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Curadores en el blanco
La figura del curador surge de la
necesidad del aparato institucional-comercial de circulación del
arte por definir lecturas y escrituras coherentes a partir de la apertura
y diversidad que caracterizan la creación actual. El curador establece
discursos y parámetros de interpretación, selecciona y dispone
en el espacio objetos, proporciona lecturas analógicas y sugiere
medios generales para el reconocimiento del arte, la historia y la cultura.
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JORGE REYNOSO POHLENZ • MUSEÓGRAFO
Jefe del Departamento de Desarrollo Museológico
de la Coordinación Nacional de Artes Plásticas del INBA
manfreda@tutopia.com
Un veterano artista que me había
atendido en ocasiones anteriores con diplomática cordialidad me
recibió no hace poco –al enterarse que lo entrevistaba en
calidad de curador– con espontánea estupefacción y
reserva. El artista –que con toda propiedad puede recibir el apelativo
de “zorro plateado”– no dudó en recomendar discreción
a sus jóvenes colegas que nos acompañaban, recordando décadas
anteriores en las cuales la divulgación del arte contemporáneo
no precisó de curadores, siendo los artistas gestores y promotores
de su propia obra, limitándose la complicidad de escritores y críticos
de arte a comentar de manera afortunada las exposiciones en periódicos
y revistas o a incluir elogiosos textos en catálogos y folletos;
en el caso de las autoridades institucionales –directores de museos
o funcionarios culturales– la complicidad podía ser opcional,
siendo propio del gremio agruparse en causas afines y, a partir de esta
masa crítica de opinión y presión política,
lograr espacios de presentación en los ámbitos oficiales.
Para la generación de los “zorros plateados”, el curador puede significar una variable incómoda en la ecuación de la promoción del arte contemporáneo, ya que es al mismo tiempo una autoridad de cuño ambiguo, un especialista, un crítico, un promotor y, alternadamente, una figura institucional e independiente. ¿Qué necesidad tienen los artistas de que existan curadores que determinen los proyectos, los califiquen y los enjuicien? Bien mirado, ninguna. La creación artística no precisa ahora de curadores, en la misma manera que no precisó de museos hace quinientos años. Para crear sólo se requiere de un creador y de un aparato de patrocinio para la creación, siendo que, a partir de la modernidad, el artista se ha emancipado de la necesidad de congraciarse con un público contemporáneo a su obra. En ese sentido, el curador no incide directamente en los mecanismos de creación, sino en los de divulgación y reflexión en torno al quehacer creativo. La figura del curador de arte contemporáneo surge de la necesidad del aparato institucional-comercial de circulación del arte de definir tanto lecturas como escrituras coherentes a partir de la apertura y diversidad que caracterizan a la creación actual. Siendo la diversidad también característica de los sistemas institucionales (tanto privados como públicos) este sistema ha precisado delegar ciertas responsabilidades de decisión y juicio a un “especialista” relativamente autónomo que, por conveniencia, se ha definido como curador, en espera que los cuerpos académicos le otorguen a esta profesión calificaciones curriculares concretas.
¿Qué es lo que, básicamente, realiza el curador? Supongo que –a partir de una tesis premeditada– establece discursos y parámetros de interpretación de lo creado y de lo que se crea a partir de seleccionar y disponer en el espacio objetos, proponiendo una disposición de ellos que proporcione lecturas analógicas, sugiriendo con ello medios parciales o generales para el reconocimiento del arte, la historia o la cultura. Ya sea que el curador manipule creaciones del pasado o del presente, ya sea que proponga “lecturas” en torno a la memoria o la actualidad, el interlocutor de sus discursos –principalmente expresados en formato museográfico– es su contemporáneo. En el futuro, sus textos y las imágenes de sus curadurías quedarán como documentos de análisis historiográfico, pero su actividad se verifica y se califica en el presente. Es por este hecho que la ascendencia del curador de arte contemporáneo es más difícil de trazar que la del curador especialista asignado a la custodia de acervos histórico-artísticos en los grandes museos, como el Británico o el Louvre.
Pero, aunque no fuera vigente este título de curador,
al tiempo admirado y repudiado, la divulgación del arte frecuentemente
ha precisado de alguien que asuma esta responsabilidad de calificar, catalogar
y definir sentidos. Cuando, a mediados del siglo XVI, Giorgio Vasari publicó
sus Vidas de... pintores, escultores y arquitectos, su intención
no era tanto la de un historiador o la de un crítico de arte, sino
la de alguien que, de manera partidista, aspiraba a trazar una genealogía
verídica para el nuevo arte italiano, otorgándole sentidos
y depurando, señalando a algunos artistas y ocultando a otros.
Un poco antes, los Habsburgo encomiendaron al pintor Tiziano seleccionar
para la corte obras de pintores italianos afines tanto a la nueva sensibilidad
estética como al gusto de esta casta real. Los esfuerzos de Tiziano
determinan en muchos sentidos los contenidos de arte del Renacimiento
en los museos de Viena y Madrid. En el siglo XIX, los invasores franceses
solicitaron a Goya una selección, inevitablemente con criterio
“curatorial”, de las colecciones artísticas españolas;
los ejemplos similares podrían extenderse. En el caso del curador,
al mismo tiempo cómplice y discriminador con el arte de su tiempo,
la tradición puede incluir a escritores como Zolá, Apollinaire
y Breton. Los mismos “zorros blancos” de las últimas
expresiones heroicas de las vanguardias modernas actuaron, simultáneamente,
como artistas y curadores, y algunos de los miembros de jurados de concursos
de los siglos XIX y XX asumieron, aun sin concebirlo como un acto de conciencia,
las responsabilidades que ahora se le atribuyen de manera crítica
a los curadores.
El artista alemán Joseph Beuys comentó
alguna vez que todo hombre es un artista. Ignoro si todo hombre es un
curador, aunque la población de curadores se ha incrementado significativamente
en el último lustro. Yo actúo como curador sólo esporádicamente.
Algunos suponen que es una profesión fabulosa, en la que se viaja
mucho, se conocen personas interesantes y se mira mucho arte; pero, la
mayor parte del tiempo la curaduría es una actividad enojosa, en
la que no pocas veces se pierden amistades, en la que los esfuerzos de
gestión son con frecuencia poco reconocidos o repudiados públicamente
y en la que, muchas veces, se pierde el gusto de mirar arte a fuerza de
estar en contacto con él de manera constante, de tratar de argumentarlo
e intentar descubrir los hilos que determinan, a partir de criterios paraestéticos,
su legitimación, circulación y comercio. Siguiendo los principios
del taoísmo y del confucianismo, supongo que la curaduría
ideal sería la invisible, la tan concisa y coherente, la tan afín
a la naturaleza de la materia prima que manipula, que se difumine como
mera sintaxis del discurso que propone. Aun así, incluso si se
logra esta armónica y anónima articulación del discurso,
estoy seguro que muchos artistas buscarían al curador para felicitarlo
o recriminarlo. Inevitablemente, la curaduría es ahora una actividad
novedosamente visible, en la superficie. Inevitablemente es afectada por
los agentes que inciden sobre lo superficial.
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