Francisco Zúñiga
• Desnudo •
1960, piedra Xaltocan, 65 x 95 cm.
Premio "Tres Guerras",
Salón Nacional de Escultura, 1960.
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Articulación para el cambio:
escultura mexicana en los años sesenta
En el México posrevolucionario,
la difusión del abstraccionismo y otros lenguajes plásticos,
tanto en pintura como en escultura, tuvo que enfrentar serios embates
para sobrevivir en un entorno regido por la llamada Escuela Mexicana de
Pintura. No obstante, en el caso de la estatuaria la situación
comenzó a cambiar a finales de la década de 1950 con la
organización de concursos, exposiciones y bienales.
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MA. TERESA FAVELA FIERRO
• HISTORIADORA
DEL ARTE
Investigadora del Cenidiap
terefavela1@hotmail.com
Al surgir la llamada Escuela Mexicana de Pintura y el
movimiento muralista –reconocidos ambos como el “Renacimiento mexicano”–
bajo la protección de José Vasconcelos en 1922, la escultura
sufrió el olvido por parte del gobierno y sus representantes culturales
durante mucho tiempo. Como es sabido, el Estado no impulsó ni promovió
de la misma forma la escultura que la pintura y el grabado, por lo que
quedó casi reducida, por los encargos gubernamentales, a la representación
de héroes y benefactores –ilustres y ejemplares– de la patria.
De esta manera, se eliminó la posibilidad de experimentación
y libertad plásticas, lo que provocó, en buena parte, un
rezago en la natural evolución escultórica mexicana.
Una de las razones de esta situación fue que la
escultura, por sus características de manufactura, no tenía
la facilidad de plasmar y escenificar los acontecimientos de la Revolución
Mexicana de 1910, sus pretendidos cambios sociales y los diferentes pasajes
de la historia de nuestro país que ambicionaban reproducir los
integrantes de la Escuela Mexicana y el movimiento muralista; posiblemente,
la única solución para no quedar al margen fueran los relieves,
aunque no añadieron mayor trascendencia a la estatuaria en el conjunto
del ámbito artístico.
La fórmula para la elaboración de los trabajos
tridimensionales consistió en representar a las figuras con cuerpos
fornidos, idealizados y monumentales, lo que redundó en un claro
y lento desarrollo en esta área plástica. Los escultores
se enfrentaron a dos opciones de realización: una fue prolongar
y repetir la solución de la escultura prehispánica, por
lo que consideraron como símbolo de mexicanidad a lo monumental,
la proporción característica del mundo indígena y
las formas cerradas en bloques pétreos sin oquedades, ni vacíos,
volúmenes rotundos en talla directa en piedra o madera, con inspiración
en el pueblo y las artes populares; la segunda opción era llevar
a la práctica una producción diferente a este contexto considerado
como “lo nacional”.
A partir de finales de los años veinte y principios
de la década siguiente surgieron nuevas perspectivas plásticas
de carácter universalista, opuestas a una cierta clase de estereotipo
en las composiciones y alegorizaciones que respondían al nacionalismo
imperante de la época. Un caso inconfundible de esta nueva situación
de nuestra escultura la encontramos con Germán Cueto y Luis Ortiz
Monasterio, quienes se alejaron de las formas plásticas establecidas;
es decir, propugnaron por una expresión libre tanto en lo formal
como en el uso de diferentes materiales.
A diferencia de los pintores, los escultores que criticaban
el proceso de la Revolución Mexicana tuvieron que buscar fuentes
de inspiración en el arte de otros países por falta de antecedentes
lógicos en la escultura; por tal motivo, Cueto enriqueció
su producción plástica por los constantes viajes que realizó
a Europa y por su relación con la vanguardia artística –Joaquín
Torres García, Pablo Gargallo y Julio González, entre otros–,
con lo que llegó a la conclusión de que el arte mexicano
debía encaminarse hacia el universalismo. Tales conceptos, en un
medio opositor, provocaron que este artista fuera vetado en México;
posteriormente, a mediados del siglo XX, la generación joven de
escultores lo vería como un maestro paradigmático. Por lo
que corresponde a Ortiz Monasterio, viajó a Estados Unidos para
estudiar y trabajar y entró en contacto con la obra de Wilhelm
Lehmbruck, Alexander Archipenko, Constantin Brancusi, Ivan Mestrovic y,
más tarde, con Jacob Lipchitz, lo que redundó en la adopción
de un estilo ecléctico en el cual convivían el arte prehispánico,
un formalismo de origen popular y una expresión universalista.
En fin, la libertad de expresión y experimentación de ambos
artistas los coloca en la punta de lanza que hizo posible abrir una brecha
hacia nuevas rutas de expresión.
