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El coleccionista depende siempre de lo que un ambiente artístico concreto le proporcione para la constitución de su acervo; en este sentido, su gusto estético no puede ser independiente de la cultura que le circunda. En el caso del empresario yucateco Alvar Carrillo Gil, su consumo artístico inició dentro del entorno mexicano y, en sus primeras selecciones, hubo una notable empatía con las políticas culturales estatales que promovían al movimiento estético local que dominaba los discursos sobre el arte.
No obstante, desde sus primeras adquisiciones es visible una inclinación hacia aquellas piezas consideradas más radicales e innovadoras, por temática, expresión plástica o formal; por ejemplo, la serie de José Clemente Orozco La casa del llanto (1913-1915), que estuvo largo tiempo colgada en los muros de la librería de Alberto Misrachi hasta que Carrillo la descubrió. El coleccionista compartió su fascinación por ese lote con los críticos de arte José Juan Tablada y Justino Fernández.
Se interesó también por la temática del movimiento iniciado en 1910, por lo que adquirió todos los dibujos y grabados de Orozco que pudo localizar bajo el título genérico de México en la Revolución (1926-1930) y que se pusieron en reventa en los años cuarenta, ya que se trata de un conjunto elaborado con anterioridad y destinado primordialmente al mercado estadounidense.
Muchos de los principales óleos de Orozco también se incorporaron con especial predilección a la colección del yucateco. En el ranking privado de Carrillo, la obra de Orozco ocupó, sin lugar a dudas, el primer lugar. Ésta es, justamente, una de las prerrogativas de que goza todo coleccionista: la de clasificar, taxonomizar su acervo según sus muy particulares estándares.
Aún en vida del artista jaliscience, Carrillo Gil centró su atención en otro pintor colocado en la cumbre del arte patrio: David Alfaro Siqueiros, a quien inicialmente encomendó el retrato de su esposa y después le solicitaría el de su hija, el suyo y el del propio Orozco. Si bien la interrelación personal con Siqueiros se prolongó hasta los años setenta, Carrillo Gil únicamente adquirió piezas de este creador hasta 1958. Aquí se revela una característica nodal de la colección: su desfase cronológico. Así, siempre privilegió la compra de las primeras fases de un artista y es por ello que en su acervo predominan productos tempranos, incluso por encima de piezas manufacturadas en el periodo en que él estaba consumiendo e interactuando con ellos. Esto explica, por ejemplo, que en el caso de Orozco, Diego Rivera y Rufino Tamayo, un alto porcentaje de las piezas que le pertenecieron estuvieran fechadas en décadas anteriores a los años cuarenta y cincuenta, en que mayoritariamente las adquirió. ¿Estaba en busca del origen?
Es necesario señalar otro rasgo central de la colección: la apropiación y personalización de los discursos artísticos oficiales. Al seguir una clasificación preestablecida, Carrillo Gil centró su atención en los "cuatro grandes" pintores mexicanos (Orozco, Siqueiros, Rivera y Tamayo) y desdeñó mucha de la producción de los innumerables "pequeños". En este sentido, el empresario fungió como un importante colaborador en la campaña estatal por consagrar a una élite dentro del movimiento pictórico de la época.
Sin embargo -y aquí se agrega la contraparte de esta característica de la colección-, también ejerció la resistencia, el cuestionamiento a tales políticas culturales. Esto es visible en su escasa incorporación de cuadros de caballete de la mayoría de pintores de la primera generación de muralistas y la prácticamente nula adquisición de aquellos creadores ubicados dentro de la segunda generación. Por ejemplo, es sintomático que de los miembros del Taller de Gráfica Popular no se interesara por sus óleos sino sólo por sus grabados, de los que adquirió carpetas temáticas colectivas. Respecto a su calidad de pintores, se trataba de una descalificación de facto, emitida por uno de los líderes del coleccionismo de mediados del siglo XX en México.
