Magdiel Pérez
• Houston Elegy •
2002, óleo sobre tela, 150 x 120 cm. Foto: cortesía
del artista.
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Prueba de Houston
Bitácora personal de un artista plástico durante su estancia en Houston y la obra realizada a partir de su viaje a esa ciudad.
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MAGDIEL PÉREZ VELÁSQUEZ
• PINTOR
hmagdiel@hotmail.com
Houston es feo, atestado de refinerías
y free-ways y con una humedad asfixiante. Las imágenes
que me pintaban mis amigos de la ciudad, cuando les anunciaba que iba
a viajar allí para presentar mi obra en la Art Houston, no eran
muy halagadoras. Eso sí, añadían los más enterados
(dos), valen la pena sus museos, por las colecciones de arte que albergan.
Llegamos en pleno verano y me recordó mi estancia en Alemania en
1998. Zonas arboladas verdísimas y un calor sofocante, ríos
de autos veloces y unas perspectivas cambiantes a cada tramo de la autopista,
hasta avistar el bloque principal de la ciudad, una visión futurista,
un bosque de rascacielos portentosos; la imagen del poder, del dinero,
del auge del petróleo. Pero también el retrato más
intrigante de los houstonianos; de su espíritu conservador. Las
líneas sobrias, grises, brillantes de sus edificios, revelan ese
espíritu: como ellos, aparentan la aspereza del desierto, la vida
dura de Texas, el carácter indomable del vaquero. Pero cuando se
traspone esa primera capa aparente de cemento o hierro, se palpa la blandura
de los materiales para insolación, de la madera más combustible,
del plástico y la fórmica. Por eso sus casas y sus edificios
arden en unos segundos cuando son presa del fuego y se desploman para
formar un charco de cenizas volátiles. Sucede lo mismo con el alma
de los houstonianos, cuando se va más allá de los saludos,
reverencias y caravanas y alguien pone una mano al fuego, da un detalle,
un algo inmarcesible ante sus ojos; arden, se les prende fuego directo
en el corazón y el incendio dura esos segundos o minutos, un fuego
de emociones al punto de las lágrimas, de la risa y luego vuelven
a ser otra vez esa vertical sólida e invariable. Joan, la dueña
de la galería Joan Which & Co., que expuso nuestra obra, nos
invitó la cena en el Carraba's, un restaurante italiano de tradición
en Houston. Los meseros se presentan con su nombre de pila y luego hay
que andarlos tuteando todo el tiempo. Yo pedí un sartén
de mejillones, pero antes del plato, y como siempre me aburro en las reuniones,
hice un dibujo de Paul, el sales manager de la galería.
Quedó encantado porque se frotaba cariñoso el papel en el
pecho. Después de dar cuenta con los deliciosos mejillones, seguí
con Gini, ingeniera del petróleo, amiga y vecina de Paul. Hice
un primer sketch no muy bien resuelto pero que podía
impresionar, en el segundo me esmeré más y salió
casi perfecto, suavicé sus mejillas y escondí las comisuras
agresivas de los labios que denotaban cierto carácter agrio, por
las ocasiones en que el petróleo se derrama. Después de
que se pidió la cuenta a Hugo, nuestro mesero, y dar las gracias
a Joan por su generosidad, le extendí a Gini las hojas del menú
donde dibujé su retrato. Exhaló un grito de emoción,
aunque en el fondo sabía que no era de su total agrado; aun así
me agradeció efusivamente el detalle. Ya lo iba a guardar en su
bolso sin ver el segundo que estaba debajo, se lo hice descubrir y, al
mirarlo, pegó un grito y se tapó los ojos, se veía
que le faltaba la respiración y comenzó a sollozar. Gini
tardó mucho en reponerse y cuando lo hizo transformada por haber
abierto así en público su corazón, anduvo largo tiempo
en otra órbita. Todavía nos divertimos un rato pero algo
extraño estaba pasando en el ambiente. Luego esa sensación
fue derritiéndose lentamente. Por lo menos sentí que le
había pagado el saludo, porque cuando en casa de Paul nos presentaron
con ella, al saludarme dijo “me gusta mucho”, en vez de “mucho gusto”.