Este movimiento de índole internacionalista alcanzó
un desarrollo mayor durante el mandato de Lázaro Cárdenas
(1934-1940) debido al arribo a México de una oleada de artistas
refugiados españoles como José María Botey, Ceferino
Colinas, Francisco Camps-Rivera, Francisco Albert, entre otros; años
antes, ya se habían integrado a nuestro ámbito cultural
Francisco Zúñiga y Martha Adams. Para los decenios de 1940
y 1950 llegaron escultores de otras latitudes como Herbert Hofmann, Waldemar
Sjölander, Mathias Goeritz, Elizabeth Catlett, el matrimonio Heller,
Rodrigo Arenas Bentancourt, Olivier Seguín, Tosia Rubinstein, Peter
Knigge, Paul Kepenyes, Gudrun Edwards y Kyoshi Takahashi, entre otros.
Todos ellos venían con una amplia carga cultural y eran dueños
de lenguajes plásticos poco conocidos en nuestro país, lo
que coadyuvó a enriquecer (en menor o mayor medida) la escultura
mexicana de esa época.
La personalidad plástica de Mathias Goeritz influyó
en la nueva generación de escultores interesados en la utilización
de la figura como medio expresivo, en la realización de soluciones
tendientes hacia lo semiabstracto o abstracto y, finalmente, en una concepción
diferente de obra monumental, en su mayoría geométrica.
Algunos escultores, dueños de una nueva conciencia
artística, se postularon por formas de libertad. Al principio,
comienzan a darse casos aislados de exploraciones, ensayos de aciertos
y errores de prácticas estilísticas alejadas de la influencia
del nacionalismo radical; más bien, se trataba de presentar una
obra actualizada con el resto del mundo sin perder la identidad de lo
mexicano que los identificara como producción de nuestro país;
también deseaban alejarse de aquellos artistas que habían
copado lo que debía ser la estatuaria. Entre estos creadores independientes,
que evitaban imitar expresiones que en nada enriquecían su producción,
lo que además abría un respiradero a diferentes soluciones
e intenciones estéticas acordes con los nuevos tiempos, se encuentran
el costarricense Francisco Zúñiga, seguido por José
L. Ruiz, Alberto de la Vega, los hermanos Castillo, Juan Cruz, Jorge Tovar
y el colombiano Rodrigo Arenas Betancourt.
Este nuevo impulso creador surgió con la convicción
de ser un arte de carácter apolítico, definitivamente moderno,
de experiencia personal e individual. Con el paso de los años se
fueron definiendo ciertas tendencias, aunque algunas veces en una sola
producción de un determinado artista pueden encontrarse reunidas
varias de ellas: la realista totalmente figurativa, la neorrealista con
tendencias abstractas, la expresionista que saca a flote una crítica
dolorosa de la realidad y pugna por una sociedad justa; después
vendrían la abstracta y la geométrica. La difusión
del abstraccionismo, tanto en la pintura como en la escultura, tuvo que
enfrentar serios embates para sobrevivir en un ambiente regido por el
grupo de la llamada Escuela Mexicana de Pintura y que satisfacía,
en cierta medida, las necesidades políticas del gobierno.
El movimiento pictórico había desplazado
a la escultura hasta los años cuarenta, tanto en la atención
que se prestaba esencialmente a las publicaciones como en las exposiciones
de pintura que se organizaban. Por lo que respecta a las muestras de escultura,
sólo para percatarnos de la poca cantidad de espacios dedicados
a esta especialidad en el país, en esa década no llegaron
a sumar siquiera treinta de ellas. La única galería que
exhibía piezas escultóricas fue la Arte Mexicano de Inés
Amor. No obstante, en los siguientes años la situación dio
un giro importante, ya que se brindó la oportunidad a artistas
poco conocidos y noveles para mostrar sus obras.
Concursos, exposiciones y bienales
Durante la gestión de Adolfo López Mateos
(1958-1964) disminuyó cuantitativamente la promoción oficial
de murales y aumentó la de pintura de caballete y escultura de
pequeño formato. Muestra de ello fue la organización de
salones y concursos anuales de pintura y escultura presentados en el Salón
de la Plástica Mexicana del INBA. Esta circunstancia coincidió
con el regreso de varios jóvenes artistas mexicanos que habían
ido a estudiar al extranjero, principalmente a Europa y Estados Unidos,
quienes estaban completamente desvinculados del proceso revolucionario
de México, pertenecían a la nueva clase media y dieron el
golpe de gracia al provincialismo y lo discursivo de la vieja estética.
Se opusieron pública y constantemente a los miembros del movimiento
plástico posrevolucionario y a sus seguidores. Nos referimos a
escultores como Pedro Coronel, Juan Soriano, Waldemar Sjölander,
Manuel Felguérez, Helen Escobedo, Ángela Gurría,
Jorge Du Bon, Feliciano Béjar, entre otros.