Más aún, Carrillo Gil extiende el cuestionamiento hacia la producción mexicana de uno de los pintores con mayor éxito interno y externo: Diego Rivera, de quien no adquirió más que obras de un periodo concreto, 1915-1916, durante el cual experimentaba con la pintura cubista, una de las vanguardias más prestigiadas de ese siglo. Así, su admiración por la obra de Rivera obedecía al hecho de que fuera el único mexicano que tomara el reto de crear piezas relevantes dentro de esa corriente plástica al encontrarse en Francia cuando esa vanguardia estaba floreciendo.
Ni uno solo de los cuadros de Rivera con temas históricos mexicanos, nacionalistas o folcloristas fueron seleccionados por Carrillo Gil. Tal cuestionamiento pasó incluso por el ámbito personal ya que, sin que mediara tipo alguno de declaración expresa, el yucateco no entabló una relación estrecha con el muralista, a diferencia de lo que ocurrió con los otros "grandes". Retomando un dicho que se ha hecho popular en el medio de la historia del arte en México, podemos concluir entonces que, para Carrillo, "los cuatro grandes se reducen a tres: Orozco".
De modo que no es acrítica la adscripción de este empresario a los dictados artísticos del Estado: ejerció los derechos de un particular no incorporado a las filas de la burocracia cultural y elaboró su propia versión de la historia del arte mexicano de su época. Su resistencia frente al poder del régimen se manifestó de manera prioritaria, aunque no exclusivamente, en sus selecciones estéticas.
Las diversas visiones de lo contemporáneo en el Museo Carrillo Gil
JORGE REYNOSO POHLENZ • MUSEÓGRAFO
Jefe del Departamento de Desarrollo Museológico de la Coordinación Nacional de Artes Plásticas del INBA.
manfreda@tutopia.com
La mayoría de las exposiciones temporales que se han realizado en el Museo de Arte Contemporáneo Mexicano Álvar y Carmen T. de Carrillo Gil han estado orientadas a la exhibición de arte moderno y contemporáneo. Si consideramos ambas categorías como meros parámetros cronológicos, podríamos concluir que en las tres décadas de existencia del recinto museográfico se han mostrado productos artísticos realizados en el siglo XX y principios del XXI; pero "lo contemporáneo" es una designación que rebasa una sencilla clasificación temporal -que abarca, generalmente, de la década de 1950 a la actualidad- para abrigar inestables y efímeros juicios de valor con respecto a lo que cada generación, cada tendencia cultural y cada especialista considera que es pertinente incluir dentro de "lo actual".
Para Carrillo Gil, el arte contemporáneo mexicano era aquél que abordaba los intereses del presente, deslindándose de las imposiciones ideológicas e iconográficas de la denominada "Escuela Mexicana de Pintura"; era el arte que se declaraba emancipado de los estereotipos del nacionalismo para encarar nuevas vertientes de ejecución y expresión. A su vez, para las autoridades culturales mexicanas de los años setenta y ochenta del siglo pasado, lo contemporáneo era sinónimo tanto de la incorporación de las tendencias internacionales como de las manifestaciones artísticas de las nuevas generaciones, mismas que buscaban hacer público su trabajo en espacios alternativos y que el Estado gradualmente asimilaba por medio de concursos, salones y exposiciones colectivas temáticas. Finalmente, para ciertos críticos, maestros de arte y carismáticos creadores proselitistas de la época, lo contemporáneo era el activismo y la crítica social y política, por lo que demandaban la superación de los formatos y los medios artísticos tradicionales, proponiéndose nuevas estrategias de expresión y asimilación pública de la obra, expresiones que frecuentemente apostaban por el objeto y la acción efímeros como opción frente a la manipulación del arte a manos del poder económico y político.
A partir de su apertura en 1974, el Museo Carrillo Gil fue consolidándose como un foro de referencia para el arte contemporáneo en México, que incorporaba de manera irregular o alternada las mencionadas visiones que, desde distintas plataformas de la producción y la divulgación del arte, acontecían. Así, el recinto desarrolló cada vez con mayor soltura una vocación característica, efectuándose reconciliaciones perentorias, parciales y coyunturales de los intereses políticos, grupales y personales. En sus salas pudieron llevarse a cabo las primeras exposiciones de artistas "jóvenes" y "emergentes", la presentación de expresiones artísticas que recurrían a nuevos formatos y medios tecnológicos, la experimentación museográfica y la visita de proyectos y artistas internacionales que, sin contar con la pátina consagratoria que hacía meritoria su presencia en el Museo de Arte Moderno o en el Museo Rufino Tamayo, proponían visiones alternativas de las inquietudes y tendencias que se manifestaban en el arte actual.