Nos hospedaron en el Warwick, un hotel de
cinco estrellas a todo lujo en pleno Museum District. Al llegar, el doorman,
un hombre maduro de color, se molestó conmigo porque salté
de la camioneta sin pisar la escalerilla que nos había puesto para
bajar. Éramos importantes y no teníamos que aparentar que
íbamos sin un quinto en la buchaca. Al andar los interminables
pasillos del hotel, recordé a Barton Fink. Al otro día,
me levanté muy temprano para disfrutar largamente, desde el séptimo
piso, el oleaje verde que viene a descansar en las recién cortadas
“yardas” del hotel que dejan al descubierto las contorsiones tortuosas
de un mezquite en una danza artrítica y gozosa para atraer a los
automovilistas. La línea curva del horizonte, una columna de edificios
y refinerías despliega una humazón de nubes y mosquitos.
De la biblioteca había sacado Puro
Humo del humoso, humoroso, Cabrera Infante; su lectura incita a
los placeres mundanos, pero la realidad aquí es otra irrealidad.
Fumar en cualquier sitio de Estados Unidos es un suplicio; hay que salir
de los edificios y hacerlo en plena asolada calle, a todo vapor. Así,
los que fuman parecen consumirse en cada fumada con desesperación,
con rabia. Dentro de poco fumar será considerado very illegal,
como las peleas de gallos y los indocumentados.
La amabilidad de los houstonianos es aderezada
con almíbar: en general, el estadounidense sonríe a cada
momento aunque lo estén devorando cocodrilos. Y hay que dar las
gracias a cada instante, a cada gesto del empleado hay que obsequiarle
con una caravana y un agradecimiento. Yo por lo menos me atragantaba;
por más que hacía un esfuerzo seguía pareciéndome
a mis paisanos de la mesa de enfrente, como estatuas en su mesa, impertérritos.
Pregunté a Elizabeth, la sobrina de Joan y quien fue el enlace con nosotros para la exposición, por qué hay tantos negros deambulando por la calle, por la inhóspita calle. Tampoco ella pudo responderme, sabe que son los que usan el transporte público y nada más. Vi a los latinos, mexicanos los más, sirviendo platillos, limpiando cristales, trepados en la obra y aunque me preguntaba por qué aquí trabajan con tanto afán, al contrario de en su propio país, no dejaba de sentirme orgulloso. Pero los negros, salvo algunos policías y hasta el alcalde, los demás vagaban por la calle a pleno sol buscando leones. Las diferencias raciales se acentúan aquí, latinos, negros y blancos mantienen sus distancias sembradas con minas antipersonales.
Mi hermano José Luis llegó a Houston hace doce años y no ha parado de trabajar. Vino de ilegal y ahora tiene su propio negocio de pegar azulejos en las construcciones; bien pagado. Sus hijos han crecido aquí y hablan “spanglish”, como todos los mexicanos. Llevan una vida fantástica a diferencia de la que tenemos nosotros en México. Nos vimos después de casi cinco años; un encuentro emotivo de hermanos. No hubo llanto, ni brindis, ahora ha jurado no tomar. Es lo único que eché en falta en su casa: una copa de vino en la comida. Por lo demás, puro amor de familia.
Varias veces fuimos al mall de compras, una a buscar material de artista y otras para avituallarme de cosas inalcanzables en México. El espectáculo de los paisanos que vi me deprimió, no podía pasar bocado después de la experiencia. Sin duda el capitalismo se ha ensañado sin tregua en la humanidad de esos mexicanos que llegaron pobres a la tierra de la gran oportunidad, pero sus genes no estaban preparados para consumir tal cantidad de carbohidratos y proteínas: siguen con su misma estatura pero su barriga y sus nalgas han crecido desproporcionadamente. En el Wallmart una marea lenta de carne abotagada, cientos de luchadores de sumo aferrados al carro de la compra. En uno de esos pasillos temí por mi vida: el peligroso muchacho no tendría veinte años de edad pero sus carnes ocupaban más de metro y medio de circunferencia, una bolsa de polietileno verde con pliegues y un sudor animal desplazándose como una oruga.