El fenómeno de los cambios en la producción
artística durante los años sesenta tuvo varias implicaciones,
como acertadamente lo refiere el teórico Néstor García
Canclini:
...las nuevas características de las obras,
revelan una nueva relación del arte –como representación
ideológica– con una base social transformada. Pero también
es evidente que las modificaciones estéticas son resultado de
una reorganización de relaciones materiales e institucionales
del campo artístico: nuevos agentes se convierten en promotores
de la creación plástica, ofrecen a los artistas canales
de circulación para las obras hasta poco antes insospechadas,
influyen en la concepción de las mismas con criterios de valoración
sostenidos por el poder económico de los premios o por el prestigio
cultural de las metrópolis. (1)
Estos agentes a los que se refiere García Canclini
podrían traducirse como la creación de espacios culturales
como el Salón de la Plástica Mexicana en 1949, el Museo
Nacional de Arte Moderno en 1958 y el Museo de Arte Moderno en 1964, todos
ellos del INBA; por otra parte, y sobre todo, se organizaría durante
los años cincuenta una serie de salones y concursos de pintura,
escultura y grabado para estimular y dar a conocer las tendencias estilísticas
que permeaban en ese momento. Nos referimos a los realizados por la Jefatura
de Artes Plásticas del INBA –que se denominó a sí
misma regidora de la cultura nacional–, que reflejaban la política
cultural del Estado.
Hacia 1953, el Salón de la Plástica Mexicana
comenzó a organizar exposiciones y salones-concurso de escultura,
pues se reconocía el olvido en que se le tenía. Esta situación
se hizo evidente en los diferentes folletos que se publicaron con motivo
de estos certámenes, en los que se destacaba el lamentable e inexplicable
descuido en que se había tenido a la estatuaria a pesar de la grandiosa
tradición de que éramos dueños, refiriéndose,
por supuesto, a la escultura prehispánica y, en menor medida, al
arte colonial. A partir de entonces, los diferentes directores del INBA
retomaron esta idea para insistir en el hecho de que los artistas debían
llevar a cabo una obra inspirada en esa cultura precolombina, siempre
y cuando no fueran una calca; además, debía insistirse en
un espíritu plástico de carácter universalista para
crear un arte de carácter nacional y trascendente en el ámbito
mundial.
Ese deseo por parte del INBA generó cierta confusión
entre escultores, críticos de arte y público. La mayoría
no sabía a ciencia cierta qué era lo ideal para crear una
escultura nacional y que se le identificara como tal, por lo que se comenzaron
a generar facciones artísticas: los que proponían la talla
directa en madera o piedra y los que se inclinaban por la utilización
de diferentes metales y materiales sintéticos manejados de manera
distinta a lo ya conocido hasta ese momento; los que privilegiaban las
formas inspiradas en el mundo prehispánico, cerradas en bloques
pétreos sin oquedades ni vacíos y con características
monumentales, y, por último, los que no comulgaban en lo más
mínimo con esta postura más que con la monumentalidad.
Pero, ¿coexistían otras posturas plásticas?
Por supuesto que sí; se encontraban aquellas que habían
logrado una verdadera síntesis ante estas dos posiciones y otras
estaban más enclavadas en lenguajes universalistas, con o sin acentos
de expresiones de las formas de la estatuaria indígena. El hecho
es que coexistieron diferentes tipos de lenguajes estéticos: neofiguración,
expresionismo, abstraccionismo, cinetismo, cubismo, constructivismo, surrealismo,
geometrismo y semifiguración, entre otros.
En suma, el panorama cambió vertiginosamente y
en 1960 se llevó a cabo la primera Exposición de Escultura
Mexicana y, posteriormente, las Bienales de Escultura de 1962, 1964,
1967 y 1969. Como los artistas deseaban ponerse al día y aprovechar
estos certámenes para acortar el tiempo “perdido”, algunas veces
cayeron en resoluciones plásticas que nada tenían que ver
con su personalidad estilística. Así, muchos se alejaron
del ideario estético prehispánico para dar paso a diferentes
propuestas universalistas y de esta forma las pretensiones del INBA se
fueron diluyendo con la realización de cada bienal. No obstante,
todas estas iniciativas coadyuvaron, en gran medida, a que los escultores
en México llevaran a cabo un diálogo plástico y pudieran
darse a conocer no sólo entre ellos, sino también en el
medio artístico, entre los críticos y, lo más importante,
ante el público que asistía a este tipo de exhibiciones.
Nota
1. Néstor García Canclini, La producción
simbólica. Teoría y método en sociología
del arte, México, Siglo XXI Editores, 1986, p. 115.
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