores del momento.


Escrutando el universo

Después de su rompimiento, Nahui definió a Atl con acritud, hablando de su complejo “mesiánico” y comparando sus arrebatos con los de Júpiter gobernando el Olimpo mitológico, lo cual no parece muy alejado de la realidad.

La vida de Atl es la prueba misma de su necesidad de estar siempre en el ojo del huracán, actuando con impulsiva temeridad y desafiando con cinismo y buen humor riesgos de consideración. Esos rasgos distintivos de su carácter aparecieron muy temprano pues, aun cuando realizó los estudios propios del hijo de una familia provinciana de clase media, el liceo jamás doblegó su espíritu, ni la religión sentó sus reales en su ánimo inquisitivo y egocéntrico.

Su amplia preparación informal autodidacta y lo ecléctico de sus intereses intelectuales abarcaron hasta el cosmos. Como asiduo observador celeste apostado en la cima de alguna montaña llegó a entender e intuir la mecánica celeste y consiguió dilucidar algunas leyes de esa magnitud. Para explicitar su libro Un hombre más allá del universo (1935) realizó una serie de dibujos: La gran galaxia, Proyectil humano sobre un planeta, El cerebro como espejo curvilíneo y la penetración del cosmos, El hombre es una molécula con ojos en el engranaje de la mecánica cósmica, Curvas cósmicas, Composición I y Composición II.(8) Como fundamento de las teorías vertidas en ese libro más tarde escribió: “Un pintor tiene sobre un astrónomo y sobre un matemático la inmensa ventaja de ver. No necesita telescopios, ni hacer cálculos, ni fotografías del cielo durante quince años para conocer de un golpe las formas y el movimiento de las cosas.”(9)


El gran legado

Su necesidad –compulsión– de escribir de los más diversos temas y asuntos fue otra veta donde se manifestó la riqueza y eclecticismo de su naturaleza inquieta, demostrando tener un don especial para la narración. Tiene un buen número de publicaciones que son el fruto que define al árbol y, a falta de poder escucharlo apasionado y ágil perorando sobre las bellezas que guiaron su larga vida, ahí podemos, junto con su abundante producción pictórica y gráfica, seguir haciendo contacto con la potencia de su espíritu.

 

Notas
1. Flora Elena Sánchez Arreola, Catálogo del Archivo de la Escuela Nacional de Bellas Artes, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 1996, p. 96.

2. Ibidem, p. 150.

3. Ibidem, p. 150.

4. José Clemente Orozco, Autobiografía, 3a. ed., México, Era, 1984, pp. 19 y 20.

5. Atl, quien sirviera como propagandista de Venustiano Carranza a partir de 1914 cuando cerrara la Academia, de la que era director, para llevarse un contingente de alumnos a Orizaba y editar La Vanguardia (como narra Orozco en su Autobiografía), para 1917 ya tenía serios enfrentamientos con él. El periódico Acción Mundial de Atl es cerrado y para escapar al encarcelamiento se exilia en Los Ángeles. Intenta comercializar los atlcolors y funda el periódico Sonora.

6. José Clemente Orozco, op. cit., p.27.

7. Tomás Zurián Ugarte, “Nahui Olin, una mujer de los tiempos modernos”, en catálogo de exposición, Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo, Conaculta, 1992 y Tomás Zurián Ugarte, “Nahui Olin, Opera Varia”, en catálogo de exposición, Museo Mural Diego Rivera, Conaculta, 2000.

8. Arturo Casado Navarro, Gerardo Murillo. El Dr. Atl, México, UNAM, 1984, p.207.

9. Dr. Atl, Gentes profanas en el convento, México, Botas, 1950, pp. 81 y 82.

 

 


Dr. Atl, El hombre que salió del mar. ca. 1922-1923. Tomado de Arturo Casado Navarro, Gerardo Murillo. El Dr. Atl, México, UNAM, 1984.


Dr. Atl pintando, ca. 1903. Tomado de Beatriz Espejo, Dr. Atl. El paisaje como pasión, México, Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, 1994.



Dr Atl, Paricutín, s/f, atl-colors sobre masonite, 62 x 92 cm. Tomado de Beatriz Espejo, Dr. Atl. El paisaje como pasión, México, Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, 1994.



Dr. Atl, Retrato de Nahui-Olin, ca. 1921-1925, pastel sobre papel, 44 x 54 cm. Tomado de Beatriz Espejo, Dr. Atl. El paisaje como pasión, México, Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, 1994.


Dr. Atl, La sombra del Popo, 1942, atl-colors sobre celotex, 124 x 178 cm. Tomado de Beatriz Espejo, Dr. Atl. El paisaje como pasión, Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, 1994.