Le pedí a mi hermano que inmediatamente me llevara al The Lille and Hugh Roy Cullen Sculpture Garden: oré frente a la obra de Giacometti, cerré los ojos ante la de Miró, una arborescencia inflada, y agradecí las lastimaduras en el corpulento cíclope tallado por Rodin. El tiempo que estuvimos ahí no paró de llover.
Eso sí, en mi viaje comprobé
que Houston tiene buenos museos y sus colecciones están bien escogidas:
Cy Twombly, un pintor al que le he rendido siempre veneración,
tiene su propio museo, con obra de dimensiones generosas y esculturas
que no había podido ver con mis propios ojos; la Colección
Memel, que reúne una excelente muestra de surrealismo: Magritte,
Ernst, Miró, Tanguy y Malta, y de arte contemporáneo, desde
Cezanne, Picasso, Miró, Klee, hasta Yves Klein y Rothko. Este último
es, sin duda, la estrella de las colecciones y desde la Rothko Chapel
señorea su mundo abstracto, hondo e inquietante.
California y Texas son bastiones de uno
de los puntos del programa con que Vicente Fox convenció a los
mexicanos en el 2002 por el cambio. Cientos de paisanos, a salto de mata,
se desuellan las piernas y los brazos cortando el césped (“yardas”)
de toda la ciudad de Houston. Don Juan es uno de ellos, desde hace 24
años viene desde Morelos y pasa aquí la mitad del año,
trabajando en lo que encuentra y nunca ha aprendido inglés. Esta
temporada sirve a un chino y manda una cuadrilla que tiene que hacer el
jardín de 25 casas diariamente, un esfuerzo titánico, porque
la competencia es feroz y abarata el precio del corte. Su jefe, el chino,
permanece alcoholizado toda la jornada y fuma como si acabase de leer
a Cabrera Infante. Las vecinas no dan un cinco por él, "ese
chino no va a prosperar", vaticinan. El día que conocí
a don Juan se traía un pleito con el chino, hasta el grado que
le tiró la toalla del trabajo. Cuando la cuadrilla entró
en la “yarda” de la primera casa para trabajar, se encontraron con una
rata tan campante que jubilosos y en bola dieron cuenta a escobazo limpio
del aterrorizado roedor. Los chillidos de la mujer dueña de la
rata, su mascota, alertaron al vecindario. La señora decía
a Don Juan “my mouse” y el entendía “my mouth”;
le miraba la boca y no encontraba nada, no tiene nada, señora,
en la boca. Lo negaron todo cuando llegó el chino para traducir
sin equivocaciones y el mouth-mouse se evaporó en el
fondo del bote de la basura entre el césped recién cortado.
Regresé a San Miguel de Allende cargado de energía por ver la obra de Rothko, Jasper Johns y Twombley en su estado natural; me hizo sentir en plena comunión con la pintura, con el oficio de pintar.
Al día siguiente me atreví con
un cuadro de mediano formato (150 x 120 cm). No salí del estudio
durante más de cuatro horas, hasta que no soporté el dolor
de los pies. En una parada, en vez de en una sentada, salió un
cuadro con lo que aprendí de Twombley y Rothko y con la energía
de Houston, con esa sensación de un vacío apocalíptico
que permea la ciudad. Le llamé Houston Elegy y el gusto
me duró escasamente una semana. El día que me avisaron que
debía dejar el trabajo de museógrafo y “hacelotodo” en Bellas
Artes, apareció una pareja, Stephen Handel, abogado, y su mujer,
que venían de Houston y habían visto mi exposición;
creo que compraron el cuadro que aparece en la invitación y querían
ver obra más grande. Vieron el nuevo cuadro y no dudaron en comprarlo.
Me sentí muy feliz porque ahora regresa con su energía a
la ciudad que ayudó a procrearlo, cerca de los pintores que la
inspiraron.
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