Al carecer de las responsabilidades que se le imponen a un "Museo Nacional", el Museo Carrillo Gil pudo operar con mayor soltura, permitiéndose un margen de riesgo más amplio. A partir de 1984 se facilitó el estímulo a un sistema de trabajo en el que los criterios curatoriales eran, en cierta medida, gestionados a partir del análisis y reflexión de un compacto equipo de trabajo, conformado mayoritariamente por jóvenes, cuyas propuestas eran ajenas a políticas culturales institucionales o a lineamientos verticales de decisión. Si bien en este proceder era evidente una asimilación a las estrategias de los denominados espacios "independientes" o "alternativos", lo cierto es que el Museo Carrillo Gil nunca se ha emancipado totalmente de su carácter de ámbito institucional: fue la sede en la ciudad de México del Encuentro Nacional de Arte Joven y el lugar donde se realizaba la muestra de los Becarios del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes; asimismo, en la medida que se inviste de un perfil alternativo, otorgándole a lo que está al margen de lo institucional un grado de legitimación, el museo institucionaliza, y en la medida que permite una apertura para la asimilación pública de cierto tipo de arte nuevo, esta apertura también se efectúa en el mercado del arte, promoviéndose o inhibiéndose los intereses de diversos grupos de poder cultural, económico o académico.
Desde mediados de la década de 1990, el Museo Carrillo Gil adquirió mayor notoriedad, en un ambiente cultural en el que el arte contemporáneo enarbolaba, para una nueva generación, los signos de apertura hacia lo internacional, la diversidad sexual, la novedad conceptual y tecnológica y la pluralidad cultural. Un nuevo sentido de lo contemporáneo, en el que los términos de lo mexicano y lo latinoamericano efectúan insólitas polisemias con señales provenientes del globalizado territorio de lo cosmopolita, irrumpió en el ámbito cultural institucional, lo que dejó poco margen para la referencia y la reflexión en torno a la historia reciente del arte. Como otros espacios, el Museo Carrillo Gil ha dado cabida a esta nueva tendencia arrolladora, permitiéndose una parcela de crítica, a veces irónica, a su visibilidad como anfitriona de las corrientes actuales. Es imposible trazar genealogías sólidas a partir de la revisión del programa de actividades del museo en sus avatares de tres décadas: como se ha mencionado, los derroteros del arte contemporáneo no son aptos para la pisada firme. Por el contrario, esa programación se configura como mosaico en el que interactúan vertientes incluso contradictorias, paradójicas. Las apuestas de algunos curadores y directores no han prosperado, lo que no le resta valor a la necesidad de apostar, de arriesgar, aunque ese riesgo museográfico no haya sido correspondido por los encargados de estimular el coleccionismo público de arte, o por los que investigan y documentan el arte reciente. Buena parte de lo más destacado en las exposiciones del Museo Carrillo Gil fue arte de coyunturas: entre espacio, curadores, públicos, medios culturales, etc. Asimismo, fue arte efímero, arte que, si se intenta recrear, corre el riesgo de cobrar una apariencia de testimonio paleontológico, ya que entre las cosas más difíciles de recrear se encuentra el "espíritu" de lo contemporáneo.
En la muestra con la que el MACG conmemora sus treinta años de existencia, la sección correspondiente a las exposiciones temporales aspira a ofrecer testimonio de las más de 490 muestras realizadas. Este testimonio será parcial y su lectura inevitablemente diversa y paradójica. En el caso de los espacios dedicados al arte contemporáneo, lo hecho está supeditado a lo que se hace, a lo que próximamente se hará. El pasado inmediato cobra un sentido fantasmal, curiosamente estimulado por la memoria viva de los que lo atestiguaron. Ni heroico ni banal, el pasado reciente del MACG ha sido, en balance, notable. Esperemos que se comiencen a estimular lecturas académicas, documentadas y críticas de ese pasado. |
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